Giuseppe Tomasi di Lampedusa (1896-1957).

«Las cartas fueron nuestro hogar común.

En ellas, el norte y el sur dialogaban sin ofenderse, sin imponerse»

Giuseppe Tomasi di Lampedusa, autor de «El Gatopardo», y Alessandra Wolff von Stomersee, baronesa báltica y psicoanalista, se casaron en 1932.

Él era un noble siciliano y ella era una psicoanalista de origen germánico-báltico.

Su correspondencia, publicada en un libro llamado «Un matrimonio epistolar», revela aspectos de su relación y la influencia de su vida en la escritura de Lampedusa.

Si el XI príncipe de Lampedusa y XII duque de Palma di Montechiaro fue un gran personaje, su mujer, la baronesa Alessandra Wolff von Stomersee, llamada Licy, de nacionalidad letona y origen germánico, no le iba a la zaga e incluso puede que lo superara en extravagancia.

Se habían conocido en Londres, en 1925, cuando ella aún estaba unida a su primer marido, y se casaron por sorpresa siete años después.

Poco antes había empezado una correspondencia, formada por cerca de doscientas cartas escritas en francés, que abarca más de dos décadas.

Admiradora de Freud y psicoanalista de profesión, la aristócrata tenía un mundo propio y profundamente religado a sus raíces.

Dado el apego de ambos a las respectivas casas solariegas, de las que no podían vivir separados por mucho tiempo, la suya fue durante esos años una relación en buena medida a distancia, basada menos en la atracción física que en la complicidad intelectual.

Muy unido a su madre, que previsiblemente no había visto con buenos ojos el matrimonio, Giuseppe no se planteaba dejar el Palazzo Lampedusa, en gran parte arrendado, hasta que quedó casi destruido por los bombardeos aliados.

Y Licy, que al contrario que su marido tenía un carácter fuerte y más bien autoritario, tampoco se mostraba dispuesta a abandonar su castillo de Stomersee, cerca de Riga.

De hecho no lo hizo hasta que no tuvo más remedio, cuando se vio obligada por la segunda ocupación soviética de las naciones bálticas.

La bien urdida reconstrucción de Cardona bebe directamente de esa correspondencia para trazar un retrato conjunto que no carece, como apuntó Manganelli, de gracia maliciosa, lo que parece inevitable si atendemos a la personalidad de los cónyuges –el noble siciliano, “culto, negligente, sentimental, goloso, políglota y aficionado a los perros”, y la distinguida dama, “una especie de reina boreal” que rebaja a su marido a la condición de secundario– y al propio contenido de las cartas, caracterizadas por una “afectuosa inanidad” que constituye su mayor encanto.

Es el fondo banal del epistolario, pródigo en informes triviales, lo que le da sustancia a una evocación en la que aparecen pocas expresiones no convencionales de cariño, aunque sin duda los esposos se querían a su modo.

No es todavía el escritor, pues aún no se había aplicado a serlo, quien comparece en un itinerario que sin embargo, hacia el final, revela algo de su prehistoria.

Fue por un creciente sentimiento de melancolía, derivado de la pérdida del patrimonio de la familia y de la sensación de una vida malgastada, por lo que Lampedusa se consagró a la tarea para encontrar lo que Gilmour llama el “consuelo de la literatura”.

Como último descendiente de su linaje, un verdadero fin de raza, estaba acaso predestinado y lograría al cabo que su nombre, el de la pequeña y antigua isla mediterránea, se vinculara para siempre al ocaso de la vieja nobleza.

I: La voz del sur — Giuseppe Tomasi di Lampedusa

«En esta casa donde las cortinas tiemblan como hojas detenidas en su caída, he aprendido a convivir con la lentitud del tiempo. El reloj no mide horas, mide ecos. Y entre esos ecos, el más persistente es el de las cartas que cruzan Europa para traerme, con una cadencia constante, la voz escrita de mi esposa.

Nuestro matrimonio, si es que puede llamarse así con términos comunes, se desarrolló fuera del espacio y más allá de la convención. Fuimos, Alessandra y yo, dos islas separadas por un mar de hábitos y geografías, pero unidas por una lengua íntima: la epístola. El mundo moderno, tan ansioso por la presencia física, nunca habría comprendido el sentido de esta unión que se sostuvo sin la necesidad de lo diario, sin la fatiga de lo doméstico.

Lo que me unía a ella no era la costumbre, sino la claridad de una afinidad profunda, intelectual, espiritual. Cada carta suya era como una rendija en el muro del presente por donde se colaba el aire de una conversación eterna, de esas que no comienzan ni terminan. Y al escribirle, yo mismo me escuchaba con una nitidez que la vida ordinaria no permite. Era un espejo en el que, paradójicamente, no me veía reflejado, sino revelado.

Las cartas fueron nuestro hogar común. En ellas, el norte y el sur dialogaban sin ofenderse, sin imponerse. La fría lucidez de su pensamiento acariciaba mi melancolía barroca como el mármol de una escultura suaviza la sombra.»

II: La voz del norte — Alessandra Wolff von Stomersee

«Giuseppe nunca necesitó de mi presencia constante, y eso fue, desde el principio, una forma de amor que respeté. Él no era un hombre de la necesidad, sino de la contemplación. Yo tampoco buscaba abrigo, sino espacio: espacio para pensar, para escribir, para mantener con él una relación que no se desgastara en la repetición.

Nos escribíamos desde la verdad, con un lenguaje hecho de respeto, ironía fina y una ternura que no exigía demostraciones.

Nuestro matrimonio fue una obra intelectual antes que una alianza afectiva. Lo digo sin cinismo: lo que compartimos fue una forma superior de intimidad, aquella que no se agota en lo físico ni se reduce a la convivencia. Nos conocimos más en nuestras ausencias que muchos en su roce diario. Porque, ¿qué es el conocimiento del otro sino la forma en que su palabra nos transforma?

En nuestras cartas no fingíamos. No necesitábamos adornos ni estrategias. Nos escribíamos desde la verdad, con un lenguaje hecho de respeto, ironía fina y una ternura que no exigía demostraciones. Su Sicilia se me hizo familiar no por haberla pisado, sino por haberla leído en sus líneas, como un poema largo que uno termina por amar.

En este matrimonio sin gestos pero lleno de símbolos, la distancia no fue un obstáculo: fue el marco de nuestra unión. Como el marco de un cuadro que no encierra, sino que da forma.»

III: Lo que permanece

«Quizás nuestra época no estaba preparada para comprender que un vínculo pueda florecer en la distancia, crecer con el pensamiento y sostenerse con tinta. Pero fuimos felices a nuestro modo, y eso basta. No fuimos un modelo, ni una excepción. Fuimos simplemente dos que eligieron escribir, en vez de hablar, para no decir nunca lo que no debía decirse. Para dejar que la palabra reposara, como un vino oscuro, antes de ser servida.

Y así, cuando el mundo se desmoronaba a nuestro alrededor —aristocracias, imperios, certezas—, nosotros construíamos, carta a carta, una pequeña morada indestructible. Hecha no de piedra ni de promesas, sino de comprensión. Y en ella seguimos, incluso ahora.»

-Via: Caterina Cardona

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