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Artist over Vitebsk, 1977-Marc Chagal©

 

«Llegar a ser caminante requiere un designio directo del Cielo.

Tienes que haber nacido en la familia de los Caminantes.

Ambulator nascitur, non fit [el caminante nace, no se hace].

Cierto es que algunos de mis conciudadanos pueden recordar, y me las han descrito, ciertas caminatas que dieron diez años atrás y en las que fueron bendecidos hasta el punto de perderse en los bosques durante media hora; pero sé muy bien que, por más
pretensiones que alberguen de pertenecer a esta categoría selecta, desde entonces se han limitado a ir por la carretera.

Sin duda durante un momento se sintieron exaltados por la reminiscencia de un
estado de existencia previo, en el que incluso ellos fueron habitantes de los bosques y proscritos.

Al llegar al verde bosque,
Una alegre mañana,
Oyó el canto de las aves,
Sus noticias felices.
Hace mucho, dijo Robin,
la última vez que aquí estuve,
Aceché para tirar
Contra el oscuro ciervo.

Creo que no podría mantener la salud ni el ánimo sin dedicar al menos cuatro horas diarias, y habitualmente más a deambular por bosques, colinas y praderas, libre por completo de toda atadura mundana.

Podéis decirme, sin riesgo: “Te doy un penique por lo que estás pensando”; o un millar de libras.

Cuando recuerdo a veces que los artesanos y los comerciantes se quedan en sus establecimientos no sólo la mañana entera, sino también toda la tarde, sin moverse, tantos de ellos, con las piernas cruzadas, como si las piernas se hubieran hecho para sentarse y no para estar de pie o caminar, pienso que son dignos de admiración por no haberse suicidado hace mucho tiempo.

A mí, que no puedo quedarme en mi habitación ni un solo día sin empezar a entumecerme y que cuando alguna vez he robado tiempo para un paseo a última hora –a las cuatro, demasiado tarde para amortizar el día, cuando comienzan ya a confundirse las sombras de la noche con la luz diurna— me he sentido como si hubiese cometido un pecado que debiera expiar, confieso que me asombra la capacidad de resistencia, por no
mencionar la insensibilidad moral, de mis vecinos, que se confinan todo el día en sus talleres y sus oficinas, durante semanas y meses, e incluso años y años.

No sé de qué pasta están hechos, sentados ahí ahora, a las tres de la tarde, como si fueran
las tres de la mañana.

Bonaparte puede hablar del valor de las tres de la madrugada, pero eso no es nada comparado con el valor necesario para quedarse sentado alegremente a la misma hora de la tarde, cara a cara con uno mismo, con quien se ha estado tratando toda la mañana, intentando rendir por hambre una guarnición a la que uno está ligado con tan estrechos lazos de simpatía.

Me maravilla que hacia esa hora o, digamos, entre las cuatro y las cinco, demasiado tarde para los periódicos de la mañana y demasiado pronto para los vespertinos, no se escuche por toda la calle una explosión general, que esparza a los cuatro vientos una legión de ideas y chifladuras anticuadas y domésticas para renovar el aire… ¡y al diablo con todo!.

No sé cómo lo soportan las mujeres, que están aún más recluidas en casa que los hombres; aunque tengo motivos para sospechar que la mayor parte de ellas no lo soporta en absoluto.

Cuando, en verano, a primera hora de la tarde, nos sacudimos el polvo de la ciudad de los faldones del traje, pasando raudos ante esas casas de fachada perfectamente dórica o gótica, mi acompañante me susurra que lo más probable es que a esas horas todos sus
ocupantes estén acostados.

Es entonces cuando aprecio la belleza y la gloria de la arquitectura, que nunca se recoge, sino que permanece siempre erguida, velando a los que dormitan.

Sin duda, el temperamento y, sobre todo, la edad tienen mucho que ver con todo esto.

A medida que un hombre envejece, aumenta su capacidad para quedarse quieto y dedicarse a ocupaciones caseras.

Se hace más vespertino en sus costumbres conforme se aproxima al atardecer de la vida, hasta que al final se pone en marcha justo antes de la puesta del sol y pasea cuanto necesita en media hora-

Pero al caminar al que me refiero nada tiene en común con, como suele decirse, hacer ejercicio, al modo en que el enfermo toma su medicina a horas fijas, como el subir y bajar de las pesas o los columpios, sino que es en si mismo la empresa y la aventura del día.

Si queréis hacer ejercicio, id en busca de las fuentes del alma.

¡Pensad que un hombre levante pesas para conservar la salud, cuando esas fuentes borbotean en lejanas praderas a las que no se le ocurre acercarse!

Aún más, tienes que andar como un camello, del que se dice es el único animal que rumia mientras marcha….»

 

-Henry David Thoreau

 

 

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