«Me apenaría que a pesar de todas las libertades que me tomo, esto tomara un aire de antología: nunca quise mariposas clavadas en un cartón; busco una ecología poética, atisbarme y a veces reconocerme desde mundos diferentes, desde cosas que sólo los poemas no habían olvidado y me guardaban como viejas fotografías fieles».

-«Salvo el crepúsculo»

El domingo 12 de Febrero de 1984 en que Julio Cortázar murió en París, la ciudad de Buenos Aires fue escenario de un hecho inédito en su historia: una invasión de mariposas.

Al día siguiente, los científicos explicaron que una oleada de calor en una zona rural vecina originó una migración inicial de mariposas en busca de fresco, y que miles de ejemplares fueron acoplándose durante el trayecto, hasta que desembocaron en el centro porteño.

El fenómeno no se ha repetido, hasta hoy, pese a que ha habido veranos mucho más calurosos que aquel.

Las crónicas, las notas y los comentarios publicados por entonces no relacionaron aquella alteración momentánea de la ecología de la ciudad con la muerte del escritor.

Para Cortázar hubiera sido normal no sólo porque amaba las mariposas desde su niñez (y eso consta en su obra) sino también porque la irrupción de los elementos fantásticos en la más rutinaria de las normalidades era una de las claves de su narrativa.

Que una ciudad que amó a un escritor resultase invadida por los más hermosos insectos el día de su muerte fue una de esas causalidades que él buscó y atesoró durante buena parte de su existencia.

Era un domingo y fue un hecho excepcional que nunca se repitió.

Es algo simbólico, pero no a cualquier autor le cae esa analogía, que el día de su muerte las mariposas invadan Buenos Aires.

«Has visto
verdaderamente has visto
la nieve los astros los pasos afelpados de la brisa
Has tocado
de verdad has tocado
el plato el pan la cara de esa mujer que tanto amás
Has vivido
como un golpe en la frente
el instante el jadeo la caída la fuga
Has sabido
con cada poro de la piel sabido
que tus ojos tus manos tu sexo tu blando corazón
había que tirarlos
había que llorarlos
había que inventarlos otra vez.
Ganancias y pérdidas
Vuelvo a mentir con gracia,
me inclino respetuoso ante el espejo
que refleja mi cuello y mi corbata.
Creo que soy ese señor que sale
todos los días a las nueve.
Los dioses están muertos uno a uno en largas filas
de papel y cartón.
No extraño nada, ni siquiera a ti
te extraño. Siento un hueco, pero es fácil
un tambor: piel a los dos lados.
A veces vuelves en la tarde, cuando leo
cosas que tranquilizan: boletines,
el dólar y la libra, los debates
de Naciones Unidas. Me parece
que tu mano me peina. ¡No te extraño!
Sólo cosas menudas de repente me faltan
y quisiera buscarlas: el contento,
y la sonrisa, ese animalito furtivo
que ya no vive entre mis labios.»

//

«Claro que sos mi camarada
porque sos más, sos siempre más.
Hay la ruta en común, el horizonte
dibujado con lápiz de esperanza,
hay la amargura del fracaso
a la hora en que los hornos no se encienden
y hay que pelear de nuevo el carbón del mañana.
Claro que sos mi camarada
porque sos la que dice no, te equivocaste,
o dice sí, está bien, vayamos.
Y porque en vos se siente que esa palabra es una
lenta, feliz, necesaria palabra:
hay cama en camarada,
y en camarada hay rada,
tu perfume en mis brazos,
tu barca anclada al lado de la mía.»

-Julio Cortázar

Bonus Track:

La despedida de Cortázar
«Julio Cortázar estaba recostado contra una columna, mirando la lontananza, como un vigía oteando el mar, sólo que en Corrientes, casi Montevideo, una noche de aquel diciembre en que parecía que todo estaba por empezar.Pasé apurado, con mi carterita de periodista de principios de los ‘80 en la sobaquera, pero lo miré unos segundos más, con curiosidad, sin que él lo advirtiera. Llegaba tarde a la cita con un amigo, y que Cortázar estuviese mirando la nada desde su altura considerable era algo notable pero no taaaaaaan anormal, como parece ahora veinte años más tarde. Mi amigo Nene Avalos –el grandote de Markama– estaba sentado en una mesa cercana a la puerta más chica de La Paz, rodeado de pulóveres peruanos y poleras negras. Le dije como al pasar que Cortázar estaba parado unos metros más allá. Vamos, me dijo.
Nos quedamos mirándolo desde cuatro o cinco metros, mientras hacíamos como que nos interesaban las revistas del kiosco o las chicas que pasaban con blusas de bambula. Ya se sabe, uno admira a un escritor en silencio, y a relativa distancia, sin invadirlo. A un escritor no se le piden autógrafos, como a un futbolista o a un ídolo pop: no hay histeria en la admiración sino un código respetuoso. Como Cortázar no dejaba de mirar hacia allá, hacia el Obelisco, como si nada le importase más, mientras ostensiblemente olfateaba el aire una y otra vez, como si estuviese muy resfriado o quisiera llevarse para siempre el olor de ese momento, nos quedamos esperando. No teníamos nada mejor que hacer hasta la hora de cenar. Un ratito después, escuchamos las voces, que venían desde allá, y bajando de la vereda a la calle, supimos qué miraba Cortázar.
Una gigantesca marcha, que se desplegaba a contramano por Corrientes, acompañaba, y parecía presentar en sociedad, la salida de la cárcel de un grupo de presos políticos. “Los vi venir, y se me cayó la mente al piso”, me diría horas después el grandulón de mi amigo, comiendo en un restaurante en el que Alberto Olmedo parecía querer matar a todo el mundo con la mirada. Era asombroso, en aquella ciudad que venía de siete años de dictadura, ver el festejo de miles de personas encolumnadas detrás de docenas de banderas, mientras la policía cortaba el tránsito para dejarlas pasar. Cortázar disfrutaba del espectáculo con su cara aniñada conmovida y exultante, uno más en la vereda de un país en el que era a la vez famoso y extraño. La acción siguió así, por varios minutos –Cortázar mirando la marcha, nosotros mirando cómo Cortázar miraba la marcha– hasta que la multitud llegó hasta sus barbas. Alguien lo reconoció, y aquella gente alegre se detuvo, giró y se quedó mirándolo a él, gritándole vivas y bravos.Cortázar caminó muy erguido hacia la cabecera de la marcha, habló unos minutos a los gritos con los que tenían la fortuna de alinearse en las primeras filas, y en lugar de volver a su posición de vigía se puso al frente de la marcha y se perdió rumbo a Callao. Nosotros volvimos a tomar café.
Fue mucho tiempo después que supimos que Cortázar había venido a Buenos Aires en aquel diciembre de 1983 ilusionado con la posibilidad de una entrevista con el flamante presidente Raúl Alfonsín y que se quedó esperando una invitación formal, que nunca llegó. Los asesores del presidente le susurraron al oído que era muy de izquierda hablar con el autor de Rayuela, “Casa tomada” y “El perseguidor”.
Cortázar murió en febrero del año siguiente, en París, un día en que Buenos Aires se llenó sorpresivamente, contaron los diarios, de mariposas gigantescas de procedencia inexplicable. Aquel diciembre había sido su despedida de la ciudad, pero nadie lo sabía. Ni siquiera él. El presidente Alfonsín todavía repetía sus slogans de campaña: con la democracia se come, se cura y se educa. Han pasado veinte años y nada es como entonces, salvo la ilusión.»

-Carlos Polimeni (Vía «Página 12»)

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