.el perfume de las flores de noche

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Leila Slimani

«Si quieres escribir una novela, la primera norma es saber decir no.

No, no iré a tomar esa copa. No, no puedo cuidar de mi sobrino enfermo. No, no estoy libre para una comida, una entrevista, dar un paseo, ir al cine. Hay que saber decir no tantas veces que al final las invitaciones escasean, el teléfono deja de sonar y hasta lamentas recibir por correo electrónico solo mensajes publicitarios.

Decir no conlleva que te consideren una misántropa, una arrogante, enfermizamente solitaria. Que alces a tu alrededor un muro de rechazo contra el cual se estrellarán todas las ofertas. Eso leía en los ensayos
sobre literatura, desde Roth a Stevenson, pasando por Hemingway, quien lo resumía de manera simple y anodina: «Los mayores enemigos de un escritor son el teléfono y las visitas». Y añadía que, de todos modos, una vez que adquieres la disciplina y la literatura se ha convertido en el centro, el núcleo y el único horizonte de tu vida, la soledad se impone.

Llevo varios meses obligándome a ello, a aplicar las condiciones de mi aislamiento. Por la mañana, cuando los niños ya están en el colegio, subo a mi despacho y no salgo de él hasta bien entrada la tarde. Apago el teléfono, me siento en el escritorio o me tiendo en el sofá. Acabo teniendo frío y, a medida que pasan las horas, me pongo un jersey, luego otro encima y termino enrollada en una manta.

Hoy no es mi día. Llevo sentada varias horas en la silla, y los personajes no me hablan. No se me ocurre nada. Ni una palabra, ni una imagen, ni el inicio de una música que me arrastre para colocar frases en la página. He estado fumando toda la mañana.
Demasiado. He perdido tiempo navegando por internet, me he echado un sueñecito. Nada, no hay forma. Escribí un capítulo y luego lo borré.

Me viene a la mente esa historia que me contó un amigo. No sé si será verdad, pero me gustó mucho. Parece ser que, mientras redactaba Anna Karénina, Tolstói tuvo una profunda crisis de inspiración. Pasó varias semanas sin escribir una sola línea. El editor le había adelantado una suma, considerable para la época, y, preocupado pues no contestaba a sus cartas, decidió tomar un tren e ir a averiguar qué pasaba. Cuando llegó a Yásnaia Poliana, el novelista lo recibió, y, al preguntarle el editor cómo iba con el trabajo, Tolstói respondió: «Anna Karénina se ha ido. Estoy esperando a que regrese».
Nada más lejos de mí que la idea de compararme al genio ruso, ni ninguna de mis novelas a sus obras maestras. Pero esa frase me obsesiona: «Anna Karénina se ha ido».

A mí también me parece que mis personajes a veces huyen de mí, se van a vivir otra vida y regresarán cuando así lo decidan. Se muestran totalmente indiferentes a mi desamparo, a mis súplicas, indiferentes incluso al amor que les tengo. Se han ido y debo esperar a que regresen.
Cuando están aquí, los días pasan sin sentir. Murmuro ideas, escribo lo más rápido que puedo, pues temo que mis manos no sigan el ritmo del hilo de mis pensamientos. Siento pánico de que algo quiebre mi concentración, como un funámbulo que cometiera el error de mirar hacia abajo.

Cuando están aquí, mi vida gira completamente alrededor de esa obsesión, el mundo exterior no
existe. Solo es un decorado por el que camino, como iluminada, al final de una larga y suave jornada de trabajo. Vivo como en un aparte teatral. La reclusión es para mí la condición necesaria para que aparezca la vida. Al apartarme de los ruidos cotidianos, al protegerme de ellos, parece que surgiera por fin otro mundo posible.
Un «érase una vez». En este espacio cerrado, me evado, huyo de la comedia humana, me adentro en la profundidad de las cosas. No me cierro al mundo. Por el contrario, lo siento con más fuerza que nunca.
La escritura es disciplina. Es renunciar a la felicidad, a las alegrías de la vida cotidiana. No intentar curarse ni consolarse, sino cultivar las propias penas, al igual que los investigadores cultivan en el laboratorio las bacterias dentro de frascos de vidrio.

Dejar que se abran las cicatrices, remover los recuerdos, avivar los momentos de vergüenza pasados y los viejos sollozos. Para escribir, debes negarte a los demás, negarles tu presencia, tu cariño, decepcionar a
tus amigos y a tus hijos. En esta disciplina encuentro un motivo de satisfacción, incluso de felicidad, y, a la vez. la causa de mi melancolía. Mi vida está dictada íntegramente por los «debo». Debo callarme. Debo concentrarme. Debo quedarme sentada. Debo resistir a mis deseos. Escribir es encadenarte, pero de esas mismas cadenas nace la posibilidad de una libertad inmensa, vertiginosa.

Recuerdo el instante en que tomé conciencia de ello. Fue en diciembre de 2013, y estaba escribiendo mi primera novela. En el jardín del ogro. En esa época vivía en el Boulevard Rochechouart.
Mi hijo era pequeño, y aprovechaba los momentos en los que él estaba en la guardería para escribir. Sentada ante la mesa del comedor, frente al portátil, pensé: «Ahora puedes decir lo que se te ocurra. Tú, la niña educada que ha aprendido a portarse bien, a contenerse, puedes decir tu verdad. No estás obligada a complacer a nadie. No temas dañar a nadie. Escribe lo que quieras».

En ese inmenso espacio de libertad, cae la máscara social. Puedes ser otra, ya no te define un género, un estamento, una religión o una nacionalidad. Escribir es descubrir la libertad de inventarte a ti misma e inventar el mundo.

Siento aversión por las explicaciones. Quiero dejar las preguntas sin respuesta, pues en esas oquedades, en esos agujeros negros, encuentro la materia que conviene a mi alma. Allí tejo mi tela, invento espacios para la libertad y la mentira, que, a mi entender, son una única y misma cosa. Avanzo por las calles oscuras y voy creando mis propios paisajes. Invento a la gente, a mi familia, dibujo rostros.
Muchos piensan que escribir es transcribir. Hablar de uno mismo es contar lo que uno ha visto, narrar fielmente la realidad de la que ha sido testigo. En cambio, yo querría contar lo que no he visto, algo de lo que no sé nada, pero que sin embargo me obsesiona. Contar los hechos que no presencié, aunque formen parte de mi vida.
Poner palabras al silencio, desafiar la amnesia La literatura no sirve para restituir la realidad, sino para llenar los vacíos, las lagunas. Se exhuma y, a la vez, se crea otra realidad.
Uno no inventa sino que imagina, da cuerpo a una visión, la construye pedazo a pedazo, con fragmentos de recuerdos y de eternas obsesiones.

A menudo me he visto a mí misma como abogada de mis personajes. Como quien no está ahí para juzgar ni para encasillar, sino para contar la historia de cada uno de ellos. Para defender la idea de que incluso los monstruos, incluso los culpables, tienen una historia. Cuando escribo, me obsesiona el deseo de intervenir en la salvación de mis personajes, proteger su dignidad. Para mí, la literatura es la presunción de inocencia. Es incluso la presunción a secas: se presupone que algo tenemos en común que nos une al
resto de la humanidad. Se presupone que ese personaje, surgido de nuestra imaginación, que ha vivido una determinada experiencia jamás vivida por nosotros, sintió entonces, al vivirla, una emoción
que podemos no obstante comprender.

Desde siempre, los otros me inspiran algo más que curiosidad. Un apetito feroz. Un deseo de entrar dentro de ellos, entenderlos, ocupar su lugar durante un minuto, una hora, toda la vida. El destino de los otros me fascina, y duele cuando lo siento cruel o injusto. Jamás pude descansar en el confort frío de la indiferencia:

El transeúnte que pasa por la calle, la panadera que habla en un tono muy alto, el viejecito que camina
lentamente, la niñera que sueña sentada en un banco, todos me emocionan. Cuando escribes, te encariñas con las debilidades, los defectos de los demás. Te das cuenta de que no estamos solos, de
que todos somos iguales.

¿Entonces, para eso sirve el territorio de la noche? Desde la ventana, contemplo las fachadas de los palacios, los barcos amarrados, y, a lo lejos, una luz violeta parpadeante. Si la noche es peligrosa es porque infunde ideas de venganza en los dominados; en los prisioneros, sueños de evasión; en las mujeres oprimidas, escenarios de asesinatos.

Entre las nueve de la noche y las seis de la mañana, soñamos con reinventarnos, ya no sentimos miedo de
traicionar ni de decir la verdad, creemos que nuestros actos no tendrán consecuencias. Uno se imagina que todo le está permitido, que los errores se olvidarán, las faltas serán perdonadas.

La noche, territorio de la reinvención, de los rezos murmurados, de las pasiones eróticas.

La noche, lugar donde las utopías adquieren el perfume de lo posible, donde parece que lo real y lo común ya no nos obligan a nada.

La noche, tierra de sueños donde descubrimos que escondemos en el secreto de nuestro corazón multitud de voces e infinidad de mundos.

Muy pronto tendré que regresar a mi madriguera, ocupar de nuevo mi sitio detrás del escritorio. Volverme tan inmóvil, tan indiferente a los demás, como los objetos que me acompañaron esta noche. Me esperan mis personajes, iré a desenterrarlos de las profundidades, exhumaré algunos secretos.

Daré vida a unos fantasmas. Pues la literatura, al igual que el arte, no entiende el tiempo de la vida cotidiana. Le traen sin cuidado las fronteras entre pasado y presente. Logra que advenga el futuro. Nos traslada a los bosques claros de la infancia. Si se escribe, el pasado no está muerto.

En ocasiones, me digo a mí misma que si no hablase con nadie, si guardara mis pensamientos, estos no adquirirían ese carácter superficial cuando los comparto con los demás. La conversación es la enemiga de los escritores. Uno debería callarse, refugiarse en un silencio obstinado y profundo. Si me limitara a un mutismo absoluto, cultivaría metáforas y vuelos poéticos como flores en invernaderos.
Si me volviera ermitaña, vería cosas que la vida mundana impide ver, oiría ruidos que la cotidianidad y la voz de los demás acaban siempre cubriendo. Cuando se vive en el mundo, me parece que nuestros secretos se airean, nuestros tesoros interiores se debilitan, estropeamos algo que si lo hubiéramos mantenido en secreto habría sido materia de una novela. El exterior actúa sobre nuestros pensamientos al igual que el aire sobre los frescos que Fellini filmó en Roma y que se borran a la vez que reciben la luz. Como si el exceso de atención, de luminosidad, lejos de preservar, provocara la destrucción de nuestra noche interior.

Lo que no decimos nos pertenece para siempre.

Escribir es jugar con el silencio, es confesar, de manera indirecta, unos secretos indecibles en la vida real. La literatura es el arte de la retención. Te retienes, como en los primeros momentos del amor, cuando se te ocurren unas frases anodinas, unas declaraciones apasionadas que te esfuerzas en callar para no estropear la belleza del instante.

La literatura es la erótica del silencio. Lo importante es lo que no se dice.

En realidad, es nuestra época, y no solo el oficio de escritor, la que me lleva a desear la soledad y el sosiego. Me pregunto qué habría pensado Stefan Zweig de esta sociedad obsesionada por la exhibición y la escenificación de la existencia de uno mismo.

En Rabat, teníamos una dama de noche cerca de la puerta de entrada a la casa. En verano, al atardecer, dejábamos la ventana abierta para que hubiera corriente, y mi padre decía: «¿No oléis?
¡Es la dama de noche!». Año tras año. no dejaba de maravillarme.
Basta cerrar los ojos para recordar ese perfume intenso y dulzón.
Mis lágrimas casi brotan. Ahí están mis espectros que regresan. Ahí el olor del terruño de la infancia, desaparecido, engullido.
Me llamo noche. Ese es el significado de mi nombre, Leila. en árabe. Pero dudo de que ello baste para explicar la atracción que sentí desde muy pronto por la vida nocturna.

La dama de noche es el perfume de mis mentiras, mis amores adolescentes, los cigarrillos fumados a escondidas y las fiestas prohibidas. Es el perfume de la libertad. El árbol estaba allí, justo delante de la puerta de hierro que yo empujaba, del modo más silencioso posible, para ir a encontrarme con mis amigos. Salía de casa de noche y regresaba de madrugada, acogida por el mismo
perfume. Potente en la penumbra, evanescente al alba.

Vivo en una isla, no para huir de los otros sino para contemplarlos y satisfacer la pasión que siento por ellos. No sé si escribir me ha salvado la vida. En general, desconfío de ese tipo de formulaciones. Habría sobrevivido sin ser escritora. Pero no estoy segura de que hubiera sido feliz.»

-Slimani Leila

Arte: Walter Roos

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