.cartas a la Europa Interior-1-Joyce

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«Los besos de las cartas
nunca llegan a su destino,
se los beben los fantasmas
del camino.»
Franz Kafka
James Joyce
Ciudad abatida por el viento de los Alpes, las calles del puerto de Trieste han añadido sujeciones para los paseantes. En la prodigiosa imagen de un mar en movimiento, los barcos parecen gaviotas gigantescas, adormecidas, a la espera de mejores condiciones para el vuelo. Esta es la ciudad de Italo Svevo, pero yo prefiero creerla la ciudad de Claudio Magris, y nunca será la ciudad de James Joyce, aunque estuvo aquí diez años enseñando inglés, dando conferencias, y traduciendo al poeta Yeats. Aquí escribió su segunda obra, el libro de cuentos titulado Dublineses, y empezó Ulises.
Al estallar la Segunda Guerra mundial volvió a Zurich, donde murió el 13 de enero de 1941.
En todo caso, lo  que a nosotros nos importa es el período que pasó en Zurich y su partida a París. Se puede decir que alzó el vuelo en la ciudad suiza; para ello contó con la ayuda de su queridísima esposa y sus dos hijos, y la admiración sin condiciones de algunos de sus lectores, hasta el punto de invertir mucho dinero en él antes de que escribiera una sola obra rentable. No cabe duda de que tenía buenas relaciones, pero de lo que tampoco nos cabe duda, es que no estamos ante el hombre frío de rostro tallado en un sauce que hablaba inglés, alemán e italiano -el idioma que hablaba con su familia-, además de francés y finés; el mismo hombre que se estaba quedando ciego desde 1907  a causa de una inflamación del iris, y que no sabía cómo expresarse para sentirse a gusto en inglés.
La siguiente carta, dirigida a Martha Fleischsmann, una muchacha que vivía cerca de su casa en Zurich y con la que -a pesar de estar felizmente casado con Nora- deseaba tener una relación amorosa:
Diciembre, 1918 (escrita en francés)
   (…) Tuve fiebre ayer por la noche, esperando una señal.
¿Pero por qué no quiere escribirme unas palabras, su nombre? Y por qué cierra siempre las cortinas de las ventanas?
Quiero verla.
No sé lo que piensa de mí.
Como ya le he dicho, nos hemos visto antes -y hablado- pero me ha olvidado.
¿Quiere que le diga una cosa?
Mi primera impresión.
Hela aquí.
Iba usted vestida de negro con un gran sombrero de alas flotantes. El color le sentaba muy bien. Y pensé: un bonito animal.
Porque había algo de franco y casi impúdico en su manera de moverse. Luego, mirándola, observé la suavidad de sus rasgos y la suavidad de sus ojos. (…)
He pensado mucho en usted después.
No conozco su edad.
Pero yo soy viejo -y me siento más viejo todavía.
Es posible que haya vivido demasiado.
Tengo 35 años. Es la edad que tenía Shakespeare cuando concibió su dolorosa pasión por la «dama negra». Es la edad que tenía Dante cuando entró en la noche de su ser.
No sé lo que me sucede.
¿Es posible que una persona tenga sentimientos como los míos y que otra no los experimente?
No sé qué es lo que quiero.
Quisiera hablar con usted.
Me imagino una tarde brumosa. Espero -y la veo acercarse a mí, vestida de negro, joven, extraña y dulce. La miro a los ojos y mis ojos le dicen que soy un pobre buscador en este mundo, que no comprende su destino ni el de los demás, que ha vivido y pecado y creado, que se irá, un día, no habiendo entendido nada, hacia la oscuridad que nos ha alumbrado a todos.
¿Comprende usted el misterio de su cuerpo cuando se mira en el espejo, de dónde viene la luz salvaje de sus ojos, el color de sus cabellos?
(…) Escríbame unas palabras a la dirección que le envío.
Puede escribirme también en alemán. Lo entiendo muy bien.
Dígame alguna cosa de usted misma.
Escríbame mañana.
Yo creo que es usted buena…»
Se trata de una carta de amor muy sutil, aunque su tristeza radica precisamente en la personalidad del que la ha escrito. En esa época estaban apareciendo por entregas los capítulos del Ulises en el Little Review de Nueva York. El genio de Joyce estaba en pleno apogeo. Tenía gran confianza en sí mismo y deslumbraba en las reuniones por su capacidad intelectual. Disfrutaba creando palabras nuevas en inglés, y es de suponer que en sus conversaciones con interlocutores competentes empleara varios idiomas.
Entretanto, rebosante de confianza, se entregaba a escarceos literarios en cartas de amor. Poco después de aquella carta, Martha estuvo unos días enferma, y joyce, haciéndose el interesado, escribió esta otra:
   «…Si ha sufrido usted mucho durante estos días, yo he sufrido también.
Me parecía que el único rayo de luz que, en los últimos años, he percibido en la oscuridad de la vida, se debilitaba.
¡Me sentía como un imbécil!
Cada mañana he abierto, he abierto el diario y he tenido miedo de leer su nombre en las esquelas. Lo he abierto siempre con angustia, muy, muy despacio.
Pensaba: ella se irá -ella, que me ha mirado con piedad- es posible que con ternura.
La enfermedad cambia mucho.
Nos conduce a veces hasta el umbral de la muerte, y vemos las cosas de otro modo.
¡Usted no tiene miedo a la muerte: yo si!
Es posible que haya pensado que sus sentimientos hacia mí son una locura; ha vislumbrado usted las sombras del más allá.
¡Y bien! ¡Esas son las sombras engañosas!
Quería enviarle flores, pero tengo miedo.
Seguiré esperando…
(…) He escrito algo durante su enfermedad -algo muy amargo que ha herido mucho a mis amigos.
Si, yo también he sufrido.
Estoy dudando aún si enviaros esta carta.
¿Y si cae en manos de otra persona?
Las once.
Voy a echar esta carta al buzón.
No puedo esperar más…»
Lo más triste es que la relación de Joyce con esta mujer no pasó de su contemplación y de las cartas. El asunto acabó dos meses después, con discreción, pero las cartas fueron compradas por un profesor de inglés a la hermana de Martha, que acabó en un manicomio. Demasiado sórdido para no pertenecer al reino de las fotonovelas.
James Joyce
Selección de Teodoro Gómez Cordero
Transcripción de Gabi

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