

Los secretarios dormitaban en las oficinas de Buenos Aires cuando Reviere entró.
No se había quitado el abrigo, ni el sombrero: parecía siempre un eterno viajero; tan poco era el aire que desplazaba su pequeña estatura,
tan grises sus cabellos, y tanto se adaptaban a todos los ambientes sus vestidos anónimos, que pasaba casi inadvertido. Y, sin embargo, el fervor
animó a los hombres. Los secretarios se agitaron, el jefe de oficina consultó urgentemente los últimos papeles, las máquinas de escribir crepitaron.
El telegrafista clavaba sus clavijas en el cuadro y anotaba sobre un voluminoso libro los telegramas.
Rivière sentóse y leyó.
Después de la prueba de Chile, releía la historia de un día feliz en el que las cosas se ordenaban por sí mismas, en el que los mensajes, expedidos por
los aeropuertos uno después de otro, eran sobrios boletines de victoria.
El correo de Patagonia progresaba también con rapidez: se adelantaba su horario, pues los vientos empujaban del Sur al Norte su gran oleaje
favorable.
—Denme los mensajes meteorológicos.
Cada aeropuerto encomiaba su tiempo claro, su cielo transparente, su buena brisa. Una tarde dorada había vestido a América. Rivière regocijóse
de la buena voluntad de las cosas.
En estos momentos, el correo luchaba en alguna parte en la aventura de la noche, pero con las mejores posibilidades.
Rivière apartó el cuaderno.
—Bien.
Y, vigilante nocturno que velaba sobre la mitad del mundo, salió a dar un vistazo a los servicios.
Detúvose ante una ventana abierta y consideró la noche.
Contenía Buenos Aires, pero también, como una enorme nave, toda América.
No se asombró de ese sentimiento de grandeza: el cielo de Santiago de Chile era un cielo extranjero; pero, puesto en marcha el correo hacia Santiago de Chile, se vivía, de un extremo a otro de la línea, bajo la misma bóveda profunda.
De ese otro correo, cuya voz se acechaba en los receptores de T. S. H., los pescadores de Patagonia veían brillar las luces de a bordo.
Esta inquietud de un avión en vuelo, cuando pesaba sobre Rivière, pesaba también sobre las capitales y las provincias, con el ronroneo del motor.
Feliz ahora, por esta noche tan despejada, se acordaba de las noches de desorden en las que el avión se le antojaba peligrosamente hundido y muy
difícil de socorrer.
Desde la estación de Radio de Buenos Aires se seguía su gemido mezclado con los chirridos de las tormentas.
Bajo aquel ruido sordo, se perdía el oro de la onda musical.
¡Qué angustia en el canto menor de un correo lanzado, como dardo ciego, contra los obstáculos de la noche!
Rivière pensó que el puesto de un inspector, en noche de vela, se hallaba en la oficina.
—Búsquenme a Robineau.
Robineau estaba a punto de hacerse amigo de un piloto.
Ante él, en el hotel, había abierto su maleta, que ofrecía esos pequeños objetos por los que los inspectores se parecen a los demás hombres: algunas camisas de dudoso gusto, un neceser completo de aseo, la fotografía de una mujer delgada, que el inspector colgó en la pared.
De este modo, hacía a Pellerin la humilde confesión de sus necesidades, de sus ternuras, de sus pesares.
Alineando en un orden miserable sus tesoros, extendía ante el piloto su miseria: un eczema moral.
Mostraba su prisión.
Sin embargo, para Robineau, como para todos los hombres, existía una pequeña luz.
Había experimentado una gran dulzura al sacar del fondo de su maleta un pequeño estuche, cuidadosamente envuelto.
Lo había golpeteado largo rato sin decir nada.
Luego, abriendo por fin las manos:
—He traído esto del Sahara…
El inspector había enrojecido al atreverse a tal confidencia.
Se consolaba de sus sinsabores, de su infortunio conyugal, y de toda esa gris verdad, con pequeños guijarros negruzcos que abrían una puerta sobre el misterio.
Enrojeciendo algo más:
—Se encuentran otros idénticos en el Brasil…
Y Pellerin había golpeado la espalda de un inspector que se doblaba sobre la Atlántida.
También por pudor Pellerin había preguntado:
—¿Le gusta la Geología?
Sólo las piedras habían sido dulces para él en la vida.
Robineau, cuando fue llamado, se entristeció, pero recobró de nuevo su dignidad.
—Debo dejarle; el señor Rivière me necesita para algunas decisiones graves.
Cuando Robineau penetró en la oficina, Rivière lo había olvidado.
Se hallaba meditabundo ante un mapa donde se destacaba en rojo la red de la Compañía.
El inspector esperaba órdenes.
Después de muchos minutos, Rivière, sin volver la cabeza, le preguntó:
—¿Qué piensa de este mapa, Robineau?
A veces, planteaba jeroglíficos al despertar de un ensueño.
—Este mapa, señor director…
El inspector, en realidad, no pensaba nada, pero, examinando resueltamente el mapa con aire severo, inspeccionaba a bulto Europa y América.
Rivière, por otra parte, continuaba sin comunicárselas, sus meditaciones: «El rostro de esa red es hermoso, pero duro.
Nos ha costado muchos hombres, y hombres jóvenes.
Se impone aquí con la autoridad de las cosas ya construidas, pero ¡cuántos problemas plantea!»
No obstante, el objetivo, para Rivière, lo dominaba todo.
Robineau, de pie a su lado, examinando aún el mapa con la misma firmeza, se enderezaba poco a poco.
De Rivière no esperaba ninguna compasión.
Una vez había probado suerte confesando su vida destrozada por causa de su ridicula enfermedad, pero Rivière le había respondido con un exabrupto:
«Si eso os impide dormir, estimulará también vuestra actividad.»
Era un exabrupto a medias, pues Rivière acostumbraba a afirmar: «Si el insomnio de un músico le hace crear hermosas obras, es un hermoso
insomnio.» Un día, había designado a Leroux: «Dígame si no es hermosa esa fealdad que rechaza el amor…»
Todo lo que de grande tenía Leroux, lo debía tal vez a esa desgracia, que había limitado su vida entera a la del oficio.
—¿Es usted amigo de Pellerin?
—¡Eh…!
—No se lo reprocho.
Rivière dio media vuelta y, con la cabeza inclinada, a cortos pasos, arrastró consigo a Robineau.
Una triste sonrisa, que Robineau no comprendió, le vino a los labios:
—Sin embargo…, sin embargo, usted es el jefe.
—Sí —dijo Robineau.
Rivière pensó que de esa manera, cada noche, una acción se desarrollaba en el cielo como un drama. Una flexión de voluntades podía acarrear un
desastre; tal vez habría que luchar mucho hasta el nuevo día.
—Debe permanecer usted en su papel.
Rivière pesaba sus palabras:
—Tal vez, la próxima noche, ordenará a ese piloto una salida peligrosa:tendrá que obedecer.
—Sí…
—Dispone usted casi de la vida de los hombres, de hombres que valen
más que usted…
Pareció titubear.
—Eso es grave…
Rivière, que continuaba andando lentamente, se detuvo algunos instantes.
—Si le obedecen por amistad, les engaña. Por lo mismo, no tiene usted derecho a ningún sacrificio.
—No… ciertamente.
—Y si ellos creen que la amistad de usted les ahorrará alguna tarea ingrata, también los engañará: será absolutamente necesario que obedezcan.
Siéntese ahí.
Rivière empujaba, suavemente, con la mano, a Robineau hacia su mesa.
—Le voy a situar en su lugar, Robineau.
Si está cansado, no le corresponde a esos hombres el sostenerlo.
Usted es el jefe.
La debilidad de usted es ridicula.
Escriba.
—Yo…
—Escriba: «El inspector Robineau impone al piloto Pellerin tal sanción por tal motivo…»
Ya encontrará un motivo cualquiera.
— ¡Señor director!
—Obre como si lo entendiera, Robineau. Quiera a los que manda. Pero sin decírselo.
Robineau, de nuevo, con gran celo, ordenará limpiar los cubos de hélice.
Una pista de socorro comunicó por T. S. H.: «Avión a la vista. Avión comunica: Baja de régimen; voy a aterrizar.»
Se perdería sin duda media hora.
Rivière experimentó esa irritación que se siente cuando el tren expreso se detiene sobre la vía, y los minutos dejan de librar su lote de llanuras.
La aguja mayor del reloj recorría ahora un espacio muerto: tantos acontecimientos hubieran podido acaecer en esta abertura de compás. }ivière salió para matar la espera; y la noche le pareció vacía, como un teatro sin actor.
«¡Que se pierda una noche así!»
Por la ventana miraba con rencor aquel cielo despejado, cuajado de estrellas, aquel balizaje divino, aquella luna, el oro dilapidado de una noche así.
Pero, desde que el avión despegó de nuevo, la noche fue para Rivière aún más emocionante y más hermosa. Llevaba la vida en sus flancos.
Rivière cuidaba de ella.
—¿Qué tiempo encuentran? —mandó preguntar a la tripulación.
Transcurrieron diez segundos:
—Muy bueno.
Luego arribaron algunos hombres de ciudades atravesadas, que, para Rivière, eran, en esta lucha, ciudades que se rendían.
-Antoine de Saint-Exupéry
