Antes de que las luces del escenario lo coronaran como uno de los mejores guitarristas de todos los tiempos, hubo un niño curioso en las afueras de Londres.

Un niño llamado Brian Harold May, que miraba el cielo con la misma fascinación con la que escuchaba una melodía.
Twickenham, 1947.
En una casa modesta, Brian crecía entre cuadernos, herramientas y una sensibilidad que parecía dividirse en dos mundos.
Primero llegó la música: el piano, los ejercicios, las primeras notas inseguras.
Pero lo que realmente cambió su vida fue la guitarra que construyó junto a su padre.
Una guitarra hecha a mano, nacida del ingenio doméstico.
La misma que lo acompañaría en todos los escenarios del mundo.
Sin embargo, Brian no era solo un músico en potencia.
También era un joven que levantaba la mirada hacia el cosmos.
En 1965 ingresó al Imperial College de Londres para estudiar física y astronomía.
Se graduó con honores tres años después, justo cuando su destino lo empujaba a una elección imposible:
continuar su tesis doctoral en astronomía infrarroja o lanzarse a la aventura de Queen.
Él mismo lo resumió con una honestidad desarmante:
“Mi elección se hizo partiendo de la base de que no era muy bueno en física, pero que podría ser bastante bueno en música”.
Y tenía razón.
El mundo entero terminó agradeciendo aquella decisión.
Durante décadas, Brian May se convirtió en un símbolo del rock: un guitarrista capaz de transformar cada concierto en un estallido de alma y electricidad.
Pero la historia no terminó ahí.
Porque la ciencia, paciente como siempre, esperó su regreso.
En agosto de 2007, a los 60 años, Brian volvió a las aulas con la misma ilusión de cuando era joven.
Retomó su investigación, reconstruyó su trabajo y finalmente obtuvo un doctorado en Astrofísica.
Su tesis, dedicada al análisis de las velocidades radiales de la nube zodiacal, documentaba la creación de un espectrómetro Fabry-Perot y ofrecía una descripción precisa de la luz que respira en el cielo nocturno.
Y aún había más caminos por recorrer.
En 2015 se unió a la misión New Horizons, la sonda de la NASA que viajó hasta los confines del sistema solar para observar Plutón y Caronte.
Inspirado por ese viaje imposible, Brian compuso una canción con el mismo nombre del proyecto, un homenaje musical al punto más lejano alcanzado por una creación humana.
Él mismo lo dijo con emoción:
“Para mí representa el deseo constante del hombre de comprender el universo en el que vivimos”.
Y es precisamente eso lo que hace que su historia sea tan luminosa.
Brian May no eligió entre dos vidas.
Las unió.
Demostró que alguien puede tocar el cielo con una guitarra y al mismo tiempo estudiarlo con la paciencia de un científico.
Porque algunas personas nacen para recordarnos que el universo no solo se observa,
también se escucha.

Deja un comentario