“Sé que la mayor parte de la alegría de mi vida me la ha dado mi violín”.

Albert Einstein no solo revolucionó la física: también encontró en la música un refugio íntimo, una segunda patria emocional. Si alguna vez hubiera dejado las ecuaciones, estaba convencido de que habría terminado como músico. Y no cualquiera: vivía enamorado de Mozart y Bach, esos compositores que, según él, expresaban la estructura del universo mejor que cualquier fórmula.

No existen grabaciones auténticas que prueben su nivel real, y eso ha convertido su talento musical en un pequeño mito. Algunos decían que tocaba con el corazón… pero no siempre con el ritmo correcto.

La anécdota más famosa nació en un cuarteto de cuerda en el que Einstein, perdido entre compases, volvió a entrar tarde. El virtuoso Fritz Kreisler, sin poder evitar la risa, le preguntó:

—Profesor… ¿no sabe contar?

Einstein se sonrojó, pero no se ofendió. Para él, la música no era una exhibición: era una necesidad. Muchos otros aseguraban que no era tan malo como decían, que su interpretación de Mozart junto al pianista Robert Casadesus tenía más alma que técnica.

Lo que sí está claro es que la música lo acompañó siempre. Tanto así que el compositor Bohuslav Martinů le dedicó las Cinco Estrofas de Madrigal, un gesto reservado para quienes inspiran más allá de las notas.

Einstein pensaba que la física y la música hablaban el mismo idioma: orden, belleza, armonía.
Quizá por eso, cada vez que afinaba su violín, también afinaba un poco el universo.

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