
Esta carta cuenta el gran amor que tenía Richard Burton a Liz Taylor.
Celigny, Suiza, 2 de Agosto de 1984
«Querida Liz, tu grosero, grueso, gran Dick quiere saber cómo estás, odio mío, mi cara y mi cruz, sombra y luz, mi paloma y mi cuervo, por aquí nada nuevo: el lago opaco, la tapia de lluvia, la ventana ciega, sólo centellea la ágata del recuerdo de tus ojos violeta.
Repta el domingo por la tarde, bebo, las campanas del pueblo doblan a muerto y las hojas del patio corren como ratas de mi delirio.
Déjame escribirte que estoy triste como un perro viejo y que mi soledad es una casa enorme, vacía, inútil como ésta.
La gata amarilla maúlla, ojalá fuera a tu sombra, a tu silueta de diosa antigua, ama de la primavera y de la lluvia.
Sí, puedes enfadarte, te estoy llamando prehistórica, también la gata te añora, araña el molde de tu ausencia, parece que le has dejado tus ojos puestos para que no pueda olvidarte.
Como al viento estos olmos se agarran a sus hojas también yo me agarro a la esperanza de verte.
Si pudieras contestarme que no es demasiado tarde para el marinero borracho que desea volver a su muelle, si sólo pudieras oír mis gemidos buscando el rojo de tu boca…
Aprieto el corazón contra la ventana y mi pulso y el reloj de la lluvia repiten tu nombre y el mío, Liz, Dick, Liz, Dick, Liz.
Eres como la lluvia y su memoria, clara y oscura, el arma y la herida, falsa y hermosa, ardiente y fría.
Te veo a través de mis lágrimas suicidas que tanto te aman, y erguido contra mi destino me da por pensar que te has quedado, que el tiempo no ha pasado, que esto no es la carta de un borracho sino un poema desbaratado, que Berna es Roma, tú Cleopatra y yo Antonio, siempre vuelve aquel tiempo que habitamos como huéspedes del éxito: jets, yates, Monet, diamantes de sesenta y nueve quilates, Cartier, nuestra cama a la deriva por los remolinos del Tíber, las caricias de los celos y los mordiscos del deseo, los seducciones del engaño y el beso de la culpa, cuando nuestro amor era una playa desierta, idílica, hipnótica, pero donde siempre se gestaba la tormenta de alguna pelea.
Y otras veces, Liz, me da por pensar que estás aquí, y me parece que pronto en la almohada lloverá la nube de tu pelo, que ya mismo la seda de tu piel revestirá las sábanas de satén, que como la memoria en olvido deshojarás la rosa de tu placer.
Eres como una rosa y la mirada que la ve, abierta y cerrada, la mejor actriz, Liz, la marea y mi resaca, el camino y esta casa, como esta ventana donde fluyen la lluvia y ahora la luna.
Otras veces como ahora no puedo verte por la ventana, y con la lluvia, se desangra la soledad de los cristales, pero miro con esperanza el correo, el teléfono enroscado, olvido el rugido de aquel monstruoso Mercedes en la noche y el maullido de la gata abandonada, y entonces no creo como ahora que me suicide mañana cuando llegue el alba, cuando mi sed sea una niña perdida en un burdel y me posean todos los demonios de mis personajes desesperados, cuando mi borrachera sea una vieja que desfallece en el andén y me alcance tu recuerdo antes de volver a la memoria, no hay vida sin ti, Liz, eres el hueso y la vena, turbia y clara, el muro y la hiedra, la hierba que besará mi lápida: la vida y la nada.
Cariño, te sueño, hasta la entraña te extraño, el viento sopla en el vacío de tu ausencia, estas tardes de domingo tienen el ceño de un asesino calvo.
Ya no volverá el instante de tiniebla donde galopabas sobre la ola de mi orgasmo, de mi órgano, tu Dick, conmigo en ti te sueño.
Blanca de silencio, negra de insultos cuelga mi garganta de la luna de la culpa.
Sácame el corazón y latirá mi amor, maldita, ni me dijiste adiós, córtame la lengua y apágame los ojos pero podré hablarte y verte, derrámame el cerebro y pensaré en ti, Liz.
Ya termino, como te digo, por aquí no hay nada nuevo, el lago opaco, los ladridos del viento, los maullidos.
Es domingo por la tarde, no, ya es de noche, y bebo, repito, a veces olvido que te he perdido, y esas campanas quizá doblan por mí, Liz, no por mi éxito, o quizá sí, éxito en el sentido de salida, fin, sigue lloviendo sobre esta casa nueva, ruinosa, que parece que no tiene techo, solo el suelo de tu ausencia, llueve sobre mí y sobre estas palabras borrosas, que te nombran, Liz, Liz, Liz,
Tu Dick.»

«Queridísima boba, no puedo vivir sin ti.
Lo eres todo para mí: el aire que respiro, mi sangre, mi mente, mi imaginación…
Tontita mía, mi paloma buchona.
Amo cada gramo que pesas.
Te quiere con locura, tu pichón».
Las cartas de amor, si hay amor, tienen que ser ridículas.
Por lo menos, así lo consideraba Fernando Pessoa.
Y las cartas que Richard Burton le escribió a Elizabeth Taylor y que la actriz tuvo guardadas durante 26 años en su mesilla de noche tienen ese aire de intimidad desbocada y febril que sólo se da cuando estamos enamorados.
Da pudor asomarse a tanto sentimiento desnudado. ¡Cómo se amaban! ¡Con qué ferocidad se quisieron hasta destrozarse!
También escribió Pessoa que, al fin y al cabo, sólo las criaturas que nunca escribieron cartas de amor sí que son ridículas.

Taylor nunca pensó en publicarlas. ¿Por qué lo hizo? No por dinero.
A sus 78 años, ni le faltaba ni le motivaba. Y no era tan narcisista como para airear sus intimidades. Siempre se cerró en banda cuando se aproximaron a ella para escribir su biografía.
Y esas cartas eran su tesoro más precioso.
Las releyó durante décadas. Noche tras noche. Fueron recuerdos que la alimentaron durante su vejez y sus enfermedades.
Si Taylor dio su bendición fue por otra razón: demostrar cuánto se querían, a pesar de las broncas, la decadencia, el alcohol, los divorcios… Porque fue el romance del siglo. Esas cartas son una reivindicación del amor.
«Estuvimos enamorados veinte años. Desde el día en que nos conocimos. Sigo enamorada de Richard. Si viviera, estaríamos casados, pero no tuvimos suficiente tiempo. Nos faltó vida para vivirla juntos», explicaba Taylor.

«Encuentro muy difícil permitir que mi vida entera dependa de la existencia de otra criatura. Encuentro igualmente difícil, a causa de mi arrogancia innata, creer en la idea del amor. No existe tal cosa, me digo a mí mismo. Hay lujuria, por supuesto, y el afán de usar a otra persona y de dejarte usar, y celos, y deseo, y poder, pero no existe la idiotez del amor. ¿Quién se ha inventado ese concepto? Me rompo la cabeza y no lo entiendo.»
Burton era duro de pelar. El duodécimo hijo de un minero galés, que se ganó una beca para estudiar en Oxford y se labró su prestigio interpretando a Shakespeare, tenía los prejuicios de un intelectual hacia el amor.
Era un ser atormentado que aborrecía a su padre (ni siquiera fue a su entierro), que tenía el hígado macerado en ginebra, con una sexualidad compulsiva. Decían sus compañeras de reparto que se hubiera tirado hasta a un mapache. Por eso resulta tan conmovedor que cayese con todo el equipo cuando se cruzaron en su vida los ojos lapislázuli de Liz Taylor.
Fue durante el rodaje de Cleopatra, en 1961.
Taylor recuerda que Burton entró en el set, saludó al director y a los técnicos, se acercó a ella y le soltó: «Nadie me había dicho que eras una monada». A la actriz se le cayó el mito. «Vaya con el intelectual, tan inteligente y me viene con esa vulgaridad. No me lo podía creer. Estaba deseando contárselo a las chicas. Nos reímos mucho. ¡Richard era una leyenda! Un actor de verdad, no una estrella de Hollywood. Alguien que se sabía todo el guión antes de empezar a rodar, sus diálogos y los de todo el reparto. A mí me imponía mucho. Pero al día siguiente llegó al estudio tambaleándose. No he visto a nadie tan borracho. Temblaba de pies a cabeza y tenía la cara llena de babas. Pidió un café, pero era incapaz de sostenerlo. Tuve que dárselo yo. Lo vi tan vulnerable, tan humano… me enamoré como una cría».

Taylor tenía 29 años, tres hijos e iba por su cuarto matrimonio.
Burton, también casado, tenía 36 y era padre de dos hijos. Fue un escándalo.
El Vaticano y el Congreso de EE.UU. condenaron el adulterio. «En Roma había gente que escupía en la acera cuando se cruzaba conmigo por la calle. Incluso hubo periódicos que pedían que me retirasen la custodia de mis hijos», rememora Taylor.
Pero la relación continuó durante tres años, hasta que ambos se divorciaron de sus respectivos cónyuges y decidieron casarse.
Antes, sin embargo, habían intentado salvar sus matrimonios. «Cuando nos dimos cuenta de que estábamos dañando a demasiadas personas, cortamos. Pero el sentimiento de pérdida para mis hijos fue abrumador y tan lacerante como el mío, en especial el de María, la niña que adopté en Alemania y que había necesitado varias operaciones y años de rehabilitación para caminar. ¡Se llevaban tan bien! Cuando jugaba con ellos, se convertía en un crío. Tenía un humor salvaje. Les expliqué que Richard tenía dos hijas pequeñas y su obligación era quererlas. Pero mis hijos no entendían que no pudiese quererlos a ellos también».
Para Burton, fue igualmente dramático.
«Si me dejas, tendré que matarme. No hay vida sin ti», sentenció.
La boda se celebró sólo nueve días después de que Taylor firmase su divorcio. «¡Qué alivio dejar de ser yo, Elizabeth Taylor, y convertirme en la señora Burton! Ahora respiro tranquila. Ya no voy directa al desastre. Es la primera vez que no tengo miedo de mí misma», dijo.
Sin embargo, la vida en pareja fue un choque de trenes.
«Sabes bien lo mucho que te quiero. Y también sabes lo mal que te trato. Pero, en esencia, lo más retorcido, sucio, cruel y persistente de nuestra relación es que se fundamenta en los malentendidos. Ni tú me entiendes ni yo a ti», reconoció Burton.
Taylor tampoco era una mujer fácil. «Soy perversa con los hombres, me gusta sacarlos de sus casillas».

«No soy una gran belleza, al estilo de Ava Gardner. Soy guapilla. Y no tengo complejos, aunque soy paticorta, tengo los brazos gordos, papada, pies grandes, manos grandes y estoy gordita. Lo mejor es mi pelo, aunque se haya vuelto gris. Si quieres ser una reina del sexo, tienes que desnudarte. Jamás he hecho nada abiertamente sexy en una película. Si mi marido piensa que soy sexy, eso me basta»
«Quizá Richard y yo, juntos, somos un sex symbol porque sugerimos amor. Al principio, amor ilícito. Nuestra sociedad sigue considerando el amor ilícito más atractivo que el matrimonio. Pero también hay una sugerencia de sexo salvaje. Pero lo que yo encuentro sexy en un hombre es la calidez. Richard tiene un toque de la jungla. No es la manera en que se peina ni la ropa que se pone. Ni que tenga musculitos… Pero cuando Richard y yo nos miramos, es como si nuestros ojos tuviesen dedos y se tocasen».
-Liz Taylor
«Eres la mejor actriz del mundo. Y tu talento, combinado con tu extraordinaria belleza, te hace única. Cuando quieres ser divertida, eres tronchante. Cuando te pones trágica, eres la más trágica. A tu lado, Greta Garbo y Sarah Bernhardt me hacen reír»
«Funcionamos en diferentes longitudes de onda. Tú eres tan distante como Venus, me refiero al planeta. Y yo soy sordo como una tapia a la música de las esferas»
-Richard Burton
«Me siento castigado por los dioses porque me regalaron el fuego.
Y yo me he empeñado en apagarlo.
El fuego, por supuesto, eres tú», escribió el actor, desesperado durante la separación.
La pareja se volvió a casar en 1975.
«Cariño mío, ¿qué te parece? Ya eres mi esposo otra vez. Y tengo noticias para ti. No habrá más bodas ni divorcios. Seré tuya para siempre», profetizó Taylor.
Pero los buenos deseos duraron un año. El segundo divorcio fue definitivo. Y el derrame cerebral que acabó con la vida del actor en 1984 frustró una nueva reconciliación.
Burton le escribió la última carta pocos días antes de morir en Suiza, pero Taylor la recibió en su casa de Los Ángeles después de volver del funeral.
Elizabeth Taylor amó y fue amada.
Y sólo se pierde lo que nunca se tuvo.
-Tomado de «Furious love: Elizabeth Taylor, Richard Burton and the marriage of the century»
