.cartas de los viajeros de las letras-1-Henry Miller y Lawrence Durrell-Parte II

Scroll down to content

Imagen

«(…) La poesía que exudo estos días es
de un gris entreverado,
como tocino rancio…»
Lawrence Durrell
Henry Miller y Lawrence Durrell II
Durrell en Argentina:
Durrell no se hacía fácilmente a los sitios.
Estuvo en Buenos Aires y fué descubierto ebrio, aunque negó ser él mismo. Escribió sobre la ciudad porteña:
«Es como un pedazo de carne húmeda, tendida a lo largo del sistema nervioso…»
Luego se instaló en Córdoba y no pudo soportar la sequedad y las distancias vacías. No podía escribir, y eso era lo más importante y doloroso. Después de las fiestas era incapaz de dar vida a una sola línea. Estuvo de gira, las pampas se abrumaban. Se entiende que las distancias griegas sean más humanas, más adaptadas a un poeta de las distancias cortas y los juicios globales. Tal vez si hubiera dejado pasar varios años, habría encontrado la inspiración para enfrentarse al vacío, pero no le dio tiempo al tiempo, y en cambio, en Europa estaba en su casa.
18 de Febrero de 1949
«Querido Larry:
Tómate un buen descanso, no te preocupes por la literatura. A menudo pienso que el servicio consular es la solución ideal para un escritor. Pero, evidentemente, no pagan lo suficiente para mantener a dos esposas y una hija. (…) Por lo que veo, nada se va a vender bien, ya. Se necesitarán veinte años, tal vez cincuenta, para conseguir un orden del mundo nuevo y mejor. Disfruta de la vida y resignate a la idea de que no vas a recibir un merecido reconocimiento por tu obra…»

En 1953, Durrell se fué a Chipre con su hija Sappho y compró una casa. Su mujer regresó a Inglaterra con depresión nerviosa. Los gastos para arreglar la casa y mantener a Eve dejaron sin fondos a Durrell, que tuvo que dar clases en un internado para chicas. Mientras tanto, todo iba bien para Miller, que intentaba consolarle:
«Yo he pasado por esto una y otra vez, y cada vez he salido purificado.
Trata de imaginar que tienes 180 años en vez de 40. Puede que sueltes una carcajada. Tu risa nunca la olvido. Era tonificante, colosal, curativa, salvadora. (…) ¡Adelante! ¡Aleluya! ¡Ríete, maldita sea! No eres el «hombre de las penas»…»

Larry se fué animando.

En mayo de 1953 escribe:
«Es un infierno eso de cuidar niños. No entiendo cómo pudiste  arreglártelas con dos», pero enseguida habla de su trabajo:
«Ahora estoy tratando de escribir un buen libro sobre Alejandría, por la noche, cuando termino con los quehaceres domésticos. Estoy muy deprimido estos días. Ojalá pudiera dejar de estar casado y vagabundear con una mochila en la espalda por el Oriente Próximo.»

En 24 de octubre sigue teniendo los mismos problemas económicos.

Escribe desde Chipre:
«Si tienes libros viejos que ya no quieras conservar, envíame un paquete de vez en cuando (…) No puedo comprar libros ahora, soy demasiado pobre. Esta isla la han descubierto este año (o de lo contrario ha sido por mi llegada) pero lo cierto es que están empezando a establecerse aquí gran cantidad de escritores y artistas. No es tan hermosa como Grecia, pero es muy exótica, muy voluptuosa…»

En los próximos años, Durrell escribirá El cuarteto de Alejandría, que empieza con Justine, en 1957, y sigue con Balthazar y Mountolive, en 1958, y Clea, en 1960, que habrían de hacerle famoso.
Mientras tanto, Miller dejaba atrás sus grandes obras, cada vez con más dificultades para escribir, y enojado porque la fama hacía que le aparecieran biógrafos debajo de las sábanas.

4 de enero de 1858
«Querido Larry:
(…) La verdad es la espada desnuda; corta y atraviesa limpiamente, de parte a parte. ¿Y qué es eso contra lo que luchamos? (…) La mentira del mundo. Una mentira perpetua. (…)
Voy a decirte algo muy simple, y sin embargo revelador.
Dije que lo único que quería era que Dios me diera la habilidad de escribir.
Si, todo empezó cuando tenía alrededor de veinte años, confinado en la tienda de mi padre, esclavo de la rutina más estúpida que se pueda imaginar, estallé por dentro.
Mi interior era como un volcán perpetuo.
Nunca olvidaré cuando recorría el camino diario para ir y venir de la tienda de mi padre, los diálogos tremendos que mantenía con mis personajes, las escenas que representaba mentalmente…
Y nunca trasladé al papel ni una sola línea de todo aquello.
¿Dónde empezarías tú si fueras un volcán apagado…?»
«(…) Escribí Trópico de Cáncer, que no entraba en el esquema, que fué obra del momento. Supongo que se podría comparar a la erupción del volcán, a la ruptura de la corteza. (Sólo que, si quieres que te diga la verdad, fué una erupción tan débil comparada con aquellas imaginarias que tenía cada día andando por la calle, cuando iba y venía de la tienda de mi padre (…) En ninguna parte de mi obra he llegado a aproximarme siquiera a lo que quería expresar (…) imagina con qué tipo de bestia tiene que convivir la mujer que se casa con un escritor (…) una persona que nunca lo dice todo, que nunca lo hace todo, que sonríe y sacude la cabeza civilizadamente mientras es constantemente un toro furioso.
Pues lo que ocurre es que a la larga, empieza a dominar o bien el escritor, o bien el hombre (…) Yo me he esforzado en dar el mando al hombre que hay en mí.
(…) Por lo que respecta a mi obra, nunca he escrito nada conscientemente. Siempre he seguido mi intuición. Me he dejado llevar por todos los vientos. He aceptado cualquier influencia, buena o mala (…) Mi intención era, ya lo he dicho, simplemente escribir…»

Un año más tarde, Miller entra en crisis:
9 de Febrero de 1959, California
«Querido Larry:
(…) Estoy pasando una especie de crisis. Jamás me había sentido tan desolado. (…) Hace dos días me levanté durante la noche con el firme propósito de destruirlo todo, pero era una empresa demasiado grande. De modo, que seguiré adelante y terminaré Nexus, y luego ya veremos. Parece tan absurdo eso de escribir, tan innecesario (no lo que escribes tú, por supuesto, sino lo mío) (…) Por lo que a mi respecta, tengo la sensación de que lo único que he creado es un manicomio. Ahora puedo tirar las cartas a la papelera sin contestarlas. Me resulta muy fácil. El paso siguiente es tirarme yo mismo. (…)
Nada de cuanto he hecho tiene ya para mí ningún valor ni significado. No soy un fracaso total, pero casi. Es hora de cambiar de rumbo. Tantos años de lucha, trabajo, paciencia y perseverancia no han dejado nada sólido. Estoy exactamente donde estaba al principio, es decir, en ninguna parte. Y acaso eso sea bueno. Acaso me esté acercando a aquel estado de duda absoluta que desvanecerá toda duda…»

En noviembre de ese año sigue igual:
«(…) Puedo despertarme una mañana puro como un pájaro y por la noche puedo acontecer que me encuentre viviendo la experiencia más cruel y desgarradora. Es como si después de haberte apuñalado veinte veces tú mismo, esperases a que apareciese el monstruo con el cuchillo y dijera: ¡Otra vez! ¡Más fuerte! ¡Ahora directo al corazón!
Como dije una vez: ‘Cuando un hombre menstrua, sangra por todos los poros de su cuerpo’…»

Desde el principio, los matrimonios le habían durado a Miller una media de siete años.
Con casi setenta años, sigue en las mismas. Camino del festival de cine de Cannes se enamora de Renate, pero en el último momento le fallan las fuerzas. Se deprime, y para animarse escribe una obra de teatro en tres días que se representará en Alemania.
En 1967, Miller, con 75 años, sigue persiguiendo a las jovencitas. Mientras tanto, la última esposa de Durrell, Claude, muere de cáncer en Suiza. Durante un tiempo no se escriben, pero varios años después siguen las cartas:
17 de Enero de 1967
«Querido Henry:
Unas líneas apresuradas para decirte que Claude murió en Ginebra el 1° de enero, de cáncer de pulmón. Parece tan inverosímil que apenos puedo creer lo que escribo; pero es así.
Lo sé porque yo estaba allí.
Aquí estamos otra vez, arreglando y poniendo orden a esta casa que ella hizo tan suya, deambulando con una tremenda incertidumbre. Uno se pregunta qué estará pensando ella ahora, si es que piensa algo; uno escucha, trata de oír algo por casualidad, tal vez.
Bueno, maldita seam aquí estamos…»

23 de octubre de 1978. Miller tiene 86 años:
«Querido Larry:
(…) Me alegra oírte hablar de vivir solo. Uno nunca está realmente solo. ‘En el peor de los casos, con Dios‘ (H.M.)
mi hija Val vive sola en Big Sur y su carácter ha mejorado en extremo. Pero, tal como le digo a ella, no está realmente sola; tiene el océano, las montañas, el cielo, las estrellas, las plantas, los árboles, las flores, las frutas, y Dios sabe qué más. Mucho mejor que estar con gente. De manera que disfrútalo al máximo, Larry. Te lo merecías.
(…) Me dedico más a la pintura que a la escritura. Estoy a punto de dejar de escribir. ¿Qué importa? ¿Es que debemos escribir toda la vida? Je ne crois pas. Si, cada noche tengo una cocinera distinta, alguna chica joven, normalmente una admiradora, no está mal (…) Así que en general me las arreglo bastante bien. Salvo por la vista. Un día estaba totalmente ciego cuando me desperté, pero sólo durante siete minutos. Fué una sensación espantosa. Pero hasta ahora. Sigue escribiendo. (…) Tú sí que recibirás el premio Novel un día, estoy seguro.

Durrell sigue escribiendo y en sus cartas habla de literatura y de proyectos, mientras Miller decae en su finca de Pacific Palisades, en California. El 9 de enero de 1980, Henry dicta esta misiva:
«Larry, muchacho, ésta es el contestación a una carta anterior que debí pasar por alto. Resulta apropiada porque ahora me estoy muriendo de verdad, o por lo menos eso es lo que creo.
Espero que encuentre la manera de mostrarte las últimas acuarelas que he hecho, y que he fotografiado en color.
Asi lo espero : son las obras de un hombre que se está muriendo.
Eso es todo Larry.
Te deseo lo mejor,
Henry…»

Ésta fué su última carta.
Miller murió el 7 de junio de 1980.
Por alguna razón me da la impresión de que Miller era mucho más atrevido, mucho más capaz de olvidar a una mujer que Durrell, y que Lawrence hubiese sido un hombre de familia de no haber sido escritor. Pero Henry era un lobo insaciable hasta que tuvieron que sacarle la aorta,  aún así uno se lo imagina extendiendo la mano hacia las nalgas de cualquier muchacha…

Qué mejor manera de despedirlos con una curiosa combinación en un párrafo de las novelas más importantes de ambos autores: Justine y Trópico de Capricornio…presentandolo como si fuera la obra de un sólo hombre…
…el poeta y el impío observador de la realidad, se fusionan:

«Vivo en la Villa Borghese (Trópico). Otra vez hay mar gruesa (Justine). No hay ni pizca de suciedad en ningún sitio (Trópico), y el viento sopla en ráfagas excitantes (Justine), ni una silla fuera de lugar (Trópico); en pleno invierno se sienten ya los anticipos de la primavera (Justine). Aquí estamos todos solos y muertos (Trópico). Un cielo nacarado, caliente y límpido hasta el mediodía, grillos en los rincones umbrosos, y ahora el viento penetrando en los grandes plátanos, escudriñándolos… (Justine)…»

Henry Miller/Lawrence, Durrell
Selección de Teodoro Gómez Cordero
Transcripción de Gabi

Imagen

Posdata:

“Durrell y los libros verdaderos”
Alguna vez, Lawrence Durrell le confió en una carta a Henry Miller, que su espíritu literario aspiraba a una profunda observación de la condición humana y su índole profética, por lo que su estilo era “como escribir en el plasma uterino con una cureta”, frase que, por cierto, resplandece en las páginas de El libro negro, la novela surrealista que publicó en la Villa Seurat Series de Obelisk Press, junto con Max y los fagocitos blancos, de Miller, eInvierno de artificio de Anaïs Nin.
Sin embargo, cuando leemos a Lawrence Durrell podemos advertir que su prosa no desencadena ningún tipo de herida en la sustancia uterina de la psique y, mucho menos, que provoque cortaduras en el tejido blando de los estremecimientos de la lengua. Lawrence Durrell, contrario a su temeraria aseveración, fue un maestro del naturalismo narrativo, un envidiable explorador de los rincones más oscuros de las relaciones amorosas y un poeta que intentó desentrañar la métrica de sus obsesiones recurrentes:
el amor,
el deseo,
el sexo,
la agonía,
la soledad,
el dolor,
el odio,
la esclavitud
y, sobre todo,
el dilema del arte y la creación.
Su universo novelesco, su método conceptual, se basaba en lo que él denominó “Heráldica”, un ejercicio contemplativo de los fenómenos inestables de un mundo que constantemente se transforma desde las emociones, los contextos y el lenguaje.
El cuarteto de Alejandría es el paradigma absoluto de esta idea.Justine, Balthazar, Mountolive y Clea, son las piezas que construyen y destruyen y vuelven a construir la compleja sinfonía existencial que reverbera en la mítica ciudad egipcia, donde sólo la muerte es la certeza porque, como anotó en las páginas de Balthazar, “somos los autores de nuestro propio infortunio y en él imprimimos nuestras huellas digitales”.
Infortunio.
¿Acaso hay alguien que no lo haya experimentado?
¿Qué forma y qué profundidad tiene el infortunio si, por ejemplo, aspiramos a poseer a quien amamos en su inabarcable totalidad?
En cuestiones epidérmicas, Durrell fue incisivo al advertir que la pasión siempre intenta convertirse en argumento irrefutable.
Tres ideas anotadas en Justine:
“Nuestro amor era un silogismo al que le faltaban las premisas verdaderas, quiero decir el respeto.”
“No hay dolor comparable al de amar a una mujer que nos ofrece su cuerpo y, sin embargo, es incapaz de darnos su verdadero ser, porque no sabe dónde está”.
“Nuestros besos, en el límite extremo de los sentidos, eran como resúmenes de todo lo que habíamos compartido y que aún reteníamos precariamente en nuestras manos, antes de que volara a las tinieblas circundantes y nos olvidara para siempre.”

A pesar de la contundencia de su escritura , la mirada de Durrell era proclive a la fatiga.

Le confesó, también a Henry Miller, su incapacidad para hacer libros VERDADEROS todo el tiempo.

Decía que su inspiración (o disciplina) era como una corriente eléctrica cuya dosis aumentaba gradualmente.

El libro negro lo dejó arruinado;

El cuarteto de Alejandría le inoculó un cansancio adulterado de energía;

El Quinteto de Avignon, no obstante que jamás llegó a equipararse con el ímpetu de sus otras novelas, lo envolvió en el angustioso abrazo de las almas que se esfuman.

Bohemio, lector sistemático, hedonista y muy británico a su pesar, Lawrence Durrell también fue parte de un Reino poético y alucinante situado en Las Antillas: John Gawsworth lo invistió como “Don Cervantes Pequeño de Redonda” y aunque no sé a ciencia cierta en qué repercutió ese título nobiliario en los archipiélagos de la imaginación y la locura, supongo que se sintió un poco más a gusto que en los puestos que ocupó en el Consejo Británico en Argentina y Yugoslavia o en aquella casona de Chipre donde enseñaba Literatura Inglesa y vivió con Safo Jane, la hija que tuvo con Yvette Cohen, su segunda esposa, la mujer que le sirvió de modelo para la emblemática Justine.

“Escribir tiene por objeto desarrollar una personalidad que, en última instancia, permita al hombre trascender el arte”, dejó dicho en alguna de sus páginas, y esto me recuerda a Antrobus, el personaje más ácido y divertido de sus libros: cargado de un humor flemático y, una vez más, terriblemente inglés para su desgracia, Antrobus nos habla de la curiosa y extensa variedad de fauna que pulula en las embajadas.

Agregados militares, agregados de prensa, agregados culturales y toda clase de políticos imbéciles, se tropiezan con Antrobus para revelarle, en su ridículo, su vacuidad y su miseria, que “cuanto más se conoce la vida, menos real parece.”

Iván Ríos Gascón

4 Replies to “.cartas de los viajeros de las letras-1-Henry Miller y Lawrence Durrell-Parte II”

  1. Dos personalidades muy complejas, cuánta genialidad junta en esa correspondencia. La próxima vez, seguiré sus consejos y pensaré que tengo 180 eternos años.

    Me gusta

  2. Tengo tanto por leer gabita. Me reconozco totalmente ignorante de la obra de estos dos genios. Anotaré Trópico de Cáncer y Capricornio , asi como El cuarteto de Alejandría.. a ver si me cultivo un poco . . Qué atormentadas las vidas de los escritores ! Cada libro es un parto ! gracias Gabi por compartir el arte de tan bella forma !

    Me gusta

Replica a Marina Cancelar la respuesta