Vuelo Nocturno by MikkoLagerstedt-XXII

Vuelo Nocturno by MikkoLagerstedt-XXII (1)

 

El correo de Asunción comunicó que se disponía a aterrizar.
Rivière, incluso en las peores horas, había seguido, de telegrama en
telegrama, su marcha feliz. Era para él, en medio de esa confusión, el desquite
de su fe, la prueba. Ese vuelo feliz anunciaba, por sus telegramas, mil
otros vuelos también felices. «No hay ciclones todas las noches.» Ri-vière
pensaba también: «Cuando la ruta está trazada, no se puede dejar de
proseguir.»
Descendiendo, de escala en escala, desde Paraguay, como desde un
adorable jardín, pródigo de flores, de casas bajas y de aguas lentas, el avión
se deslizaba al margen de un ciclón que no le enturbiaba ni una estrella.
Nueve pasajeros, arrebujados en sus mantas de viaje, apoyaban la frente en
su ventanilla, como en un escaparate colmado de joyas, pues las pequeñas
ciudades de Argentina desgranaban ya, en la noche, todo su oro, bajo el oro
más pálido de las ciudades de estrellas. El piloto, en la parte delantera,
sostenía con las manos su preciosa carga de vidas humanas, los ojos abiertos
e inundados de luna, como un cabrero. Buenos Aires llenaba el horizonte
con su fuego rosáceo y, muy pronto, brillaría con todas sus piedras cual
fabuloso tesoro. El «radio», con sus dedos, enviaba los últimos telegramas,
como las notas finales de una sonata que hubiese tecleado, gozosa, en el
cielo, y cuyo canto Rivière comprendiese; luego, remontó la antena;
después, se desperezó un poco, bostezó y sonrió: estaban llegando.
El piloto, después de aterrizar, encontró al piloto de Europa, recostado
contra su avión, con las manos en los bolsillos.
—¿Eres tú el que continúa?
—Sí.
—El Patagonia, ¿ha llegado?
—No se le espera: ha desaparecido. ¿Hace buen tiempo?
—Muy bueno. ¿Fabien ha desaparecido?
Hablaron poco. Una gran fraternidad les dispensaba de hablar.
Se trasbordaban al avión de Europa las sacas de Asunción, y el piloto, aún
inmóvil, la cabeza echada hacia atrás, la nuca contra la carlinga, miraba las
estrellas. Sintió nacer en él un poder inmenso, y le invadió un placer
poderoso.
«¿Cargado ya? —dijo una voz—. Contacto, pues.»
El piloto no se movió. Ponían su motor en marcha. El piloto iba a percibir
por sus espaldas, apoyadas en el avión, cómo éste vivía. El piloto estaba ya
seguro, por fin, después de tantas falsas noticias: «Saldrá…» «No saldrá…»
«¡Saldrá!» Su boca se entreabrió, sus dientes brillaron bajo la luna como los
de una fiera joven.
—Atención con la noche, ¡eh!
No oyó el consejo de su camarada. Las manos en los bolsillos, la cabeza
levantada cara a las nubes, a las montañas, a los ríos y a los mares, empezaba
a reír silenciosamente. Una risa débil, pero que pasaba por él, como
una brisa por un árbol, y le hacía estremecerse. Una risa débil, pero mucho
más fuerte que aquellas nubes, que aquellas montañas, que aquellos ríos y
que aquellos mares.
—¿Qué es lo que te sucede?
—Ese imbécil de Rivière que me ha… ¡que se imagina que tengo miedo!

-Antoine de Saint-Exupéry

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