Foto: Gabi

Quince años se tardó en ingles Ted Howard en reconstruir y rearmar las noventa y ochos cartas de amor escrita a su esposa Molly.

La destinataria las había convertido en papel picado sin previo aviso.
Dos mil fragmentos y otros tantos trocitos quedaron, el mayor de un centímetro de lado.
La mujer argumentó que otra persona (fémina, se supone) había leído su correspondencia.
Se encendió y, aunque no quemó las epístolas, procedió en consecuencia por un atajo.
El marido, que ha doblado el codo de los ochenta, la sigue idolatrando.

“Todavía la extraño muchísimo, aunque tener este tipo de memorias me ayuda bastante”, dice.

Comenzó a juntar el rompecabezas de mensajes destrozados en 1993 y acaba de finalizar la tarea.
Howard redactó sus misivas entre finales de 1940 y comienzos de los 50.
Utilizó la papelería de los hoteles donde se hospedaba por sus viajes de técnico agrícola en el Reino Unido, Irlanda, Francia y Holanda.
Él y su mujer se flecharon con la mirada.
Era el 19 de julio de 1948.

“Fue amor a primera vista. Estábamos en un festival de pueblo y una muchacha bajó rápidamente del carrusel y a toda velocidad vino hacia mí”.

“Bueno querida, no veo la hora de vernos de nuevo. Tu eterno enamorado. Ted”, concluye revelador uno de los textos rescatados.

Se casaron 1955 tuvieron tres hijos, seis nietos, y un puñado de cartas que todavía generan devoción.
Acaso lo mejor de su vida.

Me asombra saber que se querrán para siempre.

Roberto Arlt encontró a su igual, a su par, en Ivonne, episodio que lo obligó a pensar seriamente en su buena suerte y su fortuna.

Carta de Roberto Arlt a Ivonne (1937)
«Queridísima amiga, auténtica y querida amiga.
Por fin solo, para poder charlar con usted. (…)
Me he apresurado a meterme a la cama y desde la cama le escribo, con un codo sobre la almohada, la cara sobre una mano y un bulto de carillas.
¿Cómo podríamos llamar a esto que ocurre entre nosotros? ¿Felicidad o predestinación?
Ocurre que estamos juntos y nos comunicamos nuestras experiencias con una jovialidad natural de criaturas que han vivido juntas años y años.
Ningún embarazo frente a nada.
Ningún temor de lo que el otro puede pensar de uno. (…)
Soy realmente un hombre afortunado. Afortunado por haber encontrado a mi igual (…)
En la sinceridad nos encontramos, nos descubrimos y estimamos como otros en la solidaridad de un vicio o una desgracia (…)
Se nos podría definir como dos animales perfectos, que saben con maravillosa conciencia todo lo que quieren y lo que no quieren.
He ido al diario pensando en usted.
He escrito un artículo pensando en usted.
He tocado el piano pensando en usted.
He charlado con otros pensando en usted.
He oído música pensando en usted.
He visto oscurecerse el día y convertirse en noche pensando en usted.
He viajado lejos con usted.
He ido al mercado con usted.
La he hecho dormir acariciando su cabello.
La he oído hablar.
Le he dado palmaditas en la espalda.
Le he traído una caja de libros.
He ido en tren con usted.
He estado en la cocina, ayudándola a usted.
Nos hemos mirado y nos hemos dicho “Oh, aquellos eran tiempos horribles. No sabemos cómo hemos podido soportarlo”…
¿Se da cuenta de que he vivido hoy con usted? (…)
Tu enamorado se inclina ante ti.
Te besa las manos.
Te llama su diosa…
Me permites esta confidencia: mi vida es realmente hermosa.
Soy digno de envidia.
Hasta mañana queridísima,

Roberto»

¿Qué hay de aquella imagen de cazador nocturno al acecho y de este hombre enternecido.?

¿Será que el amor y la carne todo lo pueden?

Lo sabía de taco Gustave Flaubert cuando carteó a su mujer, Louise Colet.

El 15 de agosto de 1846.

“Te cubriré con amor la próxima vez que te vea con caricias, con éxtasis.

Deseo atiborrarte con todas las alegrías de la carne, de modo que desmayes y mueras.

Quiero que te sientas sorprendida por mí para que te confieses que nunca siquiera habías soñado con tales transportes”.

Las sólidas razones de Flaubert, aplicadas a seducir, no son muy distintas a las enarboladas por Napoleón frente a su incomparable Josefina en diciembre de 1795.

“¿Qué usted hace todo el día, señora? ¿Cuál es el asunto tan importante que no le deja tiempo para escribir a su amante devoto? ¿Qué efecto sofoca y pone a un lado el amor que usted le prometió?… Tenga cuidado: una placentera noche, las puertas se abrirán de par en par y allí estaré… Espero dentro de poco tiempo estrujarla entre mis brazos y cubrirla con un millón de besos debajo del Ecuador”.

Allí, sabía Bonaparte, esperaban brumosas selvas siempre húmedas y con el fuego encendido.

“Querido pequeño ser: Quiero contarle algo extremadamente placentero e inesperado que me pasó.

Me acosté con el pequeño Bost. Naturalmente fui yo quien lo propuso, el deseo era de ambos y durante el día manteníamos serias conversaciones mientras que las noches se habían intolerablemente pesadas…”

De modo civilizado y sencillo, Simone de Beauvoir notificó así a Jean Paul Sartre que tenía ganas de pasar unas interminables semanas a solas con él, después de unas semanas con otro. Historias de dos que se quisieron, y mucho con penoso final.

James Joyce viajó por negocios a Dublín a finales de 1909. Acordó entonces con su esposa, Nora, mantener un correo erótico.

Las cartas de ella desaparecieron.

Pero las que escribió él se publicaron en 1975.

Basta un botón de muestra, un texto fechado el 9 de diciembre de 1909, para certificar el camino transitado por un adelantado de las líneas calientes:

“Mi dulce y traviesa pajarita cogedora.

Aquí está otro billete para comprar lindos calzones o medias o ligas.

Compra calzones de puta, amor, y asegúrate de rociarles las piernas con algún agradable aroma…”

Deja un comentario