El conjuro de los aromas
La mujer es como una fruta que sólo exhala su fragancia cuando
la frotan con la mano.
Toma, por ejemplo, la albahaca: a menos
que la calientes con los dedos no emite su perfume. ¿Y sabes, por
ejemplo, que a menos que el ámbar sea entibiado y manipulado
retiene su aroma?
Es igual con la mujer: si no la animas con tus
caricias y besos, con mordiscos en sus muslos y abrazos apretados,
no obtendrás lo que deseas, no experimentarás placer cuando ella
comparta tu diván, y ella
no sentirá afecto por ti.
-De El jardín perfumado
¿Dónde comienza el gusto y termina el olfato?
Son inseparables.
La tentación del café no nace en el sabor, que deja un rescoldo de
humo en el recuerdo, sino en esa fragancia intensa y misteriosa de
bosque remoto.
Con los ojos cerrados y la nariz tapada no
podemos distinguir entre una papa cruda y una manzana, entre
grasa y chocolate. La nariz es capaz de detectar más de diez mil
olores y el cerebro de diferenciarlos, sin embargo para ese mismo
cerebro suele ser imposible distinguir entre lujuria y amor. El olfato
es, desde el punto de vista de la evolución, nuestro sentido más
antiguo. Es preciso, rápido, poderoso, y se graba en la memoria
con tenaz persistencia, de ahí el éxito de los perfumes, cuyo
secreto es usar siempre el mismo, hasta convertirlo en un sello
personal e intransferible, algo que nos identifica.
Cleopatra lo sabía
y, como todo en ella, lo llevaba al extremo.
La brisa anunciaba en
los puertos el arribo de su nave dorada con horas de anticipación,
porque transportaba la fragancia de rosas de Damasco con que
esa reina hechizante hacía impregnar el velamen. En su célebre
visita a Roma, donde llegó con Cesarión, el hijo habido con Julio
César, en medio de un formidable escándalo social y político que
ella ignoró con la natural arrogancia de las faraonas, el perfume
de rosas se puso de moda, y todas las mujeres de buena posición,
menos Calpurnia, la esposa humillada de Julio César, lo usaban. A
veces quedaba el olor en las calles como una burla egipcia,
recordando a los ciudadanos de Roma que su invencible imperio
podía perderse entre las sábanas de una extranjera. En los festines
de los romanos poderosos los esclavos contaban entre sus tareas
aromatizar las habitaciones soplando perfumes por ingeniosas
cañerías de plata y lanzando lluvias de flores desde el techo. El
aroma de rosas, tan costoso como el bálsamo de mirra líquida,
pero mucho más erótico, se esparcía sobre los invitados como una
forma de adulación de los partidarios de César o de protesta de
sus enemigos. Varios siglos más tarde, en los castillos medievales, se
cubría el suelo con pétalos de flores y hierbas aromáticas para
cubrir el hedor a basura y excrementos. Eran los tiempos en que
nobles y lacayos se aliviaban del vientre tras las cortinas; el
excusado es un invento muy posterior.
Hubo monarcas de Francia
que consumían litros de esencias florales para disimular el hecho
de que no se bañaron jamás. Otros nobles europeos, que tampoco
se distinguían por la higiene personal y no disponían de los famosos
perfumistas franceses, simplemente olían a establo.
Durante siglos la humanidad ha extremado su ingenio en busca de
fragancias deliciosas, siempre con la ilusión de crear una capaz de
otorgar a quien la usa el poder de la seducción absoluta.
En su
novela El perfume, Patrick Suskind trata el tema de manera
notable: el protagonista es un hombre carente de olor propio a
quien nadie ama, ni siquiera su propia madre. Obsesionado por
descubrir el bálsamo que lo hará irresistible, aprende la ciencia de
los perfumistas y logra destilar el aroma de los cuerpos de
muchachas vírgenes para suplir lo que le falta. Tal vez la historia de
Suskind es una genial metáfora sobre el carisma… En todo caso, el
arte de fabricar perfumes es complejo y difícil como el de destilar
vinos.
¿Cómo descubrió la humanidad la forma de atrapar ese
espíritu sutil que es el aroma?
Tal vez fueron monjes o brujas
quienes descubrieron el ámbar entre otras resinas de árboles
cuando buscaban plantas mágicas para sus pociones y bálsamos.
El ámbar gris, secreción de los intestinos de ciertas ballenas, puede
haber sido un regalo de las sirenas a un navegante de aguas frías.
Y debe haber sido un temible guerrero de Gengis Khan, a la caza
de un venado por las llanuras asiáticas, quien extrajo por
casualidad del cuerpo del animal una glándula de olor inefable,
sin sospechar que ese almizcle, en manos de un alquimista, se
convertiría en el fundamento de elixires exquisitos. Como éstas, hay
otras sustancias que mezcladas con flores y especias son la base
de casi todas las fragancias comerciales.
En el sótano de mi casa en California vive una familia de zorrillos.
Durante un par de años emprendimos contra ellos una lucha sin
cuartel, que incluyó toda suerte de armas menos veneno y bala, se
entiende, porque somos gente decente. Colocamos jaulas en sitios
estratégicos, pero llegado el momento de disponer de ellas nadie
quiso acercarse y ante la tarea de alimentar a los zorrillos para
evitar que murieran de hambre y de la natural aflicción de los
cautivos, terminamos pagando cifras absurdas a un empleado de
la Sociedad Protectora de Animales para que resolviera el
problema. El hombre apareció envuelto en un traje de astronauta,
cogió las jaulas con un largo gancho, las llevó al jardín y abrió las
puertas desde lejos con un palo imantado. Los zorrillos salieron
tambaleándose, se sacudieron el pelaje y regresaron de carrera a
nuestro sótano. Mi hijastro, Harleigh, quien entonces era un
adolescente con vocación satánica, todo vestido de cuero negro,
cubierto de tatuajes fúnebres y con el cabello color púrpura
erizado como los cuernos de un animal prehistórico, se enteró por
la televisión del método empleado por los marines
norteamericanos para someter al general Noriega. (Imaginemos
que fuera al revés: que el ejército de Panamá invadiera los Estados
Unidos para tomar preso al presidente y llevárselo en cadenas para
juzgarlo en su país…) Harleigh nos informó que los marines habían
ofrecido un interminable concierto de música rock a todo volumen
frente a la Nunciatura, lugar donde el general Noriega buscó
refugió, hasta que el barullo lo obligó a salir con las manos en los
oídos. Todos, incluyendo el nuncio apostólico y los vecinos, se
estaban volviendo locos. Harleigh dedujo que si Noriega prefirió
cumplir condena en una prisión de alta seguridad en vez de
soportar el estruendo del rock, tal vez los zorrillos serían de la misma
opinión. Instaló su tocadiscos en las fundaciones de la casa y
durante veinticuatro horas nos torturó con sus ritmos favoritos. Surtió
efecto: los anima-lejos se retiraron en fila india, con el rabo
enhiesto, ofendidos; pero también nosotros estábamos a punto de
emigrar a donde fuera. El sistema resultó de corto aliento, porque
apenas calló el ruido, retornaron nuestros huéspedes. Un día, meses
más tarde, descubrimos que el olor ya no nos molestaba, sino por
el contrario, nos parecía excitante, y empezamos a aspirarlo a
bocanadas. Hoy los zorrillos y mi familia conviven amigablemente.
El cuerpo humano, sobre todo durante la excitación sexual, exhala
un olor marítimo similar al de los mariscos y pescados. Tan
importante es olisquearse mutuamente, que en algunas regiones
del mundo la palabra «besar» significa «oler», como afirma Diane
Ackerman en su extraordinario libro La historia natural de los
sentidos. El olor de los genitales y las axilas es un llamado, un
mensaje cifrado que viaja directamente al cerebro del otro,
activando el sistema de asociación, así como esa serie de
asombrosas reacciones físicas y emocionales que nos incitan a
hacer el amor. La ciencia ha comprobado recientemente aquello
que, sin tanto estudio, toda mujer sabe desde hace milenios: que el
deseo amoroso empieza en la nariz.
Te acercas a mí con el olor
del pasto matinal
recién cortado:
mis pezones se endurecen
-Haiku de Yuko Kawano
Tenemos un sensor en la entrada de las fosas nasales que no
percibe olores, sino feromonas, que son, como quien dice,
intenciones, un llamado romántico exudado por la piel. A eso se
refiere tal vez la majadería popular cuando habla de «alquimia»
entre enamorados, esa atracción, a menudo inexplicable, que nos
induce a formar pareja.
¿Por qué nos gusta cierto tipo humano, o
algunos individuos en particular?
¿Qué ven algunas de mis amigas
en sus maridos, me pregunto?
La culpa la tienen las feromonas,
nada más.
En la gente sana y desprevenida, el primer impulso de
acercamiento lo determinan esos humores imperceptibles a nivel
consciente, pero estrepitosos para las hormonas. Luego prestamos
oído a las advertencias de la madre y los consejos de todo el
mundo, mientras la mente coloca filtros culturales, estéticos,
económicos y otros, hasta que finalmente escogemos al
compañero o la compañera que nos ayudará en la absurda tarea
de propagar la especie. Cuando los científicos pudieron aislar las
feromonas, surgió la idea de crear un perfume capaz de dotar al
usuario de una avasallante atracción física, como la emanada por
los cerdos. Las feromonas en el aliento de los machos de esos
animales son capaces de enloquecer de deseo a las hembras en
celo. Por fin el sueño universal de una poción erótica que nos torne
irresistibles está al alcance de la ciencia: las feromonas humanas
sintetizadas en laboratorio se anuncian como el único afrodisíaco
infalible. Una de mis amigas compró un frasquito carísimo con
aquella promesa de amor instantáneo, que resultó ser un líquido
transparente, inodoro e insípido como agua. Tal como dictaban las
instrucciones, mezcló unas gotas con su colonia y salió de paseo.
Nada sucedió, ningún transeúnte cayó a sus pies desvariando de
amor, ella sólo experimentó un deseo arrebatado de comer cerdo.
El estudio de las feromonas aún está en pañales, pero los científicos
prometen colocar a nuestro alcance las más deliciosas
sensaciones en el próximo milenio, es decir, cuando sea
demasiado tarde para mí.
En el Tantra hay un capítulo completo dedicado a los diferentes
perfumes que, aplicados en partes especiales del cuerpo, exaltan
los sentidos e invitan al amor.
El profeta Mahoma, hombre sobrio y
santo, gustaba sin embargo de los perfumes y los recomendaba a
sus mujeres.
En la Biblia las esencias olorosas aparecen a menudo:
He perfumado mi cámara Con mirra, áloe y canela.
Ven, embriaguémonos de amores hasta la mañana, Hartémonos
de amores.
-Proverbios 7: 17-18
En Los cantos de Bilitis, el poeta y novelista Pierre Louÿs (1870-1925)
escribe:
Por la noche nos dejaron en una alta terraza blanca, desvanecidos
entre las rosas. El sudor tibio nos fluía de las axilas como pesadas
lágrimas, bañándonos el pecho. Un agobiador placer lujurioso
sonrojaba nuestras cabezas inertes. Cuatro palomas cautivas,
bañadas en cuatro perfumes diferentes, revoloteaban silenciosas
sobre nosotros. Gotas de esencia caían de sus alas sobre las
mujeres desnudas. Me corría por el cuerpo el olor de los lirios. ¡Ah,
fatiga! Apoyé la mejilla sobre el vientre de una joven, refrescando
su cuerpo con mi cabello húmedo. Mi boca entreabierta se
embriagaba con el olor a azafrán de su piel. Lentamente ella cerró
los muslos en torno a mi cuello.
Lo que tal vez no sabía Louÿs es que los lirios (Iris pseudocorus) son
venenosos y no conviene lamerlos de la piel amada. Si no
tuviéramos tantos prejuicios e inhibiciones, el olor humano en su
estado natural -y ¿por qué no? el de los zorrillos- se vendería
embotellado, tal como intentan hacer con las feromonas. ¿A quién
se le ocurrió la idea de los desodorantes vaginales? Es tan
disparatado como pretender que los camarones huelan a lavanda
y las callampas a incienso.
Ciertamente no fue a Napoleón
Bonaparte, quien
en sus cartas rogaba a Josefina que no lavara sus partes íntimas en
las semanas previas a su regreso del campo de batalla.
Dice
Casanova en sus Memorias que hay algo en la habitación de la
mujer amada, emanaciones voluptuosas tan íntimas y balsámicas,
que, puesto a elegir entre ese aroma y el cielo, el amante no
vacilaría en escoger lo primero.
El sentido del olfato está más desarrollado en las mujeres que en los
hombres. Una madre es capaz de reconocer por el olor, con los
ojos vendados, la ropa de su hijo entre la de veinte criaturas en
una guardería infantil. En ellas el olfato está también más ligado al
erotismo, sin embargo los varones son más vulnerables a esa arma
infalible que es el olor femenino, tal como sucede entre casi todos
los mamíferos. Ese aroma único y personal de una mujer es como
una flecha certera que cruza el espacio apuntando al instinto más
primitivo del hombre.
En francés este sortilegio de fragancias que
cada mujer emana se llama cassolette, palabra que otras lenguas
han pedido prestada.
En El cantar de los cantares, dice el rey
Salomón a la Sulamita:
Tus renuevos son paraíso de granados, con frutos suaves, de flores
de alheña y nardos; nardo y azafrán, caña aromática y canela,
con todos los árboles de incienso, mirra y áloe, con todas las
principales especias aromáticas.
¡Vaya cassolette el de esa señora! Las mujeres son más sensibles a
la peculiar fragancia del cuerpo masculino cuando están
ovulando y sus niveles de estrógeno son altos. El olor de la
transpiración del hombre influye en los ciclos menstruales de su
compañera de lecho; deduzco que tener las camas separadas no
es buena idea. ¡Nada hay tan delicioso como el olor de un niño, ni
tan excitante como el de un hombre joven! Bueno, a veces no
importa la edad. A poco de conocerlo, Willie me invitó a bailar.
Con tacones altos, mi nariz alcanza a la mitad de su esternón y no
tuve dificultad en identificar su olor como la causa de aquellos
golpes de tambor que sentía en las sienes. Terminó la música y yo
no podía despegarme de su camisa, olisqueándolo como perro
perdiguero. Este hombre inocente sostiene que lo nuestro fue un
encuentro de almas… El olor masculino es más fuerte y directo que
el de las mujeres, tal vez porque en general no está camuflado por
perfumes, sino apenas mitigado por agua y jabón.
En algunos
cuentos árabes, los audaces aventureros que, arriesgando una
muerte lenta, trepan los muros del palacio para seducir a las
odaliscas de un harén ajeno, por lo general huelen a leche de
camella o a dátiles. Y responde la Sulamita a Salomón:
Sus mejillas como una era de especias aromáticas, como fragantes
flores, sus labios, como lirios que a destilan mirra fragante.
Eso me recuerda el olor de mis nietos.
Así como el aroma del cuerpo es excitante, del mismo modo lo es
el de la comida fresca y bien preparada.
Los perfumes de la
buena cocina no sólo nos hacen salivar, también nos hacen
palpitar de un deseo que si no es erótico, se parece mucho.
Cierre
los ojos y trate de recordar la fragancia exacta de una sartén con
aceite de oliva donde se fríen cebollas delicadas, nobles dientes
de ajo, estoicos pimientos y tomates tiernos.
Ahora imagine cómo
cambia ese olor cuando deja caer en la sartén tres hebras de azafrán
y enseguida un pescado fresco marinado en hierbas y
finalmente un chorro de vino y el jugo de un limón… El resultado es
tan estimulante como el más sensual de los efluvios y mil veces más
que cualquier perfume de frasco. A veces, al evocar el aroma de
un plato sabroso, la nostalgia y el placer me conmueven hasta las
lágrimas.
Vuelven a mi memoria el sol abrumador de Sevilla y una
bandeja de cerámica azul sobre un muro rústico de adobe
blanco, repleta de ciruelas maduras, algunas abiertas, ofreciéndose
lánguidas a los apetitos de un moscardón amarillo, que
se lanzaba en picada en esa pulpa indecente. Sevilla es para mí la
fragancia dulzona de aquellas ciruelas y de los jazmines que al
atardecer llenan el aire de deseos.
… Desde entonces la tierra, el so/, la nieve,
las rachas
de la lluvia, en octubre en los caminos,
todo, la luz, el agua,
dejaron en mi memoria
olor
y transparencia de ciruela:
La vida
ovaló en una copa
su claridad, su sombra,
su frescura.
¡Oh beso
de la boca
en la ciruela,
dientes y labios
llenos del ámbar oloroso,
de la líquida luz de la ciruela!
Fragmento de Oda a la ciruela, de Pablo Neruda
Isabel Allende-Afrodita


!Espectacular entrada que roza lo sublime!
Un abrazo
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=) Gracias!
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