«Tenía tu foto en mis manos,
pero ya no se reconocía tu rostro
por las lágrimas y los besos
que te he dado.»
-Un preso desconocido
El pasadizo en el que entramos ahora muestra a ambos lados un rosario de campos llenos de cruces. Las enormes fotos grises de un horizonte terroso sembrado de tumbas acaban con una lista de campos de concentración: Mauthausen, Treblinka, Chelmno, Sobibor, Auschwitz, Buchenwald. Los nombres están formados con hitos de madera agujereados por las balas, chamuscados y rotos, en lo alto de las lomas que se extienden hasta el infinito de la mayor desolación jamás conocida por el ser humano.
A continuación, hay un curioso montaje que resulta francamente espeluznante, porque en una sala de penumbras en la que suelo y techo están pintados de negro, se proyectan una serie de películas superpuestas que abarcan la totalidad de las paredes: patios de centros de concentración, alambradas, hombres y mujeres demacrados, semidesnudos, en un ambiente gélido, suplicando y la mayoría de las veces resignados; películas llenas de chispas, tan viejas como reales, por las que circulan soldados alemanes con gruesos abrigos conduciendo perros asesinos, fosas llenas de cadáveres, trenes de mercancía humana desechable, y, al mismo tiempo, con los mismos tonos blancos y negros, como si un viajero del espacio hubiera filmado las secuencias hace un millón de años, un grupo de cazadores-recolectores prehistóricos vistos desde el aire persigue a otro grupo por una estepa en la que tal vez lo más destacable sean las piedras negras de obsidiana distribuídas como un decorado. La escena se repite una y otra vez y nos hipnotiza: la entrada a la cámara de gas, los carromatos llenos de escuálidos seres humanos y un grupo de hombres dando caza a otro grupo de hombres con quijadas de rumiantes, ajenos al vuelo del observador, golpeando una y otra vez con ferocidad salvaje.
Somos nosotros, somos los mismos hombres.
La cámara desciende en un picado que nos arrastra a todos hacia el suelo para volverse hacia el rostro de uno de los cazadores: todos sus rasgos permanecen relajados, en una fría connivencia con lo que está haciendo. En sus ojos, que llenan en un momento dado toda la pared, hay un témpano de hielo que en un solo instante recorre todo el camino desde el cielo hasta el infierno de Dante. En un parpadeo subliminal se nos muestran los círculos llenos de condenados, imágenes que podrían haberse extraído de las minas de esmeraldas de Colombia, y cuando la cámara vuelve atrás, encontramos los ojos embotados de un soldado de la SS, el casco, los aditamentos propios del rango prendidos de su abrigo y, a medida que la profundidad de campo se amplía, la punta de su fusil, los hombres temblorosos y el horror.
¿Somos los mismos seres que hace un millón de años?
¿Aquellos que se apropiaban de un territorio de caza y mataban a sus competidores? Las razones para mantener a salvo la conciencia son las mismas: otra ascendencia, otra raza.
Después, de pronto, empujados por los nuevos recién llegados a esta sala del horror, pasamos junto a un panel en el que se ilumina una carta.
Con el encabezamiento «Rusia», aparecen una serie de cartas iluminadas con una luz violácea sobre la que se destacan chorretones de sangre.
Jasa Gordienko, 17 años
«Queridos padres:
Os escribo el último mensaje. El 2 de julio de 1942 se cumple un mes exacto del día en que fué pronunciada la condena. Mi tiempo se acaba y quizás no viviré hasta la próxima entrega. No espero la conmutación. Estos «turcos» [en referencia a los nazis] saben muy bien lo que represento (y esto gracias a los provocadores). Durante los interrogatorios he permanecido sereno. Lo negaba todo. Me han llevado para ser azotado. Tres veces me han llevado y me han golpeado durante 4 ó 5 horas. A las tres y media han dejado de pegarme. Entretanto me he desmayado tres veces y una vez he fingido haber perdido el conocimiento. (…) Tras estos golpes me han quedado cicatrices en las piernas y más arriba y he empezado a perder el oído…»
Katia Susanina. Liozno, 12 de marzo de 1943
«Querido y buen papá, te escribo esta carta desde la cárcel alemana. Cuando la leas, yo ya no estaré viva. Esto es lo que te pido, padre: castiga a los sanguinarios alemanes. Ésta es la última voluntad de tu hija que está a punto de morir.
Unas palabras sobre mamá. Cuando vuelvas no la busques. Los alemanes la han fusilado. Cuando intentaban arrancarle la verdad acerca de tí, el oficial la golpeaba en la cara con una fusta. Mamá no resistió y orgullosamente dijo: ´No me asustáis golpeándome. Estoy segura que mi marido volverá y os expulsará, canallas usurpadores, fuera de aquí´. El oficial entonces disparó a bocajarro a mamá.
Papá, hoy cumplo quince años, pero si ahora me vieses, no reconocerías a tu hija. He adelgazado. Mis ojos se han hundido, me han cortado las trencitas desde la raíz, mis manos se han secado, parecen un rastrillo. Cuando toso me sale sangre por la boca, me han destrozado los pulmones.
¿Te acuerdas papá, de hace dos años, cuando cumplí trece años? (…) Ahora, papá, cuando me miro en el espejo, con el vestido roto, con andrajos, un número al cuello, como los criminales, delgada como un esqueleto, lágrimas amargas me salen de los ojos. ¡Qué importancia tiene que cumpla quince años! A nadie soy necesaria. Aquí hay mucha gente que a nadie es necesaria. Se arrastran hambrientos perseguidos por perros de pastor. Cada día se llevan a algunos y los matan.
Si, papá, también y soy la esclava de un granuja alemán, trabajo como lavandera, hago la colada, lavo los suelos (…) Como dos veces al día, en el dornajo, con Rosa y Clara, así se llaman los cerdos del amo. (…) Vivo en una leñera, no se me permite entrar en una habitación. (…) Dos veces me he escapado de los amos, pero un criado suyo me encontró. Entonces, el señor mismo me rasgó el vestido y la emprendió conmigo a coces. Perdí el conocimiento. Luego me echaron un cubo de agua y me arrojaron a una bodega.
(…) He decidido que es mejor morir en la patria antes que ser arrastrada por el fango, en la maldita tierra alemana. Tan sólo la muerte me salvará de las feroces palizas…»
El horror nunca imaginado–
Durante la segunda guerra mundial, en Rusia murieron unos 17 millones de personas, de los que 10 millones eran civiles. Las ejecuciones en masa eran llevadas a cabo generalmente por destacamentos especializados, sobre todo en las comunidades rurales. Los niños eran gaseados, colgados o fusilados, a no ser que se les usara hasta su muerte como donantes de sangre para soldados alemanes heridos. Un cabo alemán había anotado en su diario la descripción de 1.200 asesinatos de su propia mano.
Pasa Savel´eva (Escrita en el muro de una celda, pocos minutos antes de morir)
«¡Se aproximan negros, terribles minutos! Todo mi cuerpo está mutilado, las manos, las piernas… Pero muero sin haber hablado. Es terrible morir a los veitidós años. ¡Cómo me hubiera gustado vivir! En nombre de la vida de los que vendrán después de nosotros, en tu nombre, patria, nos vamos… Hazte grande, hermosísima, patria mía. Adiós…»
Austria-
Rudolf y Marie Fischer, torturados y decapitados por la Gestapo, a su hija pequeña:
«Querida Erika,
Cuando pienso en tí, te veo ante mí en el claro sol estival, así como te he visto en innumerables paseos. Querida chiquilla, florecerá para tí todavía tanta felicidad. No tengas nostalgia del pasado. Lo que fué ya no volverá nunca más. Mirar atrás no tiene sentido, y no hace sino paralizar tus fuerzas. ´Mira hacia arriba, avanza…´ Haz siempre lo que creas justo, no te dejes persuadir en contra de tus profundas convicciones para realizar actos que consideres equivocados…»
Rudolf.
«Mi querida y pequeña Erika:
¡Ha sucedido! Siento mucho que hayas llorado cuando han pronunciado mi sentencia. Nuestros días están contados, y no quiero hacerlos más duros de lo que ya son. Después de todo no es tan importante vivir unos días más o menos. He seguido a mi marido y continuaré siguiéndolo. Es el camino de Rudi y de tantos otros.
Sé valiente y mantente firme. Te besa y abraza, tu madre…»
Marie.
«Mi queridísima Finnerle:
(…) Basta, dentro de poco habré acabado. Recibe por última vez mis más sinceras gracias por todo, todo. Era tan hermoso estar contigo. Esto me ha dado la fuerza para soportar durante diecisiete meses este duro destino. Todo lo que era mío, o que un día tenía que ser mío, pasa a posesión tuya. Desgraciadamente, no he llegado a reunir más.
Te ruego que no te sientas hundida, no sirve de nada. Piensa que he perdido la vida en el campo de batalla por la libertad y por la justicia, como otros miles de personas…»
Hugo Hlobil
Selección de Teodoro Gómez Cordero
Transcripción de Gabi


Estas cartas, como tantos otros documentos que muestran estas realidades, interpelan directamente al centro de nuestra conciencia de personas y nos urgen respuesta clara y concreta. Me han hecho reflexionar mucho en mi vida estos hechos y otras atrocidades similares; me han instado a preguntarme sobre el hombre, sobre lo que merece la pena en la vida, sobre la justicia de ahora o de «un después», sobre el perdón, sobre el amor, sobre Dios. La sensibilidad hacia el sufrimiento creo que es un don precioso de Dios, por lo que creo que Dios «oye siempre el clamor», como oyó el clamor de la sangre de Abel, en tan aleccionador alegoría que se repite sin fin. Si no fuera así, estaríamos apañados, seríamos los más desgraciados de los hombres, como nos dice San Pablo
Un abrazo fuerte y esperanzado
Ramón
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A mi me impresiona, Ramón, cómo unas simples cartas que viajan a través del tiempo y espacio, nos ayuda a conocer las costumbres, reconstruir la historia. Cartas que han dejado testimonio de triunfos y derrotas, de lo mejor y lo peor del ser humano, de la amistad, del amor y la vida misma.
Estas cartas aún conservarn toda la frescura, la magia y los sentimientos de esas personas que se escriben.
Un abrazo!
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Qué duras palabras, llegó un momento que no sabía si quería seguir leyendo… aún así, me dio gusto ver que no perdían la fortaleza.
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Recordar, es pasar, de nuevo, por el corazón.
Siento que humanidad no tenemos que perder la memoria.
Por eso estas correspondencias en el tiempo, que son párrafos de cartas que dibujan la historia de la humanidad.
Un abrazo Marina!
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