.en la variedad está el sabor

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«…el único afrodisíaco verdaderamente infalible es el amor.

Nada logra detener la pasión encendida de dos personas enamoradas.
En ese
caso no importan los achaques de la existencia, el furor de los
años, la torpeza física o la mezquindad de oportunidades, los
amantes se las arreglan para amarse porque por definición ése es
su destino. Pero el amor, como la suerte, llega cuando no lo
llaman, nos instala en la confusión y se esfuma como niebla
cuando intentamos retenerlo. Desde el punto de vista de su valor
estimulante es, por lo tanto, lujo de unos cuantos afortunados, pero
inalcanzable para quienes no han sido heridos por su dardo. Eso
nos lleva al segundo afrodisíaco más poderoso: la variedad.
La variedad renueva el ardor amoroso una y otra vez. Eso explica
la poligamia y la infidelidad, ambas agotadoras. El sabio rey
Salomón amó —además de la hija del faraón— a muchas mujeres
que Jehová desaprobaba, no por la cantidad, sino porque eran
extranjeras:
Y tuvo seiscientas mujeres reinas y trescientas concubinas; y sus
mujeres desviaron su corazón. —1 Reyes 11:3
¿Cómo se las arreglaría el anciano Salomón con esa
muchedumbre de mujeres? Por muchos afrodisíacos y ayuda
divina a su alcance, novecientos es un número epopéyico. Una
vez que tuve seis mujeres a tomar el té en mi casa quedé con dolor
de cabeza por una semana… ¿Qué haría yo, no digamos con
novecientos, sino con dos hombres? Ya no me alcanza el ímpetu
para más de un enamorado a la vez, debo buscar otras formas de
incorporar sorpresa a mi vida amorosa. Me disfracé con una
peluca platinada y lentes de sol, pues todavía pesan en mí ciertos
escrúpulos que una década en San Francisco no ha conseguido
eliminar del todo, y fui a una tienda porno del barrio gay en busca
de material didáctico para estas páginas. No me detuve
demasiado en los instrumentos sadomasoquistas, las muñecas
inflables —incluyendo una oveja— o los atrayentes vibradores con
luces fluorescentes, ni siquiera uno que al enchufarse tocaba un
vals, como las antiguas cajas de música; me dirigí en línea recta a
los estantes con libros, donde procedí a llenar un par de bolsas.
Había tal exuberancia para escoger, que sólo la urgencia por
comenzar a leerlos lejos de testigos logró arrancarme de allí. Como
mi madre esperaba en casa, traté de ocultar mis adquisiciones
para que tanta impudicia no le cortara el resuello, pero muy
pronto la sorprendí hojeándolos, sentada en su mecedora con una
taza de camomila. La conclusión, después de semanas de
interesante lectura, es que cuando no se cambia de pareja, al
menos se debe introducir variaciones en la práctica.
En las culturas donde el erotismo tiene prestigio de arte, existen prolijos
manuales ilustrados para quienes se casan y desean transitar
con buen espíritu y éxito por los caminos del amor. La mayoría
pone mucho énfasis en las vueltas y revueltas de las posturas,
incluso algunas anatómicamente improbables. Sólo los humanos
podemos darnos ese gusto, porque somos los únicos mamíferos
capaces de hacer el amor de frente, según dicen, aunque
imagino que un puerco espín debe preferir esa posición y los
delfines, que pasan un tercio de su vida en juegos sensuales,
seguro la han descubierto también. Los demás lo hacen rápido y
por detrás, así la hembra puede escapar en caso de peligro. No es
necesario agotar la fantasía, ya que todo está inventado y
probado; basta con tener el ánimo curioso y alguna literatura
erótica sobre la mesa de noche para incorporar variaciones
exquisitas a aquello que de otro modo suele convertirse en rutina.
Si los libros de cocina son parte de su biblioteca, los de erotismo
también debieran serlo. Entre los más célebres manuales se
encuentran el Kama Sutra de India, los libros chinos de almohada y
los shungas del Japón (que fueron escritos e ilustrados en su
mayoría por monjes en monasterios) pero hay mucho más; de la
variedad se han ocupado casi todos los pueblos asiáticos, árabes,
polinésicos, africanos y otros libres de los estigmas religiosos que
castigan el placer. En Europa, a mediados del siglo XVI, Giulio
Romano pintó en las paredes del Vaticano una serie de posturas
que luego Pietro Aretino inmortalizó en sus sonetos. Dos siglos más
tarde todavía se usaban esos dieciséis dibujos como parte de la
educación sexual de los jóvenes aristócratas. Algunas posturas de
esos exóticos manuales, sobre todo los de India, resultan
demasiado acrobáticas para el gusto burgués: los codos y las
rodillas se flexionan para el lado contrario, la cabeza se voltea en
ciento ochenta grados y la confusión de brazos y piernas es tal,
que sin ayuda de un quiropráctico no me explico cómo pueden
desenredarse. Yo ya no logro pasarme las piernas por detrás del
cuello, mover las orejas o tocarme la nariz con la punta de la
lengua, así es que debo renunciar a buena parte de esas
cabriolas. Tampoco soy aficionada a trapecios y otros aparatos
circenses; sufro de mareo y ocasionalmente esas piruetas son
mortales, capaces de que uno se trague la lengua o se estrangule
en una cuerda.
A muchos de nosotros ciertas variantes nos dan susto. Un buen
amigo mío, descendiente de herreros cuáqueros, grandote y
barbudo, de profesión poeta y apicultor, fue invitado a cenar, con
evidentes intenciones de seducirlo, por una admiradora de sus
versos y de la miel de sus abejas. Al término de una comida
galante al calor de la chimenea y la tenue luz de unas velas
aromáticas, cuando ella descorchaba la segunda botella de vino
y se desabrochaba el tercer botón de la blusa, mi amigo fue
discretamente al baño. Al pasar echó una mirada al dormitorio de
su anfitriona para medir las distancias y planear su estrategia;
siempre es bueno saber qué terreno se pisa antes de levantar a
una mujer en brazos y avanzar a ciegas hacia una cama
desconocida. Al asomarse, distinguió luces titilantes, espejos en las
paredes y un trapecio colgando sobre el lecho. Aterrado, el poeta
escapó por una ventana y nunca más fue visto por esos lugares. En
una de sus cartas, este amigo me comentó que la obsesión con la
variedad tiene mucho que ver con la pérdida del talento para
saborear un modesto tomate, con nuestra incapacidad para estar
en el mundo sensualmente. En el afán de compensar esas
carencias, hay quienes llegan a extremos como aquel inofensivo
columpio, por no mencionar extrañas perversiones. Me contó de su
compadre Tom, quien llevaba siempre consigo una libreta donde
marcaba rayas verticales, una por cada mujer que había
«poseído». ¿Y dónde estaban los nombres? Este cabalgador había
olvidado anotarlos; ni siquiera las «poseía» en el recuerdo. En su
agotadora carrera de seductor de una noche, Tom había
aprendido menos que otros que han amado sólo a una mujer y la
han «conocido» en todos los sentidos. Es como aquellos comedores
compulsivos, que tragan sin degustar o beben en exceso sin
descubrir el misterio de la uva; como los que acumulan con
voracidad insaciable sin experimentar jamás la abundancia.
Howard Hugues, magnate norteamericano, famoso playboy y uno
de los hombres más ricos de todos los tiempos, quien cuando murió
tenía más dinero que el Producto Nacional Bruto de casi todos los
países del mundo, pereció de hambre en un motel de Las Vegas,
completamente solo, reducido a piel y huesos, como una sombra
de campo de concentración, atestado de gérmenes y bacterias,
caminando con cajas de zapatos en los pies, porque las uñas le
habían crecido como garras de mandarín. Murió de pobreza.
Pobreza de los sentidos y del espíritu. Unos cuantos rábanos
arrancados de la tierra y unos sorbos de agua podrían haberlo
curado.

¡Tanto acumular y tan poca abundancia!
Vivimos
obsesionados con un insaciable apetito de sensaciones cada vez
más fuertes, porque en la prisa por devorarnos todo, hemos
desconectado el cuerpo del alma.
Ya no bastan una caricia sutil,
el placer de la piel contra la piel o compartir un durazno, exigimos
una exaltación cósmica que nada, ni las drogas, ni la violencia del
cine, ni la pornografía más brutal pueden darnos.
En la búsqueda
de alivio para el hastio elevamos la crueldad a categoría de arte o
de chiste…

Isabel Allende

 

«Mi abuela tenía una teoría muy interesante, decía que si bien todos nacemos con una caja de cerillos en nuestro interior, no los podemos encender solos, necesitamos, como el experimento, oxígeno y la ayuda de una vela. Sólo que en esta caso el oxígeno tiene que provenir, por ejemplo, del aliento de la persona amada; la vela puede ser cualquier tipo de alimento, música, caricia, palabra o sonido que haga disparar el detonador y así encender uno de los cerillos. Por un momento sentiremos deslumbrados una intensa emoción. Se producirá en nuestro interior un agradable calor que irá desapareciendo poco a poco conforme pase el tiempo hasta que venga una nueva explosión a reavivarlo.
Cada persona tiene que descubrir cuáles son sus detonadores para poder vivir, pues la combustión que se produce al encenderse uno de ellos es lo que nutre de energía al alma. En otras palabras esta combustión es su alimento. Si uno no descubre a tiempo cuáles son sus propios detonadores, la caja de cerillos se humedece y ya nunca podremos encender un solo fósforo. Claro que también hay que poner mucho cuidado en ir encendiendo los cerillos uno por uno.
Porque si por una emoción muy fuerte se llegan a encender todos de un solo golpe producen un resplandor tan fuerte que ilumina mas allá de lo que podemos ver normalmente y entonces ante nuestros ojos aparece un túnel esplendoroso que nos muestra el camino que olvidamos al momento de nacer, llevándonos a la misma muerte…»

Laura Esquivel Como Agua para Chocolate

 

 

4 Replies to “.en la variedad está el sabor”

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