.la mínima forma de la felicidad

«Indecisos rituales al borde de la vida»

«Los días se le hacían largos, sobre todo las tardes; las tardes no terminaban nunca.

Miraba televisión y se aburría; tejía porque le gustaba mover las agujas entre los dedos, enlazar el hilo de la lana, sentir la suavidad de la hebra, ajustar el punto, ensayar diferentes dibujos, contar las hileras, pero ¿para quién? Le había mandado a la nieta tres pulóveres con sus correspondientes gorros, guantes y medias haciendo juego y la hija había llamado por teléfono para agradecérselos: «Son preciosos, el celeste es igual al color de sus ojitos, pero ¡por favor pará! No alcanza a usarlos que ya le quedan chicos. Y Luis y yo tenemos ropa de lana para varios años.»

Antes era diferente. Se levantaba temprano, arreglaba la casa, hacía algunas diligencias, comía un bocado y hacia las dos y media salía hacia el sanatorio. No era realmente un sanatorio: Amalia lo llamaba así porque le daba verguenza llamarlo geriátrico. Había internado allí a Juan Carlos cuando le había dado el primer derrame y sólo por consejo del médico; ella no podía moverlo sola. Se quedaba hasta las siete y media, tomaba el té con él (se llevaba una bolsita y le daban el agua caliente) y mientras le contaba los mínimos detalles cotidianos, le tejía pulóveres, hasta una mantita para los pies de la cama y una funda para la bolsa de agua caliente.
¡Pobrecito Juan Carlos!, pensaba todos los días Amalia. Llevaban cuarenta años de casados y había vivido los últimos ocho en el sanatorio y ella cada tarde firme a su lado, pese al calor, al frío o a la lluvia, hablándole siempre con la esperanza de que mejorara y pudiera contestarle. Nunca lo hizo, Juan Carlos emitía sonidos incoherentes y eso rara vez.
Sin embargo, los esfuerzos de Amalia se vieron compensados porque cuando ya no pudo afrontar los gastos de cuarto exclusivo y la enfermera jefe de piso le aconsejó compartirlo con otro señor muy bien, encontró en el «señor muy bien» un interlocutor válido. Se llamaba Alfonso y era algo menor que ella. Al principio y con gran timidez, al principio Amalia no le preguntó si no le molestaba su conversación, más bien su monólogo, con su marido. Y Alfonso dijo que no, que era un placer, y verla mover las agujas incansablemente le resultaba sedativo. Además, valoraba su presencia como una novedad simpática (esas habían sido sus palabras exactas) porque hasta entonces había vivido, después de la muerte de su hermana, solo en un departamento grande y desierto. «Ahora lo había alquilado» -le comentó- «y con el alquiler y la jubilación le alcanzaba para pagar el sanatorio». Tampoco Alfonso le decía geriátrico. Padecía de asma y su corazón cada tanto le daba un susto, pero, por lo demás, parecía estar bastante bien. Tenía tres estantes llenos de libros; por las mañanas leía y por las tardes oía hablar a Amalia. Cuando entraron en confianza, le contó parte de su vida, recordaron juntos a sus respectivos muertos y él empezó a hablar de autores de libros cuya existencia ella ni siquiera sospechaba…
Amalia pensaba que habían sido ocho años realmente felices. El carácter horrible de Juan Carlos se había tranquilizado con la parálisis, muy de tarde en tarde emitía aquellos sonidos guturales, sobre todo cuando en los días soleados paseaban por el mínimo jardín, ella y Alfonso, empujando la silla de ruedas.
Y ahora Juan Carlos había muerto, así, de golpe. «Fué un paro cardiorrespiratorio», le dijeron aquella tarde del 20 de octubre cuando llegó puntualmente a las tres. Acababa de morir. Ni siquiera había tenido la delicadeza de esperarla.
La hija que estaba en Rawson vino, pero el hijo, que trabajaba en México, no pudo. Lo enterraron en Luján, donde tenían la bóveda familiar.
Cuando todo pasó y las visitas de pésame se fueron espaciando, Amalia volvió al sanatorio. La cama de Juan Carlos estaba ocupada por la de un señor muy flaquito y consumido y Alfonso había salido a hacer un trámite. El cuarto le pareció más chico, más feo. Se asomó a la ventana, y allá abajo vió los dos canteros con sus arbustos casi raquíticos y el rosal medio mustio. Le dejó una nota de saludo a Alfonso. A los tres días recibió una carta suya. Le pidió que fuera a verlo.
A Amalia le pareció imprudente. En vida de Juan Carlos había sido otra cosa. Le contestó a Alfonso una larga carta donde le explicaba sus escrúpulos y esta vez no tuvo respuesta. La tristeza y el vacío de su vida le ahogaban.
La víspera de Navidad fué un dia de calor insoportable. El chaparrón de la mañana acentuó la pesadez del día. Dió vueltas por el departamento mínimo y de pronto, a las dos y media, sacó un paquetito del placard y se encaminó al sanatorio. El ascensor chico no funcionaba y el grande se reservaba sólo para las camillas. Llegó jadeando hasta el segundo piso. Antes de golpear la puerta, se tomó un respiro. Alfonso estaba sentado al lado de la ventana, leyendo. No le sorprendió demasiado la visita, más bien le pareció que la esperaba. La otra cama estaba vacía; al señor flaquito se lo habían llevado los hijos para la comida de Nochebuena, la tranquilizó Alfonso.
Amalia le tendió el paquetito: «una colonia, un pequeño recuerdo de Navidad». El cuarto estaba fresco. Ella sacó del bolso su tejido y casi sin darse cuenta empezó a tejer y a hablar: el calor, la humedad, el precio de la canasta familiar… A las cinco pidió una taza de agua caliente, se hizo el té, compartieron las galletitas que Alfonso sacó de una lata. A las siete, guardó el tejido y se levantó para irse. Le tendió la mano, y mientras se la estrechaba, Amalia preguntó: «¿Usted sale mañana?»  «No, para nada, estoy algo acatarrado». fué la respuesta. Entonces, con toda naturalidad se despidió: «Hasta mañana, Alfonso. Acabo de empezarle un pulóver. Cuídese. Mejor cierre la ventana a la noche…»
-María Esther Vazquez

8 Replies to “.la mínima forma de la felicidad”

      1. Voy a guardar su nombre. De esa forma se nutren mis listas de futuras de lectura. Así también llegó a mí la recomendación de Selva Almada quien también escribe mínimo, sin artificios, sencillo y hondo a la vez.
        ¡Feliz tarde!

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