.los océanos dentro de nosotros

«Viajar en automóvil por entre campos cultivados en un atardecer de verano es toda una exploración de olores distintos: abono, hierba cortada, madreselvas, menta, paja, chalote, alquitrán de la carretera.

Tropezar con olores nuevos es uno de los placeres de los viajes.

En las primeras épocas de nuestra evolución no viajábamos por placer, sólo lo hacíamos en busca de comida, y los olores eran esenciales.

Muchas formas de vida marina deben esperar a que la comida venga a rozarlas o ellas puedan alcanzarla con sus tentáculos.

Pero nosotros, guiados por el olfato, nos hicimos nómadas que podíamos salir en busca de comida, cazarla e incluso elegir lo que más nos apetecía. En nuestra primera versión de la humanidad, la marina, también usábamos el olfato para encontrar pareja o detectar la proximidad de un tiburón.

Y el olfato era además un probador de valor incalculable que nos permitía impedir que algo venenoso entrara por nuestra boca y llegara al delicado sistema cerrado de nuestro cuerpo.

El olfato fué el primero de nuestros sentidos, y tuvo tanto éxito que, con el tiempo, el pequeño montículo de tejido olfativo situado encima del tendón nervioso se desarrolló hasta convertirse en el cerebro.

Nuestros hemisferios cerebrales fueron originalmente pétalos del tallo olfatorio.

Pensamos que olemos.

Nuestro sentido del olfato, como tantas de nuestras funciones orgánicas, es un atavismo de aquel tiempo, al comienzo de la evolución, cuando vivíamos en los mares.

Antes de que podamos notarlo, un olor debe empezar por disolverse en una solución acuosa que nuestras membranas mucosas puedan absorber. Practicando deportes acuáticos en las Bahamas, hace unos años, advertí por primera vez dos cosas: que llevamos el océano dentro de nosotros, y que nuestras venas son el reflejo de las mareas.

En mi condición de mujer ser humano, con ovarios cuya producción se asemeja a las huevas de un pez, al introducirme en el vientre suave y ondulante del mar del que salieron nuestros antepasados hace milenios me sentí tan conmovida, que mis ojos se humedecieron bajo el agua, y mezclé mi sal con la del mar.

Distraída con esos pensamientos, miré a mi alrededor para localizar la embarcación desde la cual me había zambullido.

No la encontré.

Pero no me importaba: todo el mar era mi hogar.

Ese momento de misticismo me dejó la naríz irritada, y sentí dolor al salir a la superficie, hasta que me quité la máscara, me soné la naríz, y me tranquilicé.

Pero nunca he olvidado ese sentido de pertenencia.

Nuestra sangre es, en gran medida, agua salada, seguimos necesitando una solución salina (agua salada) para lavarnos los ojos o ponernos las lentes de contacto, y en toda época se ha dicho que la vagina de la mujer huele a «pescado».

De hecho, Sandor Ferenzi, un discípulo de Freud, llegó a afirmar, en Thalassa: una teoría de la genitalidad, que los hombres aman a las mujeres sólo porque el vientre de ellas huele a arenque en salmuera, y los hombres tratan de volver al océano primordial; sin duda, una de las teorías más notables sobre el tema.

En cambio, no ofreció explicación alguna de la disposición de las mujeres a tener relaciones con los hombres.

Un investigador sostiene que este «olor a pescado» no se debe a nada intrínseco de la vagina sino más bien a la falta de higiene después del coito, a una vaginitis o al semen viejo.

«Si uno deposita semen en la vagina y lo deja allí, olerá a pescado», dice.

La etimología coincide en cierta medida con esto, si recordamos que en muchas lenguas europeas los nombres en argot de las prostitutas son variaciones de la raiz indoeuropea pu, echarse a perder o pudrirse.

En francés, putain; en irlandés, old put; en italiano, putta; puta en español y portugués.

Palabras relacionadas son pútrido, pus, supurar y putativo (referido a los parientes no sanguíneos).

En inglés, la parentela dudosa se llama skunk family, y la palabra skunk deriva de la voz algonquina que deigna a la mofeta; durante los siglos XVI y XVII, en Inglaterra skunk («mofeta») era el nombre despectivo que se daba a las prostitutas.

No sólo le debemos nuestros sentidos del olfato y el gusto al mar, sino que todavía olemos y tenemos sabor a mar.»

-Diane Ackerman («Una Historia natural de los Sentidos»)

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