El gran poeta Rilke estuvo en Venecia, y estas cartas, editadas en Verona en 1941, dan muestra de una voluminosa correspondencia y desnudan y muestran en fragmentos sublimes, el alma y algo más, de su sensibilidad.
Fueron escritas entre 1907 y 1913, entre los 32 y los 37 años del poeta. Desde París, Alemania, Capri e incluso Venecia, son cartas dedicadas a la joven Adelmira Romanelli:
«Alrededores de Colonia. Noviembre, 1907.
Lunes por la mañana.
Paisajes y más paisajes; los dejamos a nuestras espaldas sin abrirlos; nadie quiere hacerlo. Noches y días que no pertenecen a nadie. Y la lluvia. Y la lluvia indiferente, lasa, que cae sin pesadumbre, en fin, la lluvia. Y qué mas? Dios mío, con eso basta.
Pero cerramos los ojos.
Querida: hay alguien que los cierra en un rincón de este tren odioso. Usted sabe por qué.
Los cierra tan intensamente que se figura que en el interior de los párpados sus ojos estallan y se rajan en dos mitades, como uva dulce. Pues en unos pocos días han madurado infinitamente. Era verano. Un largo verano.
(…) Hemos pasado por Godesberg. Estaremos en Bremen esta tarde. Pienso en mi mujer, en la pequeña Ruth, cuyo corazón me espera totalmente abierto: esos dos seres que desde hace años ligan su amor confiado y noble a mi vida errante. Tiene que haber en mí suficiente amor para todos aquellos a los que amo, pues algún día necesitaré de todo el amor del mundo para mi Obra.
Sin embargo, hoy en día todo mi Ser se cifra en un solo deseo: estar en Venecia. No para estar cerca de usted: (la siento tan cerca en todas partes y nuestra vida ha sido tan abundante en felicidad y sufrimiento; sino para arrodillarme en una iglesia a la hora de Vísperas; para demorarme en las Zattere largo rato, para pasar por por calli familiares en que uno podría encontrarse con usted, para ver de lejos la Casa rosa, que se me hace fué la primera en ser erigida en las lagunas; el comienzo y la madre de todos los palazzi y de todas las iglesias en las que sobreviven maravillas. Para no padecer toda esta nostalgia.
En fin, yo sé (desde hace mucho) lo necesario que es tener bastante amor para además amar, y por encima de todo, el sufrimiento…»
La siguiente carta, sobrecogedora por su belleza, es una muestra más de lo que un gran poeta puede llegar a decir cuando coge la pluma y el papel, y enlaza los recuerdos con algún pensamiento oculto y tiene visiones que no tiene nadie:
«Oberneuland bei Bremen (Alemania), Diciembre, 1907, Domingo.
La muerte forma parte de la vida, y me asombra que se pretenda ignorarlo: su presencia despiadada la experimentamos en cada cambio que sobrevivimos, pues hay que aprender a morir lentamente. Hay que aprender a morir: en eso consiste la vida. En preparar con tiempo la obra maestra de una muerte noble y suprema, una muerte en la que el azar no tome parte, una muerte consumada, felicísima, entusiasta como sólo los santos supieron concebirla, una muerte madurada desde antiguo, que borra su nombre odioso, no siendo más que un gesto que restituye al universo anónimo las leyes familiares, rescatadas de una vida intensamente cumplida.
Es esta idea de la muerte, desarrollada dolorosamente en mí de experiencia en experiencia, desde mi infancia, la que me ordena soportar la pequeña muerte humildemente, a fin de ser digna de aquella que nos quiere grandes.
No me averguenzo, Querida, de haber llorado el otro domingo en la góndola tan fría y matinal, que giraba y giraba una y otra vez, pasando por barrios vagamente esbozados que me parecen pertenecer a una Venecia sita en los limbos, y la voz de los barcaiolo, que pedía paso en la esquina de un canal y quedaba sin respuesta, como frente a la misma muerte.
Y las campanas, que un momento antes, escuchadas en mi cuarto (donde había vivido toda una vida, donde había nacido y me preparaba a morir), me parecían tan nítidas; campanas que arrastraban tras de sí sonidos hechos jirones, que erraban sobre las aguas y se encontraban sin reconocerse.
Es esta muerte la que de contínuo está en mí, la que en mí trabaja, la que transforma mi corazón, la que aumenta el rojo de mi sangre que contiene esa vida que ha sido nuestra, a fin de ser una gota agridulce que circula por mis venas, que entra por doquier y se torna infinitamente mía.
Y con todo, sin salir de mi tristeza, soy dichoso al reparar de su existencia, querida Amiga; dichoso por haberme dado sin miedo a su belleza, como un pájaro se da al espacio; dichoso, Querida, por haber caminado con verdadera fe sobre las aguas de nuestra incertidumbre, hasta esa isla que es su corazón, donde florecen sus dolores. En fin: dichoso…»
Rainer Maria Rilke
Selección de Teodoro Gómez Cordero
Transcripción de Gabi


