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«No sé escribir poéticamente; no soy poeta.
No sé distribuir las expresiones de forma tan artística que arrojen luces y sombras; no soy pintor.
Ni siquiera puedo manifestar mis sentimientos mediante gestos y mediante pantomina; no soy bailarín.
Pero sí puedo hacerlo con notas; soy músico.»
-W.A. Mozart (Mannheim, 8 de noviembre de 1777)

«Escribiría antes 10.000 notas que una sola letra del alfabeto.»
-L.V.Beethoven (Viena, 28 de noviembre de 1820)

Y sin embargo, la magia de la palabra surge cuando menos se espera. Junto a una frase trivial o balbuciente, hay momentos de alto vuelo poético que nacen precisamente de la desorientación en medio del laberinto verbal. Por ello no hemos pretendido embellecer las cartas; a lo sumo, hacerlas algo más inteligibles con algún que otro signo de puntuación y seleccionar las partes más significativas.
Entre la afinidad de documentos que el tiempo no ha traspapelado, dos remitentes destacan por el volumen de su fondo epistolar. También por la importancia musicológica y humana del mismo. Son Wolfgang Amadeus Mozart y Ludwig Van Beethoven. Está claro que no podíamos desaprovechar la oportunidad de adoptarlos como guías de excepción en este viaje a las palabras de quienes con la música las han trascendido.
Más allá -o más acá- de la simbiosis de tantos géneros musicales con un mensaje literario, la relación palabra-música que buscamos se encuentra donde la palabra escrita deviene vehículo cotidiano de comunicación interpersonal: la carta. A veces son breves notas de saludo o de caliz profesional , en otras aflora todo un mundo y sus abismos. Son múltiples los tesoros que podemos extraer de ellas. Pero, sobre todo, el relato en primera persona es un documento histórico que nos aporta las mejores pistas para reconstruir el contexto del que surgirá la obra. Su mejor comprensión y goce es, en última instancia, loq ue justifica esta invasión del universo íntimo y relacional de su autor.
Junto a fórmulas y criterios propios de otras épocas, la vigencia de muchas opiniones acerca de la vida y el arte es asombrosa. Hay más coincidencias que las que cabría esperar. Sin saberlo, dos músicos que apenas llegaron a encontrarse, hace dos siglos nos preparaban la sorpresa de hallarlas, constituyéndose además en el hilo mágico que arrastaría a las de quienes durante otros seis han sido sus colegas. Estas cartas, transgresoras de la intimidad de unos seres que jamás hubieran imaginado que algún día sus cartas serían leídas por nadie más que su destinatario. Una intimidad ya hecha añicos por una historia a la que tanto han aportado y es la de todos nosotros.

«No me olvidéis, tengo derecho a esperar que me recordéis
por haberos querido hacer felices.
Sedlo.»
-L.V.Beethoven (Heiligenstadt, 6 de octubre de 1802)

«Prestad atención a este muchacho, algún día el mundo hablará
de él.»
-W.A.Mozart

Ludwig Van Beethoven, con diecisiete años, había acudido a Viena precedente de Bonn para estudiar con él. Al poco tiempo, sin embargo, tuvo que regresar con urgencia a su ciudad. La muerte de su madre y la dramática decadencia de su padre le obligarían a permanecer allí y hacerse cargo de sus dos hermanos menores, de los que siempre se sintió responsable y con los que tuvo una tensa relación a lo largo de toda su vida. Cuando al fin pudo volver a Viena, quien tendría que haber sido su maestro ya no estaba. También había muerto. Aquella primavera de 1787 dos vidas compartieron un instante. Sigamos su estela.
En algún momento entre el 16 y 17 de diciembre de 1770, María Magdalena Keverich daba a luz a su segundo hijo. Era la esposa del tenor Johann Van Beethoven, cuyo padre había llegado a Bonn desde Mechelen, en Bélgica. De ahí el van del apellido. El sonoro recién llegado se llamaría Ludwig, como el abuelo. También como el primogénito, que venido al mundo el año anterior no había llegado a vivir ni una semana. No sólo hay dudas históricas acerca del día exacto, sino que durante mucho tiempo, el compositor ignoró incluso el año de su nacimiento. En parte por la existencia de este otro niño con el mismo nombre, pero también por las artimañas de Johann Beethoven para presentarlo como más pequeño de lo que era y así emular a un chiquillo que en aquellos momentos fascinaba a Europa entera: Wolfgang Amadeus Mozart.

«Debes tener en cuenta que tuve un hermano al que bautizaron con mi mismo nombre. (…) Desgraciadamente, he vivido mucho tiempo sin saber mi propia edad. Tenía un libro de familia pero lo he perdido, sabe Dios cómo…»
-L.V.Beethoven (Viena, 2 de mayo de 1810)

Aquel tal Mozart a quien le querían equiparar tenía ya 14 años y se encontraba en Milán dando los últimos toques a su ópera Mitritade. Y no era la primera que escribía. Nueve meses antes, tal vez cuando se iniciaba la vida de Beethoven, el Papa Clemente XIV le había concedido una distinción de nombre rimbombante, la Espuela de Oro, por algo que le podría haber salido un poco más caro: transcribir sin error el Miserere de Gregorio Allegri. La obra pertenecía al llamado «repertorio secreto» de la Capilla Sixtina y sustraer la partitura estaba castigado con la excomunión. Pero no fué un robo, la había memorizado de arriba a abajo en una sola audición, confirmando así involuntariamente una genialidad que ya era leyenda.
Con semejante procedente, a la vista de sus extraordinarias dotes musicales, Johann Beethoven también quiso llevar a su hijo de gira y le organizó algunos conciertos en Rotterdam. Hasta allí llegó navegando por el Rin y desde allí regresó jurando que jamás volvería a Holanda. Otra leyenda, la de un atronador mal genio, empezaba a fraguarse. Frau Breuning, la madre de uno de sus amigos, definía estos arrebatos como «raptos».
Para entender la hosquedad de su carácter, no podemos dejar de referirnos tanto a la salud como a la infancia de Beethoven. Citadas en todas sus biografías, las palizas del padre alcohólico eran, por desgracia, algo normal, y muy fuerte tenía que ser la vocación musical de la criatura como para que no acabaran con ella. La desorbitada presión que recibió, como ocurrió con otros niños de ese tiempo, fué resultado de lo que podríamos llamar efecto-Mozart, que llenó de diminutos músicos las cortes y las salas de concierto europeas. Incluso hay quien dice que Mozart tuvo que ser un suplicio el ser exhibido como prodigio, aunque a la vista de sus cartas esto es poco creíble. Si bien es cierto que fué un chiquillo enfermizo y en sus giras pasó por momentos de salud tan delicados que estuvieron a punto de costarle la vida, quedándose en casa no estaba exento de riesgos. Sea como fuere, en ambos casos las enfermedades se cebaron en sus cuerpos desde muy pequeños y les acompañaron hasta la tumba.
Con la llegada a Bonn del organista y compositor Christian Gottlob Neefe, algo cambiaría para Ludwig. También vió a un «segundo Mozart» en aquel niño que aún no había cumplido los 10 años y cuya educación musical asumió, pero supo sacar de él lo mejor. Le dió a conocer la música de Bach -padre e hijos- y, signo inequívoco de dotes pedagógicas, no pretendió retenerlo como alumno. Más tarde publicó un artículo e insistió ante la corte para que se facilitara a aquel joven organista capacitado, de conducta discreta, y pobre el viaje a Viena que relatábamos al empezar. Tras la interrupción de la primera estancia, no pudo regresar a la capital austríaca hasta los 22 años, donde recibió algunas clases de Haydn, Salieri y Albretchtsberger. Fueron pocas e inconexas, probablemente ya no le hacían falta. Razón de más para expresar su agradecimiento a Neefe, como hizo cuando empezó a triunfar. Sus primeros amigos le apodaban el español por su pelo moreno y su complexión recia y pequeña. Tal vez también por los «raptos» de su carácter.
Wolfgang Amadeus Mozart se había establecido en Viena en 1780 como resultado de la ruptura con su hasta entonces patrón, el arzobispo Hieronymus Colloredo de Salzburgo, la ciudad que le vió nacer un 27 de enero de 1756. Su intención de adquirir un trabajo estable en la capital fué harto infructuosa y sólo hacia el final de su vida se le concedió el modesto puesto -de sueldo aún más modesto- de Kammermusicus o compositor de danzas para la corte. El período que vivió allá coincide casi exactamente con el que el emperador José II gobierno en solitario. En pleno «despotismo ilustrado», este monarca más ilustrado que déspota, amante y protector de las artes y en especial de la música, reconoció derechos que hoy nos parecen elementales pero que en aquel momento supusieron un auténtico adelanto social. Mozart compartió muchos de sus ideales y encontró en él algo más que un mecenas. Allí crearía la impresionante obra de madurez que culmina en el inconcluso Réquiem de 1791. Como todo el mundo sabe, fué enterrado en una fosa común. Nadie se peleó por su herencia.
A aquella ciudad recién huérfana es a la que regresó el muchacho de Bonn. Después de la Revolución Francesa, corrían otros tiempos para las libertades en Europa. Napoleón y su resaca marcaron el tiempo de Beethoven. Los años que vivió en Viena se podrían resumir con dos palabras: creación y lucha. Contra la enfermedad y consigo mismo. Su obra fué su victoria y otro regalo para la humanidad. En marzo de 1827, el más solitario de los hombres fué acompañado hasta la tumba por una multitud, al contrario que Mozart, supuestamente mucho más sociable. Paralelismos y contrastes entre dos seres que sólo se vieron una vez…»

(Cartas escogidas de los grandes compositores)
-Compilado por Rafael Esteve Alemany, transcripto por Gabi

 

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