Uno de los radiotelegrafistas de Comodoro Rivadavia, escala de
Patagonia, hizo un ademán brusco, y todos los que velaban impotentes en la
estación se agruparon alrededor de ese hombre y se inclinaron.
Se inclinaban sobre un papel virgen y crudamente iluminado. La mano del
operador titubeaba aún, y el lápiz se balanceaba. La mano del operador tenía
aún las letras prisioneras, pero ya sus dedos temblaban.
—¿Tormentas?
El «radio» hizo «sí» con la cabeza. Sus chirridos le impedían entender.
Luego anotó algunos signos indescifrables. Luego palabras. Luego se
pudo restablecer el texto:
«Bloqueados a tres mil ochocientos por encima de la tempestad.
Navegamos rumbo Oeste, hacia el interior, pues habíamos derivado sobre el
mar. A nuestros pies todo está obstruido. Ignoramos
si volamos aún sobre el mar. Comunicad si la tempestad se extiende al
interior.»
A causa de las tormentas, para transmitir este telegrama a Buenos Aires
tuvieron que hacer la cadena de estación en estación. El mensaje avanzaba
en la noche, como fuego que se enciende sucesivamente.
Buenos Aires mandó responder:
«Tempestad general en el interior. ¿Cuánto combustible le queda?»
«Media hora, aproximadamente.»
Y esta frase, de velador a velador, remontó hasta Buenos Aires.
La tripulación estaba condenada a zozobrar antes de treinta minutos en un
ciclón que la arrojaría contra el suelo.
-Antoine de Saint-Exupéry