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Albert Camus
La sala blanca en la que entramos ahora tiene una simple fotografía del rostro de Albert Camus con un cigarrillo, el aspecto triste y gris de un periodista-escritor maltratado por la vida, que quisiera ser cínico pero no puede; tiene el aire de haber quedado perplejo demasiadas veces, de estar aún estupefacto por una vida sesgada por demasiadas guerras.
Aquí hay fragmentos de sólo cuatro cartas escritas durante la ocupación alemana de Francia en la Segunda Guerra Mundial para un periódico clandestino; la primera fué publicada en la Revue Libre en 1943, la segunda en los Cahiers de Libération en 1944, y las otras en forma de libro después de la guerra. Las cuatro forman lo que se conoce como Cartas a un amigo alemán.
Es probable que, como dicen algunos de sus críticos más duros, los aspectos filosóficos de la obra de Camus tengan muy poca importancia actualmente, salvo en lo que se refiere a estas cuatro cartas que el mismo Camus prohibió, en un primer momento, que se tradujeran a otros idiomas, porque, como explica en la introducción a la edición italiana, la primera en traducirse, eran escritos coyunturales, que tenían sentido durante la ocupación, y que después de la guerra tendrían que haberse escrito de otra manera.
Las cartas de Camus están dirigidas a un amigo nazi imaginario, patriota y nacionalista -términos muy parecidos- que antepone su país por encima de la razón y la justicia.
Después de su temprana muerte, Sartre calificó a Camus como «el último heredero de Chateaubriand, el último de los románticos», mientras que en vida ambos discutieron siempre.
Nuestro Balzac nos aconseja que miremos al soldado alemán hacia el que van dirigidas antes de empezar y que pensemos en sus obsesiones. Primera carta:
«Me decía usted: ´La grandeza de mi país no tiene precio. Cuanto contribuya a llevarla a cabo es bueno. Y un mundo en el que ya nada tiene sentido, quienes, como nosotros, los jóvenes alemanes, tienen la fortuna de encontrarle uno al destino de su nación, deben sacrificárselo todo´. Por aquel entonces contaba usted con mi cariño, pero en eso ya me distanciaba de usted. ´No´, le decía yo, ´No puedo creer que haya que supeditarlo todo a la meta perseguida. Hay medios que no se justifican. Y me gustaría amar mi país sin dejar de amar la justicia. No deseo para él cualquier tipo de grandeza, y menos todavia la de la sangre y la mentira. Quiero que la justicia viva con él y le dé la vida´. ´Pues no ama usted a su país´, me contestó usted.
(…) Cuando pienso hoy en estas palabras, se me hace un nudo en la garganta. Nos veremos pronto, si es posible. Pero para entonces se habrá roto nuestra amistad. Estará usted acaparado por su derrota y no se avergonzará de su antigua victoria, antes bien, la añorará con todas sus aniquiladas fuerzas.
(…) Hemos aprendido que, en contra de lo que a veces pensábamos, el espíritu nada puede contra la espada, pero que el espíritu unido a la espada vencerá eternamente a ésta utilizada por sí sola. Por eso la hemos aceptado ahora, tras cerciorarnos de que el espíritu estaba con nosotros. Para ello, ahora nos vemos obligados a ver morir y a exponernos a morir, a presenciar el paseo matinal de un obrero francés caminando hacia la guillotina por los pasillos de una cárcel y exhortando a sus compañeros, de puerta en puerta, a mostrar su valor. Nos hemos visto obligados, en fin, para hacer nuestro el espíritu, a padecer la tortura de nuestra carne. Sólo se posee del todo lo que se ha pagado. Hemos pagado muy caro y seguiremos pagando. Pero tenemos nuestras certezas, nuestras razones, nuestra justicia: la derrota de ustedes es inevitable…»

Camus se portaba como un caballero con estas palabras; imaginaba a un soldado alemán convencido de sus opiniones, en una fase de la guerra en que el salvajismo no se había apropiado todavía de los hombres acosados y de los hombres acostumbrados a matar. La carta sigue:
«Me atrevería a decirle que luchamos precisamente por matices, pero por unos matices que tienen la importancia del propio hombre. Luchamos por ese matiz que separa el sacrificio de la mística; la energía, de la violencia; la fuerza, de la crueldad; por ese matíz aún más leve que separa lo falso de lo verdadero y al hombre que esperamos de los cobardes dioses que ustedes soñarán.
(…) Creo que Francia ha perdido su poder y su reino por mucho tiempo y que durante mucho tiempo necesitará una paciencia desesperada, una tenaz rebeldía para recobrar la parcela de prestigio que requiere toda cultura. Pero creo que eso lo ha perdido por razones puras. Y por eso no renuncio a la esperanza. Ese es todo el sentido de mi carta…»
Albert Camus nació en Argelia el 7 de noviembre de 1917. Su padre murió en la Primera Guerra Mundial y su madre era una empleada doméstica casi sorda y analfabeta. ¿Cómo llegó a ser uno de los grandes pensadores del siglo XX un niño que se crió en uno de los barrios más pobres de Argel, sin libros, periódicos o revistas que leer?
Con poco más de diez años consiguió una beca para estudiar en el Liceo, y se rebeló contra su madre, que quería que trabajara. A los diecisiete años, la tuberculosis le hizo abandonar el fútbol, una de sus pasiones. Pasó una temporada en los Alpes y volvió a Argelia, donde publicó sus dos primeros libros. Ya había desarrollado su propio concepto de libertad, tocado por la injusticia contra la que luchó toda su vida, pero no pudo abandonar la desesperanza que había conocido en su juventud, la idea de que la sociedad estaba abocada al nihilismo, a la negación de toda creencia, una sociedad absurda, sin valores, en la que lo único que merecía la pena era la lucha por la igualdad, y contra la injusticia.
Durante la guerra permaneció en París con el grupo de resistencia Combat. En 1942 publicó El Extranjero, y empezó a ser conocido. Escribió varias novelas y obras de teatro, entre ellas la célebre Calígula (1945) con el sentido trágico que la vida tenía entonces para toda Europa. Con las Cartas a un amigo alemán (1946) pareció liberarse de una carga de conciencia y, a continuación, con La Peste (1947) optó por la solidaridad, por la rebeldía del individuo contra la sociedad. En 1956 publicó su célebre obra La Caída, y en 1960 murió en un absurdo accidente de automóvil. Había escrito una decena de novelas, además de diversos ensayos y obras de teatro.
Camus era un hombre comprometido con la justicia, educado en un ambiente poco dado a las sonrisas:
«Ya le he escrito a usted, y le he escrito utilizando el tono de la certeza. (…) Desde hace tres años, han sumido ustedes en la noche nuestras ciudades y nuestros corazones. Desde hace tres años, perseguimos entre tinieblas el pensamiento que, hoy, se alza en armas contra ustedes. (…) Ahora que todavía puedo, quiero hacer por ella lo único que cabe hacer por una amistad que toca a su fin: quiero clarificarla. (…) como ya le he dicho, si a veces parecíamos preferir la justicia a nuestro país, era porque queríamos amar a nuestro país, era porque queríamos amar a nuestro país solamente en la justicia, como queríamos amarlo en la verdad y la esperanza. En eso diferíamos de ustedes, teníamos una exigencia. Ustedes se limitaban a servir al poder de su nación, nosotros soñábamos con infundirle a la nuestra su verdad. (…) Ya no distinguen ustedes nada, son un puro impulso. Y combaten ahora movidos tan sólo por la cólera ciega, más atentos a las armas y a las acciones espectaculares que al orden de las ideas, obcecados en revolver cielo y tierra, en seguir una idea fija. Nosotros partimos de la inteligencia y de sus vacilaciones, pero se ha terminado el rodeo. Ha bastado un niño muerto para que aunáramos la cólera con la inteligencia y somos ya dos contra uno…»

Camus optó por la rebeldía del individuo en una época en que la revolución era la palabra de moda. Camus pensaba que las revoluciones siempre acababan en desilución y derrota, que los líderes revolucionarios acaban convertidos en verdugos; en cambio, el rebelde se alza, no contra el orden social, sino contra su propia condición de hombre, contra la Creación que lo ha puesto en esa situación. La importancia la tiene el individuo, no la sociedad. Camus buscaba alternativas a una revolución que siempre había acabado en terror. En su obra de teatro Los Justos, dice:
«Se empieza amando la justicia y se acaba organizando una nueva policía». La revolución parecía acabar siempre plagada de penas de muerte.
«(…) Las palabras adquieren siempre el color de los actos o de los sacrificios que suscitan. Y la palabra patria adquiere entre ustedes reflejos sangrientos y ciegos, que me la harán siempre ajena, en tanto que nosotros hemos puesto en la misma palabra la llama de una inteligencia en la que el valor es más difícil, pero el hombre sale ganando.
(…) Nuestra Europa no es la de ustedes.
(…) Europa es para ustedes ese espacio rodeado de mares y montañas, perforado de minas, cubierto de mieses, donde Alemania juega una partida en la que lo que está en juego es su destino. En cambio, para nosotros es esa tierra del espíritu en la que desde hace veinte siglos prosigue la más asombrosa aventura del espíritu humano…»
(…) Se acerca el momento de su derrota. Le escribo desde una célebre en el universo [París], que prepara contra ustedes un mañana en libertad. Sabe que no es empresa fácil y que antes necesita atravesar una noche aún más oscura que la que empezó, hace cuatro años, con la llegada de ustedes. Le escribo desde una ciudad privada de todo, sin luz y sin fuego, hambrienta, pero que permanece irreducible.
(…) puedo decirle que, ahora que vamos a destruirles sin piedad, no abrigamos odio contra ustedes (…) Queremos destruir el poder de ustedes sin mutilar su alma (…) Nuestra fuerza reside en pensar como ustedes sobre la profundidad del mundo, en no rechazar ningún elemento del drama que es el nuestro; pero, al mismo tiempo, en haber salvado la idea del hombre al término de este desastre de la inteligencia y extraer de ello el inquebrantable valor para renacer. (…) Cientos de miles de hombres asesinados al alba, los espantosos muros de las cárceles, una Europa humeante de millones de cadáveres que fueron sus hijos, todo eso ha habido que pagar para adquirir dos o tres matices que acaso no tengan más utilidad que ayudar a alguno de nosotros a morir mejor.
(…) habremos contribuído al menos a salvar al ser humano de la soledad a la que querían ustedes reducirlo. Por haber despreciado esa fidelidad al hombre, serán ustedes quienes mueran solitarios a millares. Ahora puedo decirle adiós…»

Selección de Teodoro Gómez Cordero
Transcripción de Gabi

 

 

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