.carta desde el alma para las personas tristes

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carta

 

«Quiero que sepan que pienso en ustedes al levantarme, todos los días. En lo difícil que es para cada uno de nosotros atravesar este momento, pero especialmente cuánto lo es para quienes la carga ya se hizo demasiado pesada.

Me gustaría abrazarlos, sostener sus pesadas mochilas un rato, darles respiro.

Escucharlos hablar del dolor, pero también contarles de las cosas que, a lo mejor, por el agobio, dejaron de ver hace tiempo. O acompañarlos hasta ese mágico rincón donde atesoran los recuerdos felices para volver a ellos, no con nostalgia, sino con esperanza.

Nada es igual, ni lo será. Pero alguna vez esos recuerdos fueron también una mera posibilidad, un futuro incierto; el secreto mejor guardado en los planes del destino.

¿Por qué no creer que un día el sol volverá a ser tibio o que ese gajo que lucha por sobrevivir por fin echará raíces?

Aunque no sepa sus nombres ni qué ubicación tienen en el mapa, me imagino sus rostros y me duele ver en sus ojos la pena del vacío, de la incertidumbre o de la pérdida. A veces la noto, de hecho, en las miradas que por la calle, sobre los barbijos, me cuentan en silencio que no está para nada fácil seguir adelante y “ponerle garra” como recomiendan por ahí, con optimismo pleno, los bienintencionados de siempre.

Todos tenemos momentos oscuros. Yo misma estoy triste a veces y me gustaría que alguien me escriba para contarme sobre todo eso que no soy capaz de ver. Porque cuando por fin agudizo la vista, con ese zoom que solo hace foco si se lo maneja con destreza y desde el alma, de pronto aparece el pequeño milagro: el vuelo de un colibrí, una flor, la voz de alguien querido, un buen libro, una canción, el aroma de lo casero, una taza de té caliente con miel…

La tristeza es un estado de ánimo y es también un derecho adquirido. Nadie debe obligarnos a sonreír cuando no nos lo pide el cuerpo. Tampoco puede otra persona ponerse realmente en el lugar del que sufre, por más desarrollada que tenga su capacidad de empatía.

Uno puede, en todo caso, acompañar.

Cuando era chica, cada vez que estaba triste, mi perra (raza callejera, pelaje blanco, manchas negras) me acompañaba en el pasto de una manera que nunca voy a olvidar: se sentaba detrás de mí pegando su lomo contra mi espalda. Siempre inquieta, entonces se mantenía inmóvil e iba acoplando, poco a poco, su respiración a la mía. Esas tardes el derrumbe era imposible para mí: al notar que nos uníamos en inhalaciones y exhalaciones rumbo al infinito, iba recuperando la paz.

Eran las únicas veces que mi perra no insistía con saltos y mordidas para que jugara con ella. Simplemente me dejaba llorar.

Desde entonces, quisiera hacer lo mismo con cada persona que se entristece y queda en pausa, como si se hubiera marchito. Y también con aquellos que, disfrazando en ira su dolor, van por el mundo peleando con todos hasta por los detalles más nimios. Me gustaría pegarles mi espalda y hacerles sentir lo que mi perra, sabiamente, me enseñó. Que ser uno con el otro es estar cerca sin importar especies, formas; tampoco ideas. Es estar cerca y dejar llorar.

En el fondo, en este juego de reglas insondables que es la vida, todos iremos ganando y perdiendo algunas partidas. Me lo digo a mí misma cada vez que me siento colmada por esa sensación de luna llena en el corazón, feliz por haber logrado una hazaña chiquita que probablemente no tendrá el mismo sentido mañana o el mes próximo. O sí, porque tal vez será uno de esos recuerdos lindos a los que podré volver cada vez que mi luna entre en su fase menguante hasta dejarme otra vez sola, perdida en medio de la noche oscura.

“Los tristes”, como se refirió alguna vez a los que sufren Jorge Luis Borges, son de alguna manera una especie siempre en peligro de extinción, porque la amenaza de la alegría es tan fuerte como el impacto de un tsunami. Y cuando uno menos lo espera aparece con todo su arrebato a llevarse consigo, mar adentro, el recorrido imaginario (o no) que antes trazaron nuestras lágrimas. Nadie puede resistir un embate así, de la mano de una buena noticia que lo cambie todo o de una palabra de aliento, venga de quien venga. Cuando las olas de la felicidad llegan, bañando nuestras costas con el efímero encanto de una inminente retirada, es imposible no zambullirse de lleno en ellas.

Lo importante, acaso, es no perder jamás de vista el curso de esa corriente, para saber que nuestras lágrimas nadan en profundidades mágicas donde se encuentran y danzan con las de otros, ensanchando el océano.

Por eso, siento que esta carta es un intento, un ensayo; la intención de convertirse en el mensaje de la botella que flota en el arremolinado oleaje donde han ido a parar todos esos llantos. Me gustaría dárselas en mano, leérselas en voz alta si hiciera falta. Quisiera ser el barco que los cruce a la otra orilla, el abrigo para los días en que el frío cala más hondo de lo que puede soportar la piel.

Y si son aquellos que pasan por mi lado con los ojos vidriosos por el dolor o por la pena, quiero decirles que sí me importa. Y que esto también pasará, porque en el camino no hay permanencia posible, solo acontecer.

Me importa. Aunque no se los diga, porque la distancia social no nos deja acercarnos, o porque de pronto me ganan el miedo o la desconfianza frente a los desconocidos (¡la más trágica pandemia que afronta la especie humana!). Y que deseo con todas mis fuerzas que si aún no están en condiciones de recuperar la risa genuina –esa que frente a una tristeza muy grande parece que no va a volver nunca– al menos puedan sentir, poco a poco, las suaves caricias de la calma, hasta entrar en el plácido sueño que garantiza, mientras estamos vivos, siempre un nuevo despertar.

Va mi abrazo, fuerte y solidario, para todas las personas tristes que lean este puñado de líneas por casualidad, curiosidad o abatimiento. Y también unas palabras prestadas del filósofo Lao Tzu: “Un nuevo comienzo suele estar disfrazado de un doloroso final“.

Con todo mi cariño,

-María Eugenia Sidoti (Vía: Sophia Online)

 

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