
«Se llamaba Ana Magdalena Bach, había cumplido cuarenta y seis años de nacida y veintisiete de un matrimonio bien avenido con un hombre que amaba y que la amaba, y con el cual se casó sin terminar la carrera de Artes y Letras, todavía virgen y sin noviazgos anteriores.
Su madre había sido una célebre maestra de primaria montessoriana que, a pesar de sus méritos, no quiso ser nada más hasta su último aliento.
Ana Magdalena heredó de ella el esplendor de los ojos dorados, la virtud de las pocas palabras y la inteligencia para manejar el temple de su carácter.
Era una familia de músicos.Su padre había sido maestro de piano y director del conservatorio Provincial durante cuarenta años.
Su marido, también hijo de músicos y director de orquesta, sustituyó a su maestro.
Tenían un hijo ejemplar que era el primer chelo de la orquesta Sinfónica Nacional a los veintidós años, y había sido aplaudido por Mstislav Leopóldovich Rostropóvich en una sesión privada.
En cambio, la hija de dieciocho años tenía una facilidad casi genial para aprender de oído cualquier instrumento, pero sólo le gustaba como pretexto para no dormir en casa.
Estaba de amores alegres con un excelente trompetista de jazz, pero quería profesar en la orden de las Carmelitas Descalzas contra el parecer de sus padres.
La voluntad de ser enterrada en la isla la había expresado su madre tres días antes de morir.
Ana Magdalena quiso viajar al entierro, pero a nadie le pareció prudente, pues ella misma no creyó que pudiera sobrevivir a la congoja.
Su padre la llevó a la isla el primer aniversario para poner la lápida de mármol que estaban debiéndole a la tumba.
La asustó la travesía en una canoa con motor fuera de borda que demoró casi cuatro horas sin un instante de buena mar.
Admiró las playas de harina dorada al borde mismo de la selva virgen, la algarabía de los pájaros y el vuelo fantasmal de las garzas en el remanso de la laguna interior.
La deprimió la miseria de la aldea, donde tuvieron que dormir a la intemperie en hamacas colgadas entre dos cocoteros, a pesar de que allí habían nacido una poeta y un senador grandilocuente que estuvo a punto de ser presidente de la república.
La impresionó la cantidad de pescadores negros con el brazo mutilado por la explosión prematura de los tacos de dinamita.
Sin embargo, por encima de todo, comprendió la voluntad de su madre cuando vio el esplendor del mundo desde la cumbre del cementerio.
Era el único lugar solitario donde no podía sentirse sola.
Fue entonces cuando Ana Magdalena Bach se impuso el propósito de dejarla allí donde estaba y llevar todos los años un ramo de gladiolos para su tumba.
Agosto era el mes de los calores y los aguaceros locos, pero ella lo entendió como una más de las penitencias que debía cumplir sin falta y siempre sola.
La única debilidad la tuvo ante la insistencia de sus hijos por conocer la tumba de la abuela, y la naturaleza se la cobró con una travesía pavorosa.
La lancha zarpó a pesar de la lluvia para que no les anocheciera en el camino y los niños llegaron aterrorizados y vencidos por el mareo.
Esa vez, por fortuna, pudieron dormir en el primer hotel de turismo que el senador construyó a nombre suyo con dineros del estado.
Ana Magdalena Bach había visto crecer año tras año los acantilados de vidrio que aumentaban mientras la aldea se empobrecía.
Las lanchas de motor fueron jubiladas por el transbordador.
La travesía siguió siendo de cuatro horas, pero con aire acondicionado, orquesta y muchachas de placer.
Solo ella mantuvo la rutina como el visitante más puntual de la aldea.
Volvió al hotel, se tendió en la cama sin más ropas que las bragas de encajes, y reanudó la lectura del libro en la página marcada con el cortapapeles, bajo las aspas del ventilador del techo que apenas si removían el calor.
El libro era Drácula, de Bram Stoker.
Había leído la mitad en el transbordador con el fervor de una obra maestra.
Se quedó dormida con el libro en el pecho y despertó dos horas después en las tinieblas, empapada en sudor y muerta de hambre.

El bar del hotel estaba abierto hasta las diez de la noche y había bajado a comer cualquier cosa antes de dormir.
Notó que había más clientes que de costumbre a esa hora, y el mesero no le pareció el mismo de antes.
Ordenó, para no equivocarse, el mismo sandwich de jamón y queso de otros años, con pan tostado y café con leche.
Mientras se lo llevaban cayó en la cuenta de que estaba rodeada por los mismos turistas mayores de cuando el hotel era el único.
Una niña mulata cantaba boleros tristes y el mismo Agustín Romero, ya viejo y ciego, la acompañaba con amor en el mismo piano decrépito de la fiesta inaugural.
Ella terminó de prisa, tratando de sobreponerse a la humillación de comer sola, pero se sintió bien con la música, que era suave y sedante, y la niña sabía cantar.
Cuando terminó sólo quedaban tres parejas en mesas dispersas, y justo frente a ella, un hombre distinto
que no había visto entrar.
Vestía de lino blanco, con el cabello metálico.
Tenía en la mesa una botella de brandy y una copa a la mitad, y parecía estar solo en el mundo.
El piano inició el Claro de Luna de Debussy en un aventurado arreglo para bolero, y la niña mulata la cantó con amor.
Conmovida, Ana Magdalena Bach pidió una ginebra con hielo y soda, el único alcohol que sobrellevaba bien.
El mundo cambió desde el primer sorbo.
Se sintió pícara, alegre, capaz de todo, y embellecida por la mezcla sagrada de la música con la ginebra.
Pensaba que el hombre de la mesa de enfrente no la había visto, pero lo sorprendió observándola cuando lo miró por segunda vez.
Él se ruborizó.
Ella le sostuvo la mirada mientras él miró el reloj de leontina.
Lo guardó azorado, se sirvió otro vaso, pendiente de la puerta, ofuscado, porque ya era consciente de que ella lo observaba sin misericordia.
Entonces la miró de frente.
Ella le sonrió y él la saludó con una leve inclinación de cabeza.
— ¿Puedo invitarla a una copa? – le preguntó
— Sería un placer – dijo ella.
Él pasó a su mesa y le sirvió un trago con muy buen estilo.
“Salud”, dijo.
Ella se puso a tono, y ambos bebieron de un golpe.
Él se atragantó, tosió con sobresaltos de todo el cuerpo y quedó bañado en lágrimas.
Guardaron un largo silencio hasta que él se secó con un pañuelo perfumado de lavanda y recobró la voz.
Ella se atrevió a preguntarle si no esperaba a nadie.
— No –, dijo él. – Era un asunto importante pero ya no fue.
Ella preguntó con una expresión de incredulidad calculada:
“¿Negocios?”
Él le respondió: “Ya no estoy para otras cosas”.
Pero lo dijo en el tono de los hombres cuando quieren que no les crean.
Ella lo complació, y lo remató como una gran plebeya ajena a su modo de ser, pero bien medida:
— Será en su casa.
Así siguió pastoreándolo con su tacto fino, hasta enredarlo en una charla banal.
Jugó a adivinarle la edad, y se equivocó por un año de más: cuarenta y seis.
Jugó a descubrir su país de origen por el acento, y a la tercera vez fue la vencida: gringo hispánico.
Probó a adivinar la profesión, y a la segunda tentativa él se apresuró a decirle que era ingeniero civil, y ella sospechó que era una artimaña para impedirle que tropezara con la verdad.
Hablaron sobre la audacia de convertir en bolero una pieza de Debussy, pero él no lo había advertido.
Sin duda se dio cuenta de que ella sabía de música y él no había pasado del Danubio Azul.
Ella le contó que estaba leyendo Drácula de Stoker.
Él lo había leído en el colegio, y seguía impresionado con el episodio del conde que desembarcó en Londres transformado en perro.
Ella estuvo de acuerdo, y no entendía por qué Francis Ford Coppola lo había cambiado en su película inolvidable.
En el segundo trago ella sintió que el brandy se había encontrado con la ginebra en alguna parte de su corazón, y tuvo que concentrarse para no perder la cabeza.
La música se acabó a las once y la orquesta sólo esperaba que ellos se fueran para cerrar.
Ella lo conocía entonces como si hubiera vivido con él desde siempre.
Sabía que era aseado, impecable en el vestir, con unas manos mudas agravadas por el esmalte natural de las uñas, y un corazón bueno y cobarde.
Se dio cuenta de que estaba cohibido por sus grandes ojos amarillos y no los apartó de él.
Entonces se sintió fuerte para dar el paso que no se le había ocurrido ni en sueños en toda su vida, y lo dio sin misterios:
— ¿Subimos?Él había perdido el poder.
— No vivo aquí – dijo.Pero ella no esperó siquiera a que terminara de decirlo.
“Yo sí” dijo, y se levantó y sacudió apenas la cabeza para dominarla.
“Segundo piso, número 203, a la derecha de la escalera. No toque, empuje nada más”.
Subió a la habitación con el terror delicioso que no había vuelto a sentir desde su noche de bodas.
Encendió el ventilador, pero no la luz, se desnudó en la oscuridad sin detenerse, y dejó el reguero de ropa en el suelo desde la puerta hasta el baño.
Cuando encendió el foco del tocador tuvo que cerrar los ojos y aspirar hondo para regular la respiración y el temblor de las manos.
Se lavó el sexo a toda prisa, las axilas y los dedos de los pies macerados por el caucho de los zapatos, pues, a pesar de los sudores de la tarde, no había pensado bañarse hasta el día siguiente.
Sin tiempo de cepillarse los dientes se puso en la lengua una pizca de pasta dentífrica y volvió al cuarto
iluminado apenas por la luz diagonal del tocador
No esperó a que su invitado empujara la puerta, sino que la abrió desde dentro cuando lo sintió llegar.
Él se asustó, pero ella no le dio tiempo de más en la oscuridad.
Le quitó la chaqueta a zarpazos enérgicos, la corbata, la camisa, y fue tirando todo en el suelo por encima de su hombro.
A medida que lo hacía, el aire se iba impregnando de un tenue olor de lavanda.
El hombre trató de ayudarla al principio, pero ella no le dio tiempo.
Cuando lo tuvo desnudo hasta la cintura lo sentó en la cama y se arrodilló para quitarle los zapatos y las medias.
Él se soltó al mismo tiempo la hebilla del cinturón y se desabotonó la bragueta, de modo que a ella le bastó con jalar los pantalones para quitárselos.
Ninguno de los dos se preocupó por las llaves y los billetes y monedas y la navaja que rodaron por el suelo.
Por último, lo ayudó a sacarse el calzoncillo a lo largo de las piernas, y se dio cuenta de que no era tan bien servido como su esposo, que era el único adulto que conocía desnudo, pero estaba sereno y enarbolado.
No le dejó ninguna iniciativa.
Se acaballó sobre él hasta el alma y lo devoró para ella sola y sin pensar en él, hasta que ambos quedaron perplejos y exhaustos en una sopa de sudor.
Permaneció encima, luchando contra las primeras dudas de su conciencia bajo el ruido sofocante del ventilador, hasta que se dio cuenta de que él no respiraba bien, abierto en cruz bajo el peso de su cuerpo, y se tendió de espaldas a su lado.
Él permaneció inmóvil hasta que tuvo el primer aliento para preguntar:
— ¿Por qué yo?
— Fue una inspiración –, dijo ella.
— Viniendo de una mujer como usted – dijo él – es un honor
.– Ah, –bromeó ella:
— ¿No fue un placer?
Él no contestó, y ambos yacieron pendientes de los ruidos de sus almas.
El cuarto era hermoso en la penumbra verde de la laguna.
Se oyó un aleteo.
Él preguntó: “¿Qué es eso?”.
Ella le habló de los hábitos de las garzas en la noche.
Al cabo de una hora larga de susurros banales empezó a explorarlo con los dedos, muy despacio, desde el pecho hasta el bajo vientre.
Siguió con el tacto de sus pies a lo largo de las piernas, y comprobó que todo él estaba cubierto por un vello espeso y tierno como musgo en abril.
Luego volvió a buscar con los dedos el animal en reposo, y lo encontró desalentado pero vivo.
Él se lo hizo más fácil con un cambio de posición.
Ella lo reconoció con las yemas de los dedos: el tamaño, la forma, el frenillo acezante, el glande de seda, rematado por un dobladillo que parecía cosido con agujas de enfardelar.
Contó al tacto las puntadas, y él se apresuró a aclararle lo que ella había imaginado:
“Me circuncidaron de adulto”. Y agregó con un suspiro:
— Fue un placer muy raro.
— Por fin – dijo ella sin clemencia – algo que no fue un honor.
Se apresuró a mitigarlo de golpe con besos tiernos en la oreja, en el cuello, él la buscó con los labios y se besaron en la boca por primera vez.
Ella volvió a buscarlo, y lo encontró armado.
Quiso asaltarlo de nuevo, pero él se le reveló como un amante exquisito que la elevó sin prisa hasta el grado de ebullición.
Ella se sorprendió de que unas manos tan primarias fueran capaces de semejante ternura, y trató de resistir con coqueteos fáciles.
Pero él se le impuso con firmeza, la manejó a su gusto y manera, y la hizo feliz.
Habían dado las dos cuando un trueno sacudió los estribos de la casa, y el viento forzó el pestillo de la ventana.
Ella se apresuró a cerrarla, y en el mediodía instantáneo de otro relámpago vio la laguna encrespada, y a través de la lluvia vio la luna inmensa en el horizonte y las garzas azules aleteando sin aire en la borrasca.
Él dormía.
De regreso a la cama se le enredaron los pies en la ropa de ambos.
Dejó la suya en el suelo para recogerla después, y colgó la chaqueta de él en la silla, colgó encima la camisa y la corbata, dobló los pantalones con cuidado para no arrugar la línea, y puso encima las llaves, la navaja y el dinero.
El aire del cuarto había refrescado por la tormenta, así que se puso la camisola rosada de una seda tan pura que le erizó la piel.
El hombre, dormido de costado y con las piernas encogidas, le pareció un huérfano enorme y no pudo resistir una ráfaga de compasión.
Se acostó a sus espaldas, lo abrazó por la cintura, y el resplandor de su cuerpo ensopado acabó de despertarlo.
Él soltó un resuello áspero y se apartó dormido.
Ella se durmió apenas, y despertó en el vacío del ventilador eléctrico cuando se fue la luz y el cuarto quedó en penumbra ardiente.
Él roncaba entonces con un silbido continuo.
Por simple travesura, ella empezó a toquetearlo con la punta de los dedos.
Él dejó de roncar con un sobresalto abrupto y empezó a revivir. Ella lo abandonó por un instante y se quitó de un tirón la camisola de dormir.
Pero cuando volvió a él fueron inútiles sus artes, pues se dio cuenta de que se hacía el dormido para no complacerla por tercera vez.
Así que volvió a ponerse la camisola, y se durmió de espaldas a él.
Su horario natural la despertó a las seis.
Yació un instante divagando con los ojos cerrados, sin atreverse a admitir el latido de dolor de sus sienes, ni la náusea helada, ni el desasosiego por algo ignoto que sin duda la esperaba en la vida real.
Por el ruido del ventilador se dio cuenta de que la alcoba era ya visible en el alba azul de la laguna.
De pronto, como el rayo de la muerte, la fulminó la conciencia brutal de que había fornicado y dormido por la primera vez en su vida con un hombre que no era el suyo.
Se volvió a mirarlo asustada por encima del hombro, y no estaba.
Tampoco estaba en el baño.
Encendió las luces generales, y vio que no estaba la ropa de él, y en cambio la suya, que había tirado por el suelo, estaba doblada y puesta casi con amor en la silla.
Solo entonces se dio cuenta de que no sabía nada de él, ni siquiera el nombre, y lo único que le quedaba en su noche loca era un triste olor de lavanda en el aire purificado por la borrasca.
Sólo cuando cogió el libro de la mesa de noche para guardarlo en el maletín, se dio cuenta de que él le había dejado entre sus páginas de horror un billete de veinte dólares.»
-Gabriel García Márquez

