
«Puede que el lector considere
este libro como un juego o una
ensoñación. Acertará y se
equivocará a partes iguales.
¿O es que existe algo más real
que los sueños?»
– J. J. Benítez
«Mi viejo Julio…, hoy escribo para ti. Hoy, en Amiens (martes), 8 de febrero (1898), has entrado en los setenta. ¡Pobre culo de plomo! ¿Qué queda del andarín de antaño? Hoy —hubiera dicho Anne— estrenas un nuevo ciclo vital. Habría que corregirla. Los setenta años son preludio del final. Tú sabes que ella lo sabía… Pero nunca te lo hubiera dicho.
La muerte te asusta y ella —que te sigue amando— era respetuosa. Dios la habrá bendecido, mi viejo Julio.
¿Y por qué esta senil manía de escribir para mí mismo? No te engañes. ¿Quién podrá descubrir y leer estas confesiones? Puede que nadie. Puede que sólo otro loco atormentado y solitario como yo. Imagina que tampoco es así. Imagina que estás en el umbral del definitivo adiós y que te debes unas líneas. Sí, te las debes, viejo Julio.
Es hora ya de desnudarte ante la providencia. Aquí no hay testigos, ni lectores, ni familia, ni editor, ni razones de estilo… Escribo entonces para nada y para todo.
Escribiré a vuela pluma. ¡Qué importa el orden y el concierto! Escribo para filtrar sentimientos y para intentar encontrar la paz que yo mismo me he negado. ¡Uf, qué alivio sentarse a escribir sin las demandas y las cadenas de un editor!
Espero que esta mano reumática responda. Los vértigos e indigestiones me tienen acobardado. Ya no soy lo que fui. Arrastro la pierna como una condena y hasta me cuesta subir a la guarida. He aquí otra razón para dejar en limpio el pequeño libro de mi existencia. La salud, como esas viejas y achacosas máquinas de vapor, arroja humo por doquier. No sé cuánto resistiré. ¡Y queda tanto por hacer!
¿Empezar? Buena pregunta. ¿Por dónde empezar a confesar que mi vida no es lo que todos creen? ¿Feliz? Ni siquiera conozco el significado de esa palabra. ¿Un hombre en paz? ¡Pobre demonio! En paz sólo viven los vencidos.
¿Quién podría suponer que este viejo burgués, a pesar de sus triunfos, muere derrotado, sin amor y, lo que es peor, solitario? Pero todo eso es el final y la consecuencia de una vida hipotecada por la falta de valor.
Así que, viejo Julio, mejor será que retrocedas y hagas balance…».
(…)
«No puedo creerlo. Yo, Julio Verne, toda una vida sujeto a las demandas y a la tiranía de un editor y ahora, por primera vez, escribo sin amarras. ¿Lo soportarás, viejo oso? Una de las ventajas de esta navegación interior es que no hay rumbo. Y si lo hay, sólo Dios lo conoce. Allá Él.
Así que, para mi fortuna y reposo, dejaré las velas al viento…
Y bueno será empezar por uno mismo.
¿Qué sé yo de Julio Verne? Mejor dicho: ¿qué saben los demás? He leído y escuchado tanta calumnia, desatino y mala fe, que si mi adorada madre levantara la cabeza caería nuevamente muerta…
La estupidez humana es así: sin límites. La gente habla y juzga sin conocimiento, buscando empañar y ensuciar la imagen de aquellos que, acertada o desacertadamente, han sido fieles a su destino. ¡Mala consejera la envidia!
Y yo, a mis setenta años, ¿qué sé de mí mismo?
No caeré en esa tentación. No proclamaré mis excelencias, ni tampoco los defectos. Acudiré a otras fuentes. Que sean otros —con datos en la mano— quienes dibujen el perfil de este viejo oso con chepa…
¿Quién mejor que Anne? Ella me abrió las puertas que permanecían cerradas. De esto hace ya más de veinte años…
Esta normanda —seguro— fue empujada a París por el sutil viento de los cielos. Estaba escrito que la conociera. Paciente y amorosa, me enseñó a leer en las estrellas. El terreno estaba abonado. Otros, antes que Amadine, me iniciaron en la ciencia de la astrología. Aquí y ahora puedo decirlo: esos cretinos y burriciegos que se autoproclaman “científicos” desprecian e ignoran a su propia madre. Porque, en realidad, ¿qué son los astrónomos? Hijos de la astrología.
¡Qué prehistórica y ciega sociedad la que me ha tocado en suerte! No ve más allá de sus bolsillos. Y yo he sido un cobarde al someterme al balido de ese rebaño que jamás levanta los ojos hacia el sol que hace crecer su alimento. La ciencia y las religiones, mal entendidas, están amordazando al hombre. ¡Qué bueno y oxigenante perderse así, en disquisiciones sin lastre!
¿Decía algo de las estrellas? Sí, viejo y despistado oso: decías que Anne, la astróloga, sabía más del auténtico Verne que el propio Verne.
¿Dónde lo habré puesto?… Esta guarida empieza a preocuparme. Nada está en su sitio…
Sí, claro, sobre el camastro. Cuando uno llega a cierta edad, lo único importante… Pero veamos: ¿qué dice el estudio astrológico de Anne? Debo confesar que me impresionó. Ni yo mismo me hubiera retratado tan íntima y fielmente. Ésta sí es la “verdad” de un supuesto triunfador.
Nací en Nantes un 8 de febrero de 1828, a las 13 horas y 39 minutos (tiempo de Greenwich, claro). Longitud: 1° 33′ W. Latitud: 47° 13′ N. Siempre me gustó la precisión. Y en este caso, en el instante del nacimiento, con más motivo.
Mi madre, pobrecilla, nunca supo la hora exacta. Pero mi padre, obsesionado y esclavo de la puntualidad, vino a salvar la situación. Todo el mundo debería anotar y guardar como un tesoro el momento exacto de su ingreso en este planeta. Años después, cuando fui consciente de todo esto, pensé rectificar el gravísimo lapsus del certificado de nacimiento. Alguien, con orejeras de burro, ha escrito que Julio Gabriel Verne vino a la vida “al mediodía”. No lo cambié. ¡Que los embaucadores y malos astrólogos sigan
creyendo necedades sobre mí!
Soy, pues, un acuariano, con el ascendente en 10 de Cáncer.
Al principio —Anne lo sabía— no concedí excesivo crédito a este lenguaje. Los resultados me harían cambiar de opinión. Y sigo leyendo:
“… el Sol en Acuario da enorme avidez intelectual. Deseo de saber y de analizarlo todo…”.
¡Fiel retrato de un oso que ha perdido los ojos en las bibliotecas! ¡Bravo por Anne!
“… Pero su posición ‘domal’ señala que sus vuelos intelectuales serán de altura…”.
¿Vuelos intelectuales? Sí, pero subterráneos. Y no por mi placer. Hetzel, mi editor, que Dios tenga en su gloria, no hubiera aceptado uno solo de mis verdaderos sueños.
¿Alquimia, iniciación, tarot, Cábala?… Ésos han sido mis vuelos intelectuales. Y todos yacen sepultados bajo el obligado disfraz de la aventura.
No, en esto te equivocas, querida Anne. Nunca fui un intelectual y menos de “altos vuelos”.
Culo de plomo sólo ha volado en el globo de la anticipación. ¡Y bien que lo he pagado! También me referiré a ello, espero. ¡Son tantos los hilos de mi vida que quiero trenzar!
¿Debo obviar las posiciones de los planetas y de las estrellas fijas en mi carta astrológica? No lo haré, en tu honor. Además, quién sabe, quizá otro loco descubra mi último juego… Démosle entonces todas las claves.
Dice la astrología que Acuario es un signo de Aire. ¡Cierto! He aquí un hombre de Aire, un hombre que apostó por lo irreal, por el mundo de la mente y por la metafísica. Y como ha dicho Nietzsche, “heme aquí, convertido en un albino del concepto”. ¡Peor que eso! El “aire” que envuelve mi signo me ha hecho un solitario, rechazando cualquier apoyo exterior.
He sido poderoso en mi soledad.
Yo he creado un universo, el mío, que nada tiene que ver con el universo real. Pero ¿qué es lo real?
¿Quién puede pretender monopolizar la verdad?
“… Orgulloso espiritual, con conciencia de no poder pertenecer jamás a la masa…”.
Nuevo acierto. Y no por mi voluntad, sino por destino. Así fue escrito en las estrellas, mucho antes de mi nacimiento. Por más que lo he procurado, jamás lo logré.
Nunca pude hacerme plebe. Ellos me leen, pero no han descubierto aún que mis libros, bajo la epidermis, se ríen de su mediocridad.
Quizá la palabra idónea para definirte sea esa que estás pensando, viejo oso engreído: ¡elegido! ¿Y por qué no? Elegido de los dioses, no por tus méritos presentes, sino por los pasados; los que te adornaron en otro tiempo y en otra lejana “patria”… Y ahora, aquí, en este tempestuoso mundo, te ha tocado
iluminar a otros. Elegido e iluminado, que no loco. Los primeros siempre son sensatos.
“… Amable y benévolo —dice mi carta astrológica—, pero con una repugnancia interior por todo lo ordinario y vulgar, que en mi caso, además, se ve multiplicada por la influencia de Júpiter…”.
Nada que objetar. Con los años, esa benevolencia instintiva y natural se ha hecho obligado y cotidiano tributo. Pero no por mi santidad, sino por una dilatada observación de la naturaleza. Y es lógico que rechace lo vulgar.
Este «progressus in simile» (progreso hacia lo semejante) es la antítesis de los elegidos. Los hombres luchan por parecerse los unos a los otros, sin comprender que eso es lo vulgar. A mis setenta años no puedo ni deseo cambiar…
“Imprevisible”, dice Anne en su estudio. ¡Sí! Nadie se aburre al lado de un atormentado. La Luna me hechizó. Y paso de la euforia a la melancolía, al margen de mi voluntad. Es el sino de todo nativo lunar.
“Intuitivo, original y altruista”.
Dejaré que los hechos, conforme vayan apareciendo, le quiten o le otorguen la razón.
“… Julio Verne ama la libertad y el progreso…”.
Sí, querida Anne: he amado la libertad, pero no supe conquistarla. Los hombres como yo deberían vivir independientes de toda atadura que no fuera su propia obra. La libertad es privilegio de los fuertes y de los audaces. Y yo, lo sabes bien, seré juzgado algún día como un cobarde, que tuvo la libertad en sus
manos y la dejó escapar.
En cuanto a esa palabra mágica y por el momento incomprendida —“progreso”—, hace tiempo que entré a su servicio. La humanidad cambiará. Y algún día, no muy lejano, el progreso será recibido como un moderno maná. La ciencia y la técnica custodian esa llave. Hoy todavía el oscurantismo eclesiástico hace
dudar a los sembradores de progreso. Pero toda religión, régimen político o cultura que se opongan al signo de los tiempos serán demolidos. Soy extremista, aseguras.
Lo fui. Ahora, ya no sé… Practiqué el más puro de los anarquismos, aunque muy pocos lo han sabido. En mis libros está. Pero no entremos aún en la inevitable basura de la política. Si es posible, incluso, la evitaré. Un extremista, y me disculpo con ello, del espíritu. También lo he sido en otras parcelas de la vida, pero con discreción.
De algunas me arrepiento. ¿De cuáles? De mi absurda postura respecto a las mujeres.
Fueron cosas de juventud… Sí, de las mujeres y del amor estoy obligado a escribir.
Pero ¿por qué separar ambos conceptos? Ya veremos…
Extremista en el trabajo. Ahí no caben excusas. Más que extremista, un tirano. Más que un tirano, un suicida. Quizá el mundo que lee mis “Viajes extraordinarios” no sepa jamás que este viejo oso cometió la gran torpeza de “suicidarse”… por el trabajo. He ahí otro interesante tema de conversación conmigo mismo. ¿Por qué mi obra es tan prolífica? ¿Por afán de notoriedad? ¿Por ambición? ¿Por dinero? ¿A causa
de una imaginación desbordante? ¿Por culpa de un editor absorbente? Bueno, de todo hay. No me engañaré a estas alturas del negocio. Pero, desde hace ya unos cuantos años —a mí me parece una eternidad—, el motor, causa y razón de tan extensa producción literaria es el “suicidio”. Dicho está. ¿Recordarás que debes volver sobre ello? Lo dudo, viejo oso…
Concluyo este apunte astrológico con varias características del alma que no conviene ocultar.
“…Curioso, autodidacto, privilegiada imaginación, mente clara e intuitiva…”.
Sí, aunque me ha servido de poco. Esa curiosidad, esas miles de horas de estudio y lectura en las bibliotecas, esa imaginación sin fronteras y la frialdad de mente deberían haber estado al servicio de la iluminación de los hombres. Mis libros, en cambio, son recomendados a jóvenes y adolescentes y marcados como meros relatos de aventuras. La crítica no es del todo culpable. Lejos de sepultar esa “iluminación iniciática” bajo el ropaje de la aventura, debería haber escrito sin rodeos.
Abiertamente, como hacen los valientes. ¿Qué importa que la sociedad no esté preparada? Ésa era mi obligación: disponerla para el gran cambio, el del espíritu. Y me acerco al final sin haberlo intentado siquiera. ¡Mal juicio me aguarda! Mi próxima reencarnación no ofrece dudas: deberé escribir sobre aquello y “aquellos” que duermen en mis archivos. ¡Mala cosa traicionarse a sí mismo! Mala cosa… De nuevo —ya ves— la falta de valor…
Y cierro con otro dato curioso. Anne aseguraba que en la carta de Julio Gabriel Verne domina el elemento AGUA. La astrología, cuando se estudia e investiga con seriedad, es una caja de Pandora. Ese elemento hace de mí un hombre romántico, sentimental y emotivo.
¡Mil veces cierto! He vivido y gozado el romanticismo del mar. Ahora sólo me quedan mis caracolas, como una burla del destino… ¿He perdido el romanticismo de antaño? No, soy yo, en mi vejez, quien se ha perdido a sí mismo.
Desde el “accidente”, la cojera que arrastro como una mala condena me ha envenenado. No sé dónde beber un poco de paz. Todo sobra a mi alrededor. Soy huraño. Hablo con las paredes. Me desprecio.
¿Sentimental y emotivo? Quizá en la mirada se adivine aún el rescoldo de lo que fui. Amé profundamente. Amé con pasión, pero fui engañado. Después he sido amado, pero, impotente, no he sabido corresponder. ¡Qué extraño juego el del amor! Hubo un tiempo en que todo lo procedente del corazón era prioritario para este devorador de sueños. Entonces era un hombre superior: podía razonar y sentir a un tiempo… La miseria me derrotaba. El canto de los vientos entre las velas era mi descanso. Mi alma se emocionaba con una sonrisa, con una bella mujer o con el indescriptible placer de la creación. Y durante esa juventud fui un hombre justo. Porque justos son los sentimientos, que no saben ni se entregan a retorcidas reflexiones. Fui un creador porque, sencillamente, creía en el amor.
¿Qué resta ahora, viejo oso? ¡Miseria! ¡Un pozo seco! ¡Insensatos todos los que estrangulan el amor! Al perderlo, perderán también la sensibilidad. Y sus almas —como la mía— se tornarán imbéciles».
«¡Ya está bien de excelencias! ¿Qué haces tú, viejo oso, cantando tus virtudes?
También la astrología señala defectos. Y los tuyos son como los tornados: negros, temibles y arrasadores. No te engañes. Escribes para ti… y para ese “loco” que algún día te descubrirá.
Soy vanidoso. Y aún lo fui más. Lo he sido con las mujeres. ¿Quién puede reprocharme una sola arruga en mis trajes?
Durante años me he considerado el mejor. Y he alardeado de ello. He sido recibido, agasajado y adulado por príncipes, nobles, plebeyos y hasta por el muy santo padre de Roma. ¡Qué triunfal crucero aquel
de 1884! ¡España, África del norte e Italia se postraron a mis pies! Y hasta el Papa me encumbró a la gloria, fascinado por la alta espiritualidad de mi obra.
¡Qué solemne estupidez! En las decenas de libros que llevo escritos, jamás he mencionado el Evangelio. ¡Buen asunto éste, el de Jesús de Nazaret! O mejor, viejo Julio, ¡buen fracaso! ¿En qué estaba?
Sí, en la vanidad. Así era yo: pretencioso, fanfarrón e inaguantable. Tan insoportable como esas mujeres que se creen irresistibles. Pero la vanidad, como los delitos, termina por descubrirse. Y el vanidoso, éste es mi caso, es arrinconado a la corta o a la larga.
Keller lo ha descrito a la perfección: “La envidia, la avaricia, la pereza y la inclinación a difamar son vicios que pueden ser domados. La vanidad, en cambio, es indomable. Y transforma al hombre en un ser distinto al que propiamente desearía ser”.
Un sabio proverbio alemán me define a las mil maravillas: “El cubo vacío siempre está encima”.
Anne y la astrología llevan razón: los Acuario no conocemos el término medio.
Unos son tontos y otros, como yo, genios…
Pero esto no es lo peor. ¿Quién puede imaginar al célebre Julio Verne, autor internacional, forjador de héroes y de audaces y humanitarias aventuras, como un ser cobarde, neurótico y egoísta, que ha valorado a sus semejantes por lo que tenían y no por lo que eran? Ahora sí eres valiente. Aunque, como siempre, un poco tarde…
Burgués de nacimiento y de crianza, jamás tuve presente el punto de vista de los desposeídos. ¡Fatal error! Pero ya es tarde para rectificar. La miseria humana me conmueve, pero jamás hice nada por remediarla.
Digo yo que en mi siguiente reencarnación deberé pagarlo. Naceré pobre. Y seré quizá un desheredado más. Y yo me pregunto: ¿será ésta la razón por la que nunca escribí sobre el gran desposeído?
Me voy de este mundo —lo confieso con humildad— con varias y agudas frustraciones. Pues bien, una de ellas tiene nombre propio: Jesucristo, el gran desheredado. Me aterra hablar de Él. Pero, tarde o temprano, deberé enfrentarme a la verdad de su vida y de su mensaje. Si no ahora, más “adelante”…
Sin embargo, el peor de mis defectos no tiene nombre. Puede describirse con tres sencillas palabras: “no haber vivido”. No supe hacerlo con mi hijo Michel. Fui un padre insoportable, que descuidó lo único que merecía la pena: “vivir con y para él”.
Y no tardé en pagar un alto precio. Tampoco supe “vivir” el amor. Y me autoencarcelé en un matrimonio por interés. Y cuando ese amor, auténtico y sincero, llamó a mi puerta, el miedo lo acuchilló por la espalda.
Ni siquiera he sabido vivir para mi obra. Editor y lectores creen lo contrario. Pero yo soy el único que lo sabe.
Vivir para el trabajo no significa que ese trabajo me satisfaga. ¿Quién puede entender semejante y aparente contradicción? Únicamente los que han entrado en el camino de la iniciación. Ésos, por la “luz” que han recibido, están obligados a ser valientes y a declarar cuanto conocen.
¿He derribado yo alguno de los muchos tabúes de esta anquilosada sociedad? No. Tímidamente, eso sí, he enterrado mis “secretos” bajo las palabras. Pero no es suficiente. Pude escribir con claridad. Pude escandalizar y debí hacerlo. Pude hablar de “otros mundos”…
¡Viejo oso, estás acabado! Como los asnos, te has acostumbrado a decir siempre “sí”. “Benditos los que disponen de lenguas y estómagos rebeldes y selectivos”.
Éstos, al contrario de los cerdos, seleccionan bien su alimento. Mi único consuelo es que, en el fondo, muy en el fondo, mis libros gritan “no”. Pero para descubrir esa inconformidad de espíritu se necesitará un largo y laborioso proceso. Quizá las futuras generaciones sepan de qué estoy hablando. Pero esto no era lo pactado.
Y ahora que lo pienso, ¿debo también describirme? No le veo sentido. Mas un hombre vanidoso no puede desaprovechar tan preciosa ocasión de auto adularse.
Poco queda ya de aquel joven enjuto, de talla media alta, que hizo las delicias de las damiselas de París. La obesidad castiga ahora esa vanidad. No podía ser de otra forma. He comido y bebido sin medida. Hoy, mi sastre y mi perímetro abdominal son encarnizados enemigos.
¿Qué decir de mi rostro? Largo es, con un mentón pronunciado, unas mejillas que se derrumban de puro viejas y una frente y unas cejas altas; demasiado para mi gusto.
Aquélla, cruzada de arrugas, como mi corazón. La barba nevada apenas disimula la papada. De las canas, ¡para qué hablar! Están ahí desde los veinte años… Los cabellos nacieron castaños y ondulados y despeinados. Y ahí siguen, creo, porque hace tiempo que no me hablo con el espejo.
Nariz recta, aunque malograda en su extremo. Los ojos claros, como buen bretón y, dicen, todavía vivos y penetrantes, como en mi juventud. Los más benevolentes se empeñan en considerar que los años han dulcificado esa mirada.
No tuve fortuna con la piel, frágil como la luz y moteada como la de un felino.
Las manos, cortas de origen, se han vuelto torpes a causa del reuma. Los galenos han bautizado esa maldición como el “calambre del escritor”. ¡Son como niños! La pluma de ave pesa ya tanto como mi conciencia. De seguir así no habrá más remedio que dictar. Si unimos a esto una irreverente aerofagia, vértigos, una puntual parálisis facial, la indigestión crónica y el lacerante dolor de huesos, el cuadro estará casi completo. De la cojera, mejor ni hablar. ¡Cuán sabia es la providencia! Te devuelve el ciento por uno de lo que has sido y de lo que no has sido. ¿Qué peor castigo para un presuntuoso que llamar la atención del mundo a golpes de su bastón? ¿He olvidado los quistes en los ojos y el reuma en el hombro y brazo derechos? Mejor no seguir con la descripción de esta piltrafa…».
El azar
Jamás podría repetir la excelsa geometría verde de un cactus, ni la matemática perfección de una estrella de nieve, ni el regular flujo de las mareas, ni la arquitectura de la colmena, ni siquiera el periódico y siniestro rictus de la muerte…
Muchos sabios se han cansado de repetirlo: la casualidad no existe. El hombre, en su temor a la Verdad Suprema, prefiere rehuir esa palabra. No sabe o no desea saber que el azar también se halla regido por un orden, tal y como pregonaba Novalis. El azar no es otra cosa, si me permites la licencia, que la mano izquierda de Dios. Con la derecha nos crea; con la izquierda nos conduce.
Está claro que, a pesar de las apariencias, Verne fue un fracaso.
¿Éxito en la literatura? Sí…
¿Éxito en el dinero? Sí…
¿Éxito en el teatro? Sí…
¿Éxito social? Sí…
¿Éxito en mis viajes? Sí…
Pero ¿y debajo de esa gloriosa aureola externa?
Fracaso… Fracaso en mi vocación marinera. Fracaso como hijo. Fracaso como esposo. Fracaso con mi hijo. Fracaso como hombre. Y todo a causa de mi debilidad.
No pienso eludir mi “gran secreto”. En realidad debería hablar de “secretos”, en plural. Mis “confesiones” es uno de ellos…
Empezaré por el más doloroso. Un secreto nacido del fracaso y muerto por el fracaso.
Anne amaneció en mi vida recién cumplidos los cuarenta y dos años. Todo ocurrió vertiginosamente. Meses antes, hacia febrero de 1870, mi buen amigo Ferdinand de Lesseps, triunfante constructor del canal de Suez, llevado de su habitual entusiasmo, había propuesto a este vanidoso para la Legión de Honor.
El estallido de la guerra demoró el asunto. Pero tres días antes de su caída, el gabinete de Ollivier pasó la propuesta a la emperatriz Eugenia, la española que decía gobernarnos, y que, en aquellos momentos de caos y fuego, ostentaba la regencia del Imperio.
Julio Verne obtuvo su condecoración de caballero de la Legión de Honor, el más grande privilegio de Francia. Las fiestas y agasajos se triplicaron y, en uno de aquellos salones de moda, alguien se acercó,
preguntándome si creía en el poder y en la influencia de los astros.
«Amadine», sobrenombre de Anne, era una bella danesa, casada con un tal Mohacarc, una especie de bestia negra, de origen árabe, tan pretencioso, déspota y cargado de maldad como cobarde.
La profunda y dulce mirada de aquella criatura me hipnotizó. Había en ella tal fragilidad, tal infinitud y amor contenidos que no pude apartarla de mis pensamientos. La visité y, como algo natural, como algo
escrito desde mucho antes de nuestros nacimientos, nos entregamos en cuerpo y alma. Pero, aterrorizados, huimos el uno del otro. Aquel intenso amor era imposible… Ella tenía su hogar, sus hijos… Yo, a Honorine. Verne era un hombre público, un ídolo de las masas, un ejemplo para la juventud…
Debí suponerlo.
El verdadero amor no muere con la distancia, de igual forma que la belleza, la poesía o la maldad no pueden abandonarse en el muelle, cuando uno parte.
Y Anne, lejos de morir, fue sublimada. Si mis relaciones habían sido rudas con Honorine, a partir de mi amor por Anne se convertirían en un infierno.
Mis silencios se hicieron tan frecuentes como las huidas del hogar. Huidas a ninguna parte o, en el mejor de los casos, a orillas de la mar.
Allí compuse encendidos poemas y maldije una y otra vez mi falta de valor.
Ciertamente, en frases de Hamerling, el primer amor no mata.
Caroline no pudo con Julio Verne. Sólo se muere con el último… Anne sí pudo con Verne.
Courteline, ese joven humorista francés, ha escrito todo un tratado sobre la mujer… en dos frases:
“La mujer nunca ve lo que por ella se hace. Sólo ve lo que no se hace”.
¡Bravo! No entiendo por qué, viejo oso miserable, te regocijas con tu propia tragedia…
Honorine lo sabía. Intuía que “algo” grave atravesaba mi corazón. Mis siempre escasas atenciones y delicadezas para con ella se habían secado irremisiblemente. He conocido mujeres de toda índole y condición, pero aún no sé de ninguna que carezca de instinto.
¡Qué cierto es que todo está escrito de antemano!
Cada hombre y mujer deben vivir unas determinadas experiencias, quieran o no quieran, luchen o no luchen contra ellas. Al año exacto de nuestra mutua y pactada separación, volvería a encontrarme con Anne. Y nuestro amor, como un volcán, cubrió de fuego los cielos de París. Verne, entonces,
experimentó una especie de mágico y terrible desdoblamiento. Con Anne era él mismo: sereno, cordial, extrovertido, dulce, seguro de sí mismo, intensamente sexual, optimista… Con el retorno a Amiens, a la vista de Honorine, Verne enmudecía, se cargaba de tristeza, se volvía irascible, descortés, maquinaba y
deseaba incluso la muerte de su esposa…
Mil veces reflexioné y me hice el firme propósito de terminar con aquella doble y envenenada vida. ¡Tenía que ser sincero y contárselo a Honorine!
Pero ¿cómo hacerlo? ¿Cómo abandonarla? Los muchos años de convivencia, a qué negarlo, me habían acostumbrado a ella y, ¡oh paradoja!, a pesar de odiarla, tampoco podía hacerme a la idea de vivir sin
su compañía. Sólo en un hombre inseguro y falto de valor pueden darse estas aparatosas contradicciones.
Llegué a planear, en secreto, todos los detalles de nuestro divorcio. En el último minuto me echaba atrás. Para mayor desastre y desesperación, Anne, infinitamente más valiente que yo, terminó por separarse
de la bestia.
Julio Verne no supo corresponder.
Alguna vez, si vuelvo a este mundo, deberé pagar sus lágrimas, su soledad y su violento padecer. Así
transcurrieron aquellos años: entre la felicidad, siempre temporal y provisional, encarnada en Anne y en mis frecuentes viajes a París, y la muerte, instalada en Amiens. Los cambios de domicilio, los triunfos de mis novelas, los honores de la Academia, los cruceros y las fiestas y bailes de disfraces no fueron otra cosa que una continua huida hacia delante.
Julio Verne falló en el amor.
Lo dejó escapar.
Y aunque pagué un alto precio por ello, nunca será suficiente. La sociedad me ha contemplado y considerado con respeto. Mas ignoran que saludan y aplauden a un cadáver…
Anne murió con los primeros fríos de 1885. Yo sé que murió de amor.
Nunca protestó ante su precaria e injusta situación. Su amor fue tan noble y generoso que se extinguió como había surgido: en silencio.
Estoy convencido de que, a pesar de sus sufrimientos, fue infinitamente más feliz que yo. Dardenne ha escrito con la sabiduría propia de una mujer:
“En el amor se siente más enojado aquel que más recibe…”.
Ése fue mi caso.
Semanas más tarde, consumido por los recuerdos y los remordimientos, me hice una solemne promesa: a partir de ese momento, yo también pondría fin a mi vida.
Pero, ante la falta de valor para cortarme las venas o volarme la cabeza, elegí el peor de los “suicidios”: el del trabajo.
Un árbol sin savia, sin la energía vivificadora que lo haga florecer…
Verne está en pie, sí, como un árbol muerto.
En cuanto al AMOR, sí, con mayúsculas, mi obra queda igualmente vacía.
Y a la sombra de ambas frustraciones, otros pequeños-grandes sueños incumplidos me escoltarán hasta la tumba, la que Roze tiene preparada para mí:
REESCRIBIR LA HISTORIA… ¿Y por qué no?
ESTUDIAR ESAS MISTERIOSAS “LUCES” QUE, DICEN LOS PERIÓDICOS NORTEAMERICANOS, HAN EMPEZADO A SURCAR LOS CIELOS DESDE 1897.
ABRIR LA CONCIENCIA DE LA HUMANIDAD CON LA ESPADA MÁGICA DEL ESOTERISMO, YA APUNTADO SUBTERRÁNEAMENTE EN MIS LIBROS…
Pero muero optimista. De igual forma que yo, Julio Verne, continué la truncada labor de Allan Poe, otro hombre, más audaz y resuelto que yo en el dominio de las cosas aparentemente imposibles, nacerá un día, no muy lejano, y llevará a buen fin lo que este viejo oso, culo de plomo, ha dejado inconcluso…
Y ese hombre seré yo, Julio Verne, de acuerdo con lo que me ha sido revelado.
He aquí la revelación, que nace de mi propio epitafio:
VERS L’IMMORTALITÉ ET L’ETERNELLE JEUNESSE
(Hacia la inmortalidad y la eterna juventud)
Mandé construir mi tumba, bajo el espíritu de este epitafio.
En su eslabón está el camino que conduce a la inmortalidad, a través del secreto de la eterna juventud.
Mi nombre envuelve el camino.
Por él fui y, por él, he de volver.
El número de los días que excederán a los millares de los días de mi vida, será el de las centenas de los días de mi muerte.
El número de los días que excederán al de las centenas de los días de mi muerte, será el de los millares de los días de mi vida.
El número de los días de mi vida y el número de los días de mi muerte tendrán, como veréis, el mismo número secreto.
Por mis obras me conocéis, y por mis obras me reconoceréis»
-Carta de Julio Verne a sí mismo (Recopilación de J. J. Benítez)


En un primer momento su tumba no tiene nada de especial. Pero dos años más tarde el escultor Albert Roze utiliza la máscara mortuaria que se le había tomado al escritor para crear un monumento acorde al genio inmortal de Verne.
Tal y como venía sospechando, el sepulcro es todo un canto a la simbología esotérica.
Los símbolos que, hablan por sí solos, componiendo un sugestivo y fascinante «mensaje».
Un «mensaje» perfecta y meticulosamente dibujado por otros dos iniciados: Verne y Roze.
«Causal-mente», y para empezar, la cara este de la tumba se encuentra cerrada y protegida por «siete» altos abetos, que forman un semicírculo perfecto. Siete árboles —«los siete días del trabajo del hombre»—, plantados justamente en 1907… Siete abetos orientados hacia la salida del sol y que, al igual que los rosetones de las catedrales, «hablan» del principio del sendero de la iniciación y del conocimiento.
Y ese «hombre» —Verne—, en posesión de la sabiduría y de la iluminación, «resucita» a la «inmortalidad y la eterna juventud».
Su mano izquierda en tierra y la derecha alzada (el «Mago» del Tarot), la cabeza semicubierta por el sudario de una muerte vencida y la piedra sepulcral («causalmente» pentagonal: símbolo del hombre
cósmico) descansando sobre las espaldas constituyen algo más que un poético recuerdo funerario. Y en el colmo de la precisión esotérica, el rostro y la palma de la mano derecha directamente orientados al oeste: hacia el sol poniente, hacia el rojo alquímico, hacia la quintaesencia o perfección final…
Es asombroso. Todo en este sepulcro expresa «resurrección».
En la hornacina, una misteriosa estrella de seis puntas flota sobre una rama de palmera. Y ésta, a su
vez, cubre el nombre de Jules Verne.
¿Y cuál es el significado críptico de la estrella de David? Entre otros, el de un antiguo y familiar «conocido»: el número «6». El seis que, al mismo tiempo, simboliza al «hombre». Tenemos, pues, a un hombre —Jules Verne— bajo la rama de palmera: ¡la vida eterna!
Y por encima de la estrella, en el frontispicio del muro funerario, otras «señales» aguardan al iniciado: una cruz con una rosa en el centro, encerrada en un círculo, una rama de olivo, dos lámparas de aceite (la esculpida a la izquierda de la «rosa-cruz» sin cubrir) y los pilares del rigor (a la izquierda) y de la misericordia (a la derecha)…
El viejo proverbio tiene razón: «No hay peor ciego que el que no quiere ver».
Roze, de acuerdo con los cálculos de Verne, había esculpido y situado el monumento de forma tal que, durante la puesta de sol de cada solsticio de verano, la mano derecha sombreara parte de la leyenda funeraria.

