


«Aquella noche Robineau se sentía fatigado.
Acababa de descubrir, frente a Pellerin vencedor, que su propia vida era gris.
Acababa sobre todo de descubrir que él, Robineau, a pesar de su título de inspector y de su autoridad, valía menos que ese hombre quebrantado por la fatiga, acurrucado en el ángulo del coche, con los ojos cerrados y las manos negras de aceite.
Por primera vez, Robineau admiraba.
Necesitaba decirlo.
Necesitaba, sobre todo, ganarse una amistad.
Estaba cansado de su viaje y de sus yerros del día; tal vez incluso se sentía ridículo.
Se había confundido, esta tarde, en sus cálculos, al comprobar la reserva de combustible, y el mismo agente al que deseaba sorprender, movido por la piedad, se los había terminado.
Pero, sobre todo, había criticado el montaje de una elevadora de aceite tipo B. 6 confundiéndola con una del tipo B. 4, y los mecánicos, socarrones, le habían dejado reprender durante veinte minutos «una ignorancia que nada excusa», su propia ignorancia.
Tenía miedo también a su habitación en el hotel.
De Toulouse a Buenos Aires, volvía invariablemente a ella después del trabajo.
Se encerraba bajo llave, con secretos de los que se sentía fatigado, sacaba de su maleta un pliego de papel, escribía lentamente «Informe», aventuraba algunas líneas, y lo rompía todo.
Hubiera deseado salvar la Compañía de algún gran peligro.
Pero la Compañía no peligraba.
Hasta ahora sólo había salvado un cubo de hélice atacado de orín.
Había pasado su dedo sobre aquella herrumbre, con
un aire fúnebre, lentamente, ante un jefe de aeropuerto, quien le había respondido: «Diríjase a la escala precedente: ese avión acaba de llegar.»
Robineau dudaba de su actuación.
Para aproximarse a Pellerin, aventuró:
—¿Quiere cenar conmigo? Tengo necesidad de conversación; mi profesión, a veces, es tan dura…
Luego, corrigió para no descender con demasiada rapidez:
— ¡Tengo tantas responsabilidades!
Sus subalternos no tenían ningún deseo de introducir a Robineau en su vida privada.
Todos pensaban: «Si aún no ha encontrado nada para su informe, como tiene un hambre atroz, me devorará a mí.»
Pero Robineau, esta noche, no pensaba más que en sus miserias: el cuerpo mortificado por un molesto eczema, su único secreto verdadero; hubiera
deseado explicarlo, hacerse compadecer, pues como no encontraba consuelo en el orgullo, lo buscaba en la humildad…»
-Antoine de Saint-Exupéry
