
Edward Hopper era el pintor de la soledad y la eterna espera.
Abundan en sus obras personajes femeninos envueltos en el misterio, rostros pausados aguardando algo que nunca llega.
Tras esas pinceladas se esconde un universo psicológico que vale la pena descubrir.

En los cuadros de Edward Hopper, el tiempo no pasa.
Parece detenido, condensado en una eterna espera donde los rostros femeninos aguardan pacientes, envueltos en un aire enigmático.
Figuras quietas y expectantes en habitaciones de hotel, en bares, estaciones.
La soledad y el misterio atrapa en todas sus pinturas gracias a esas escenas, a esos colores y atmósfera inquietante.
El arte y la psicología siempre han ido de la mano y las obras de Hopper no son ajenas tampoco a esta relación.
Adivinamos en ellas algo más que el ejemplo más llamativo del estilo modernista del retrato americano.
En sus pinceladas se esconden enigmas y relatos ocultos; los mismos que llevaron a Alfred Hitchcock a escenificar en sus películas varios de sus cuadros.
Un ejemplo de ello fue la célebre casa de Psicosis, copiada al detalle del cuadro de Hopper House by the Railroad.
Si observamos algunas de las pinturas más célebres de Edward Hopper nos daremos cuenta, por ejemplo, de que las mesas casi siempre aparecen vacías.
No importa que los protagonistas estén en una cafetería o restaurante: nunca aparece comida.
La historiadora de arte Judith A. Barter explica que el pintor y su esposa, también artista, siempre comían de lata y que, sin ser pobres, eligieron un estilo de vida tan austero como asfixiante.
El mismo que se percibe en los cuadros.
Hopper visualizó también en sus lienzos el papel cambiante de la mujer en la sociedad americana de principios del siglo XX.
Esas figuras femeninas aparecían ya en sus oficinas, tomándose algo al final de la jornada en una cafetería, acudiendo al trabajo en tren.
Sin embargo, en todos esos cuadros queda impregnada en forma de pátina la propia soledad.
Una soledad seductora, pero palpable e insondable al fin y al cabo.
Reflejo sin duda de una sociedad que intentaba avanzar a duras penas.
Edward Hopper fue el artista que mejor evocó la soledad urbana y también la decepción de las personas.

Edward Hopper y la psicología inscrita detrás de sus pinturas
Hopper fue un artista estadounidense del período modernista especializado en lo que se conoce como realismo americano.
Su trabajo coincidió con el auge en Europa del psicoanálisis.
Sus biógrafos, como la historiadora Gail Levin, nos explica en su obra Edward Hopper: «An Intimate Biography», que él mismo sabía que su mente estaba algo distorsionada, pero era ese desequilibrio interno el impulso que guiaba su mano cuando pintaba.
Le gustaba transmitir en sus obras la esencia de la soledad contenida en interiores (bares, estaciones, trenes y apartamentos).
Un ejemplo excepcional de ello es «Morning Sun», ahí donde el espectador adquiere, casi sin quererlo, la perspectiva de un voyeur, atendiendo a esa mujer que sentada con un camisón rosado sobre una cama en su habitación atiende la vista del amanecer ante su ventana.
Edward Hopper, al igual que Raymond Chandler, nos describieron a la perfección la esencia de aquellos años 30 y 40 en Estados Unidos.
La urbanización, una sociedad intentando despertar tras una recesión económica, la diferencia de clases y esa marcada soledad que parece ir siempre de la mano junto al progreso.
Todas esas dimensiones quedaban a menudo impresas en rostros y figuras femeninas.
Mujeres que parecían sumergidas en la antesala de una espera eterna.
Pensando quizá en las ilusiones frustradas, en sueños que no llegan, en personas que se quedaron atrás…
El misterio de las mujeres en los cuadros de Edward Hopper

Hay un detalle que todo buen aficionado obras de Hopper habrá visto en alguna ocasión.
¿Quiénes son esas mujeres que aparecen en sus cuadros?
La respuesta es tan interesante como reveladora.
Todos esos y cada uno de esos rostros eran un solo: el de su propia esposa, la pintora Josephine Nivison.
Jo Nivison tenía más fama y renombre que el propio Edward Hopper.
Había sido una mujer de éxito; una pintora admirada que había expuesto junto a otros referentes como Modigliani y Pablo Picasso.
Ahora bien, cuando se casó con su compañero de profesión, se centró solo en él.
Juntos establecieron una relación dependiente y tóxica, pero increíblemente productiva para Hopper.
Vivían en el último piso de Washington Square, en Nueva York.
No tenían lujos y tampoco los querían.
Lo único que les interesaba era esa habitación con increíbles vistas y excepcionalmente luminosa.
Apenas salían de esas cuatro paredes, él pintaba, ella le hacía sugerencias, llevaba la contabilidad y organizaba los contactos con agentes y galerías de arte.
Tal y como aparece en los propios diarios de Joe Nivison sucedieron episodios de maltrato.
Además, Hopper, se ocupó de despreciarla como artista de forma constante para que no continuara con su carrera.
La quería solo para él y ella también lo quería solo para sí.
Ambos crearon una atmósfera asfixiante a la vez que extraña, la cual quedó contenida también en varios lienzos y dibujos.
Hopper citó una vez: «En general, se puede decir que el arte de una nación es más grande cuando refleja mejor el carácter de su gente», y se atuvo a su trabajo en torno a las siguientes palabras.
Sus paisajes y paisajes urbanos grabaron la vida y obra de la sociedad ordinaria.
Retrataron la actualidad de los seres humanos, los silencios abrumadores en las actividades más fundamentales de la vida.
Algunas de sus obras más conocidas contienen pinturas al óleo, pero también fue prolíficamente competente como acuarelista y grabador.
Tuvo una infancia cómoda, con sus padres apoyando su carrera artística. Edward había sido un buen estudiante desde la escuela primaria, y demostró un inmenso talento en el dibujo desde la edad de cinco años, donde sus bocetos incluyen dibujos al carboncillo de formas geométricas como una taza, un jarrón, un cuenco, etc.
Durante los años 1900-1906, se matriculó en la Escuela de Arte de Nueva York, donde experimentó con sus obras, desde ilustraciones hasta bellas artes.
Hopper detestaba las ilustraciones, pero finalmente se vio limitado por ellas hasta mediados de la década de 1920 debido a necesidades monetarias.
A menudo, la gente cita que Edward Hopper se inclinó notablemente hacia los escritos de Ralph Waldo Emerson.
Cuando era niño y estudiante universitario, solía leer sus palabras una y otra vez.
En sus últimos años, admitió que sus palabras lo ayudaron a encontrar un camino hacia su arte.
Después de graduarse, entre 1906 y 1910, Edward viajó internacionalmente tres veces, lo que generó un impacto increíble en su carrera artística.
Los tres viajes que realizó tuvieron como destino Europa, concretamente París.
La ciudad, su historia, tradiciones, cultura, arte, arquitectura y luces se consideran parámetros determinantes para su crecimiento, tanto como individuo como como artista.
Durante su gira en 1906, París fue considerada el centro artístico del mundo occidental, y ninguna otra ciudad fue tan persuasiva como la capital francesa para el surgimiento del arte moderno.
Durante el mismo período, Pablo Picasso se convirtió en uno de los artistas más integrales al cofundar el movimiento cubista.
Es posible que Hopper no supiera sobre el movimiento artístico en París, pero ciertamente conoció a impresionistas como Van Gogh y Monet.
Sus excursiones a París lo llevaron a generar un arte que partía de la naturaleza y manifestaba sus particulares atractivos.
La luz y la arquitectura en las pinturas abarcan más dramatismo y giran en torno a un tema específico. Devolvió el cuadro con una paleta brumosa poco después porque, según él, era más cómodo y satisfactorio.
A lo largo de su vida universitaria, las giras y su carrera posterior, Hopper permaneció fascinado con el arte realista, y por lo tanto, compuso escenas de cafés y calles con una arquitectura atractiva.
Tras regresar de París en 1910, Hopper alquiló un estudio en la ciudad de Nueva York, para definir el arte como su costumbre.
Luchó para abrirse camino durante casi una década, donde el reconocimiento y el arte no le resultaron fáciles.
Durante la primera década de 1920, Hopper tuvo que comenzar de nuevo con la ilustración para financiarse.
Según sus compañeros amigos e ilustradores, Edward no podía decidir qué poner en un lienzo, y a veces, el estado emocional continuaba durante meses antes de que pudiera levantar la mano para sostener el pincel nuevamente.
Para 1923, Hopper produjo la mayoría de sus obras en aguafuerte que recibieron cierto reconocimiento público.
Incluyeron escenas urbanas tanto de Nueva York como de París y tuvieron un impacto terrible en sus próximas obras de arte.
En general, la elección de su fondo, los colores y los lugares de alguna manera siempre se sintió impulsiva.
La gente dice que el artista estaba encerrado en una batalla constante con un aburrimiento crónico, que eventualmente usó como un impulso para pintar.
A través de las décadas que Edward Hopper siguió pintando, la escena artística evolucionó, siendo la abstracta la más influyente, pero nunca desembarcó de su conocimiento íntimo.
No manipuló sus intuiciones internas o su visión.
Pintó el sentimiento más familiar para los humanos; nuestra profunda conexión con esta existencia y la reclusión del yo.
Hasta su fallecimiento en 1967, Edward ganó un atractivo dominante y declaró sus talentos artísticos para convertirse en un destacado artista realista estadounidense.
La reivindicación de lo común
Hopper tenia una fijación con las viviendas de sus vecinos en Gloucester y South Truro: Haskell’s House (1924), Gloucester Houses (1923-24), Burly Cobb’s House (1930-33) o Cape Cod Sunset (1934), mientras sus colegas de profesión se dirigían al lago en busca de la belleza extraordinaria del paisaje.
Durante su primera etapa como artista, la arquitectura de la vida cotidiana era una inspiración más que suficiente y merecedora de ser inmortalizada, documentando sus paseos rutinarios por la ciudad.
Una Nueva York propia
Con el paso de los años y su traslado a Nueva York, el artista comienza a representar una versión de la metrópoli estadounidense más cercana a una ensoñación propia que a un retrato fiel de la vida urbana en ese momento.
Nueva York a través de los ojos de Hopper es silenciosa, acogedora y vacía.
Apenas hay figuras humanas en sus paisajes urbanos y, si las hay, no los protagonizan.
Era tal vez la versión neoyorquina que el pintor prefería y valoraba, alejada de la maquinaria, el ruido y el tráfico, sin ambición política ni impronta de crítica social.
Un retrato que busca desesperadamente la intimidad en una ciudad que siempre se encuentra en movimiento, en plena transformación, en estado de agitación.
Hopper en la contemporaneidad
La popularidad incuestionable de las icónicas escenas de Hopper en la cultura pop es un argumento más a favor de la trascendencia contemporánea de su obra.
Además de haber sido parodiada y versionada innumerables veces (por ejemplo la interpretación de Nighthawk por parte de los Simpson), también es masivamente compartida y apreciada en redes sociales al día de hoy.
Hay algo en sus atmósferas, en los rostros de las figuras o en sus paisajes urbanos que conecta especialmente con nosotros un siglo después.


La soledad: ¿imposición dolorosa u oportunidad de disfrute?
Lo que para unos es aislamiento, otros lo califican con optimismo como independencia.
Este debate es de sorprendente relevancia en el momento presente, cuando todo tipo de personalidades en redes nos invitan a hacer planes solos y a no depender de la compañía para gozar del ocio.
Lo que para unos es soledad o aislamiento, otros lo califican con optimismo como independencia y empoderamiento.
Tal vez sea interesante reflexionar no tanto sobre la intención con la que se pintó el cuadro, que desconocemos, sino sobre los sentimientos y las sensaciones que nosotros proyectamos en ellos.
¿A qué nos sabría esa taza de café?
¿Sería más reconfortante si acompañase a la conversación con otra persona?
O al revés, ¿es una excusa ideal para hacer una pausa en solitario, pensando en nuestros propios asuntos con cada sorbo?

Otro de los temas abordados en el documental es el análisis de la pintura, ya que ésta se presta a muchas hipótesis de carácter subjetivo y personal.
La expresividad ambigua de los personajes retratados por Hopper no permite al observador saber con seguridad si están disfrutando de “un instante solitario de silencio y paz” o si, por el contrario, están sufriendo una alienación física y psicológica que les impide integrarse de forma eficaz en sociedad.
Hay estudios que defienden vehementemente que la joven de Automat (1927) no está esperando con pesar a alguien que no llega (la interpretación más popular), sino que está más que satisfecha con su propia compañía y saborea tranquilamente su café, en un momento de introspección.
El pintor de los umbrales
El filósofo Alain de Botton dijo una vez que Edward Hopper era el pintor de los umbrales.
Se especializó sin saberlo en ese arte donde los personajes quedan contenidos en escenarios de tránsito: una estación, un bar, una gasolinera, la habitación de un hotel, una oficina.
Son escenarios urbanos donde las personas quedan diluidas en la espera, en esa mirada introspectiva que anhela quizá algo que ya no va a volver.
Él mismo era un amante de la soledad, de ese retiro voluntario construido junto a su esposa, donde ella le servía de puente con el mundo exterior.
Joe Nivinson era la que cruzaba los umbrales para hablar con la prensa, ella la que concertaba ventas o exposiciones y ella la que le sirvió de musa durante toda su vida.
La riqueza narrativa y ambigua de las pinturas de Hopper es ya atemporal.
Siempre atrae, siempre inquieta.
La arquitectura, los rascacielos, los salones de hotel, esas mujeres y su ropa, esos hombres de espalda y hasta las mesas vacías, configuran un estado de ánimo muy concreto que siempre perdura y atrae: …el de la soledad y la eterna espera.
