
«Me importa un pito que las mujeres tengan los senos como magnolias o como pasas de higo; un cutis de durazno o de papel de lija. Le doy una importancia igual a cero, al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisíaco o con un aliento insecticida. Soy perfectamente capaz de soportarles una nariz que sacaría el primer premio en una exposición de zanahorias; ¡pero eso sí! —y en esto soy irreductible— no les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar. Si no saben volar ¡pierden el tiempo las que pretendan seducirme!».
-Oliverio Girondo («Espantapájaros»,1933)
Hubo, en las primeras décadas del siglo XX, un poeta argentino que lo puso todo patas para arriba.
De familia adinerada, tuvo una vida con un pie en Buenos Aires y el otro en Europa.
Fue abogado pero nunca ejerció, porque solo estudió a cambio de que sus padres le permitieran viajar anualmente al Viejo Mundo.
Fue pintor pero nunca expuso.
Alejado de la pretensión de sus pares, que buscaban poner un pie en el panteón de los grandes de la literatura, Girondo tenía un compromiso distinto, uno que orbitaba únicamente alrededor de la poesía y la potencia del lenguaje.
Su vida, y no solo su obra, estuvo signada por su constante escape de la norma, la academia y la alta literatura, en la cual se había empapado desde su infancia con sus frecuentes viajes a Europa.
En Girondo, tanto su poesía como su vida -moléculas indivisibles de un mismo compuesto- son una oda a la rareza, una exaltación al poder irrestricto de la curiosidad que, propulsado por su privilegio y su posición social, lo terminó poniendo en ese panteón que siempre juró evitar.
Jorge Luis Borges y Oliverio Girondo compartían la redacción de la mítica Revista Sur.
En los años ’20, la élite cultural porteña frecuentaba la icónica Confitería Richmond, conformando el famoso grupo de Florida.
Allí, se daban cita intelectuales como Leopoldo Marechal, Raúl González Tuñón y Macedonio Fernández.
También, el enorme pintor argentino Xul Solar y el no menos enorme escritor Jorge Luis Borges, además de Oliverio, de quien el autor de El Aleph guardaba entonces un altísimo concepto.
Parece ser que la relación era tensa y había una mítica la competencia estética… pero también hubo una más carnosa.
Se cuenta que a una fiesta en los lagos de Palermo llegó Borges con Norah Lange, su protegida, de la que estaba perdida y silenciosamente enamorado, y se sentó cerca de Girondo, que acababa de llegar de París.
Era el poeta estelar del momento: el año anterior había publicado «Calcomanías» . Su primer libro «Veinte poemas para ser leídos en el tranvía» lo había puesto en el spotlight de las letras argentinas.
A esa altura Borges ya tenía dos libros publicados: «Luna de Enfrente» y «Fervor de Bs.As.», ambos con escasa repercusión.
Aquel mediodía en la Rural, Girondo abrió una botella de vino que llevaba en el saco. La escondió debajo de la mesa y cada tanto se servía una copa.
Lange pateó la botella sin darse cuenta.
Girondo la miró y le dijo: «Va a correr sangre entre nosotros».
Jorge Luis volvió esa noche solo a su casa en un coche de alquiler, mascullando bronca, a su casa de la calle Serrano (que hoy lleva su nombre). Soportó, impávido, el dolor de ver cómo Lange se conmovía ante el poeta. Esa noche Borges sucumbió al huracán Girondo.
Perder a su musa con otro hombre ya era desastre, pero con Oliverio, tragedia surrealista.
Dicen por ahí incluso que hasta fantaseó suicidarse en un hotel, y en uno de sus textos lo alude. Y que la literatura de JLB dio desde aquel día un vuelco poético y temático.
La famosa fiesta fue una cena de homenaje a Ricardo Güiraldes, por su Don Segundo Sombra. Borges llegó con Lange y ella se fue con Girondo, pero Borges había sido novio de Haydeé, hermana de Norah. Así que es bastante probable que lo de Jorge Luis haya sido -como tantas veces-, platonismo puro, nunca expresado.
Que Girondo se haya enamorado de la poeta pretendida por Borges hizo que lo criticara con furia hasta su muerte.
Sobre «Calcomanías» Borges había escrito: «A lo largo de las cincuenta páginas de su libro, he atestiguado la inevitabilidad implacable de su afanosa puntería». Pero después de ese día, los elogios filosos mutarían en una crítica ácida e imperturbable a la obra girondina. El autor de «El Aleph» sería un crítico implacable de su obra literaria: lo acusará de plagiador, de peronista inmundo, de inmaduro y de farrista. Y también diría: «Girondo era un infeliz».
Apenas muerto Girondo dijo: «A lo largo de una vida de relativa aplicación, apenas logró producir tres o cuatro greguerías mediocres. Tiene razón Anderson Imbert cuando lo llama ‘Peter Pan de nuestras letras’, porque nunca creció».
Borges perdió a la mujer, pero, al final, hizo lo que hacía siempre: la incluyó en el relato autobiográfico hasta convertirla en un personaje. Hay quienes incluso la reconocen en la Beatriz Viterbo de “El Aleph”. Todavía en los años 70 Borges decía que Norah era su gran amor y que Oliverio se la había robado.
Ya había sufrido de amor por Estela Canto y María Esther Vázquez, ya se había casado y divorciado de Elsa Astete, pero seguía hablando de Norah. Porque hablar de ella era, de alguna forma, someterla.
Girondo y Lange formaron una pareja moderna.
Se fueron a vivir juntos en 1933, el mismo año en que Norah publicó 45 días y 30 marineros.
Para presentar el libro, la pareja organizó una fiesta en la que ella se vistió de sirena.

Entre los intelectuales invitados, se encontraban Pablo Neruda y Federico García Lorca, que estaban de paso por la Argentina.
Luego de 18 años de noviazgo se casaron en 1946 y, aunque con intermitencias, estuvieron juntos hasta el final.
Los separó la muerte de él, en 1967. Cinco años después moriría ella.
Una curiosidad de la irreverencia y espíritu provocador de Girondo fué la presentación performática de su libro «Espantapájaros», para la que creó él mismo un muñeco de más de tres metros de altura que hizo pasear por Buenos Aires en una carroza tirada por seis caballos, maniobra con la que logró agotar la primera edición de 5 mil ejemplares en solo un mes.

Además de utilizarla como recurso publicitario exitoso, Girondo tenía planeado otro destino para la escultura, que representa el estereotipo de un académico: polémico y provocador, el poeta pensaba quemarla a modo de festejo cuando se cumplieran los 25 años de la salida de la revista Martín Fierro.
Su mujer, la escritora Norah Lange, la salvó del fuego.
Durante años, el espantapájaros recibió a las visitas de la casa de la pareja en la calle Suipacha 1444, donde en la actualidad funcionan las oficinas administrativas del Museo de Arte Hispanoamericano Isaac Fernández Blanco.
En las tertulias que organizaban Girondo y Lange en esa casona se cruzaban Federico García Lorca, Pablo Neruda, Miguel Ángel Asturias, Macedonio Fernández y Borges.

«Yo no sé nada / Tú no sabes nada / Ud. no sabe nada / Él no sabe nada / Ellos no saben nada / Ellas no saben nada / Uds. no saben nada?»
(«Espantapájaros)
Sus poemarios anticipan una delicia misteriosa que cala hasta lo más profundo del hueso, corroe toda dureza hasta llegar a un núcleo blando, oscuro y esencial.
“¡Qué quieren ustedes!…
A veces los nervios se destemplan…
Se pierde el coraje de continuar sin hacer nada…
¡Cansancio de nunca estar cansado!”
(«Carta abierta a la púa”)
“Simplemente cansado del cansancio /
del harto tenso extenso entrenamiento al engusanamiento y al silencio”.
(“En la masmédula”)

Norah fue una gran escritora que iba mucho más alla de ser el objeto de disputa entre dos hombres.
Un año antes de aquel almuerzo, Norah había publicado su primer libro de poemas, «La calle de la tarde», que justamente salió con prólogo de Borges y un grabado de Norah Borges en la portada. Los poemas de La calle de la tarde son breves y sentimentales, hay un erotismo recubierto por el amor y el pudor; un algo que ha quedado reprimido, en una modernidad periférica.
“El rosario de tus besos
ha iluminado mi tardeMi alma se anuda a la cruz
que besas diariamente.Cuando vuelvas
te diré —exhalando todo mi grito
sobre tus labios—.
Mirándote, parecía que no te ibas
y me dormí esa noche
bajo el crucifijo santo de tus recuerdos”.
( «La calle de la tarde»)


Vía: Emiliano Gullo, Mauricio Kartun, Daniel Weber, Eduardo Sobic, Infobae, Clarín y Revista Anfibia
Vestida de noche
Pinto las notas de una habanera
azul como el agua de un mar antiguo.
Blanca de espuma, dulce como el aire,
gris de gaviota, dorada de imágenes,
vestida de noche.
Miro el paisaje, busco palabras,
que llenen los versos sin desazón.
Los pinos me abrazan, siento como callan,
el viento se lleva todo el horizonte.
Si pudiera hacerme escama
y esconderme en la playa
para oír sonidos y tardes
del pasado,
de aquel mundo de añoranza,
amor y calma,
perfumado de luna, fuego y ron.
Si pudiera subirme
a la ola más alta
y adornar de palmeras
el recuerdo,
esparciendo con canela
todas sus calas,
y con conchas hacerles una cuna.
Lo viejos me hablan llenos de ternura
de horas vividas con emoción.
Jóvenes aún, fuertes y valientes,
príncipes de red, héroes de tormenta,
amigos del buen tiempo.
Los ojos inventan nuevas historias,
barcos que vuelven de un lugar de sol,
llevan tonadas enamoradas,
mujeres y patria, velas y flores.
Si pudiera hacerme escama
y esconderme en la playa
para oír sonidos y tardes
del pasado,
de aquel mundo de añoranza,
amor y calma,
perfumado de luna, fuego y ron.
Si pudiera subirme
a la ola más alta
y adornar de palmeras
el recuerdo,
esparciendo con canela
todas sus calas,
y con conchas hacerles una cuna.
