«Me pica la lengua.
Como sarro, las palabras se me acumulan entre los dientes.


Algo se pudre en mis encías.
Quizás el deseo.
Quizás el miedo.
Me pica la lengua y de mi boca no sale nada.
Quizás mis cuerdas vocales se rompieron, cansadas de tanto gritar y no ser escuchadas.
Quizás mis mejillas, cansadas de tanto sonreír, simplemente ya no quieren hacerlo.
Me pica la lengua y mis encías sangran.
Rechino los dientes, muerdo el interior de mis cachetes, pero por más que lo intento, de mi boca no sale nada.

Solo silencio.

Las mujeres hablamos un lenguaje maldito que nadie más comprende.
Es un lenguaje que antecede al lenguaje mismo: el lenguaje del cuerpo.
Desde niñas aprendemos a distinguir entre una caricia inofensiva y unos dedos peligrosos.
Nos obligamos a memorizar las huellas dactilares de cada mirada: una que nos comprende, otra que grita hartazgo, otra que pide ayuda.

Nacemos hablando este idioma heredado, que nuestras madres también aprendieron, así nuestras abuelas y así sus propias madres.

Es un campo de comunicación que nos corre por la sangre.

Para este lenguaje, el cuerpo es el primer campo de batalla.
Un cuerpo acostumbrado a la violencia, al silencio y al dolor, aprende a comunicarse para sobrevivir, para reconocer su existencia no con palabras, sino con gestos.

Heredamos una lengua hecha de advertencias.
Nos enseñan a hablar sin hacer ruido, a sonreír cuando duele, a decir “no” con los ojos porque con la boca sería peligroso.

Nacemos traduciendo el mundo de los hombres, intentando no tropezar con sus significados porque hacerlo podría costarnos la vida.

Ahí habita la contradicción: existimos a través del lenguaje del cuerpo, y sin embargo ese mismo contenedor parece no pertenecernos.
El cuerpo femenino es un diccionario que nadie enseña a leer, pero que todos creen entender.
Nos traducen, nos interpretan, nos corrigen.
Así, entre líneas, aprendemos que el cuerpo solo es un campo de violencia, tanto para recibirla como para defenderse.

He ahí el cansancio.
En este lenguaje maldito es imposible bajar la guardia, pues hacerlo es sinónimo de muerte, de sacrificio.
Entonces, en un aquelarre invisible, las mujeres decodificamos estos signos y nos volvemos cómplices mutuas: en el metro, en la calle, en el baño.
Cuando una desconocida, en un bar, simplemente nos observa, la nombramos nuestra amiga.
Cuando una mujer se sienta a nuestro lado en el bus, le devolvemos la sonrisa.
Cuando una chica llora en un baño, le acomodamos el maquillaje; bailamos con ella.
Porque este lenguaje nos llama y nos dice: ella eres tú.

De esa complicidad nace la resistencia.
Cada gesto, cada mirada, cada sonrisa compartida es un acto de sobrevivencia, una forma de reivindicar nuestro cuerpo y nuestra voz.
De pronto, esta lengua heredada deja de ser maldición y se transforma en un canal de comunicación.

En una sociedad que domestica nuestra forma de hablar, que decide qué podemos decir o callar, el cuerpo se convierte en un canal de expresión.
En palabras de Hélène Cixous “censurar el cuerpo es censurar el aliento y la palabra al mismo tiempo.”
Nos enseñaron a callar el cuerpo y, con él, el deseo, la rabia, el grito.
Cada gesto contenido es una sílaba amputada.
Nos arrancaron el aliento y nos dejaron un idioma de jadeos, de silencios compartidos, de sonrisas forzadas.

Nuestro cuerpo aprendió a hablar porque necesitaba ser escuchado, y así nació esta lengua que nos atraviesa y nos pertenece.
En un mundo que aún quiere callarnos, esta voz se hace imprescindible.

Por eso hay que escribir con el cuerpo: con la leche materna, el placer, la sangre menstrual, la herida, la rabia, el deseo.
Porque hacerlo es reconocer que nuestro cuerpo nunca estuvo maldito.
Es darle voz a las palabras estancadas entre las encías, es cambiar la narrativa de lo que significa e implica ser mujer.

Cada palabra que ponemos en el mundo es un eco de quienes vinieron antes, un puente entre cuerpos que hablaron y cuerpos que aún callan.
Escribir con el cuerpo es recuperar lo que siempre nos perteneció: la voz, el deseo, la memoria de todas nosotras.
Esta lengua maldita es, en realidad, nuestro canto más antiguo y más verdadero.»

-Blanca Quiñónez

Deja un comentario