—El correo de Asunción sigue sin novedad. Estará aquí dentro de dos
horas. Prevemos, en cambio, un retraso importante en el correo de Patagonia,
que se encuentra, al parecer, con dificultades.
—Bien, señor Rivière.
—Es posible que no lo esperemos para hacer despegar el avión de Europa:
después de la llegada del de Asunción, nos pedirá usted instrucciones. Esté
presto.
Rivière releía ahora los telegramas de protección de las escalas Norte.
Abrían el correo de Europa una ruta de luna: «Cielo limpio, luna llena,
viento nulo.» Las montañas del Brasil limpiamente recortadas sobre la
luminosidad del cielo, hundían en los remolinos plateados del mar sus
espesas cabelleras de selvas negras: esas selvas, sobre las cuales llovía
incansablemente, sin colorearlas los rayos de la luna. Y en el mar, las islas
también negras, cual restos errantes de naufragios. Y, a lo largo de toda la
ruta, esa luna inagotable: un manantial de luz.
Si Rivière ordenaba la salida, la tripulación del correo de Europa entraría
en un mundo estable que, por toda la noche, luciría dulcemente. Un mundo
donde nada amenazaba el equilibrio de las masas de luz y de sombra, donde
ni siquiera se insinuaba la caricia de esos vientos puros, que, si arrecian,
pueden estropear en algunas horas un cielo entero.
Pero Rivière titubeaba, frente a esta luminosidad, como un buscador de
oro frente a vedados campos auríferos. Los acontecimientos, en el Sur,
desmentían a Rivière, único defensor de los vuelos nocturnos. Sus
adversarios sacarían de un desastre en Patagonia una posición moral tan
fuerte que tal vez haría impotente en adelante la fe de Rivière; pero la fe de
Rivière no había vacilado: una grieta en su obra habría permitido el drama, y
el drama evidenciaba esa hendedura, pero no probaba nada más. «Tal vez
sean necesarias, en el Oeste, algunas estaciones de observación… Lo
estudiaremos.» Pensaba además: «Mis razones para insistir son las mismas e
igualmente sólidas; en cambio, he descartado una posible causa de
accidentes: la que acaba de hacerse patente.» Los reveses robustecen a los
fuertes. Desgraciadamente, contra los hombres se practica un juego donde
entra muy poco en consideración el verdadero sentido de las cosas. Se gana
o se pierde según las apariencias. Se marcan puntos miserables, y uno se
encuentra atenazado por la apariencia de una derrota.
Rivière llamó.
—Bahía Blanca, ¿no nos comunica nada aún por T. S. H.?
—No.
—Llame por teléfono.
Cinco minutos más tarde, se informaba:
—¿Por qué no nos comunica nada?
—No entendemos al correo.
—¿No habla?
—No sabemos. Demasiada tormenta. Incluso si transmitiese no lo
entenderíamos.
—Trelew, ¿les oye?
—Somos nosotros los que no oímos a Trelew.
—Telefonee.
—Lo hemos probado: ha sido cortada la línea.
—¿Qué tiempo hace ahí?
—Amenazador. Relámpagos al Oeste y al Sur. Muy cargado.
—¿Viento?
—Débil aún, pero sólo por diez minutos. Los relámpagos se acercan a
gran velocidad.
Un silencio.
—Bahía Blanca. ¿Escucha? Bien. Llámeme dentro de diez minutos.
Rivière ojeó los telegramas de las escalas Sur. Todas señalaban el mismo
silencio del avión. Algunas no respondían ya a Buenos Aires y, en el mapa,
aumentaba la mancha de las provincias mudas, donde las pequeñas ciudades
aguantaban ya el ciclón, con todas las puertas cerradas, y cada casa de sus
calles oscura y tan aislada del mundo y perdida en la noche como un navio.
Sólo el alba las libertaría.
Sin embargo, Rivière, doblado sobre el mapa, conservaba aún la esperanza
de descubrir un refugio de cielo puro, pues había pedido, por telegramas, el
estado del cielo a la policía de más de treinta ciudades de provincia y las
respuestas empezaban a llegarle. Sobre dos mil kilómetros, las estaciones de
radio tenían orden, si una de ellas captaba una llamada del avión, de advertir
en treinta segundos a Buenos Aires que le comunicaría, para retransmitirla a
Fabien, la situación del refugio.
Los secretarios convocados para la una de la madrugada habían ocupado
de nuevo sus mesas. Allí se enteraban, misteriosamente, de que, tal vez, se
suspenderían los vuelos nocturnos y de que el mismo correo de Europa no
despegaría antes de amanecer. Hablaban en voz baja de Fabien, del ciclón, y,
sobre todo, de Rivière. Lo adivinaban allí, muy cerca, aplastado poco a poco
por ese mentís de la Naturaleza.
Pero todas las voces se apagaron: Rivière, en su puerta, acababa de
aparecer, envuelto en su abrigo, el sombrero como siempre sobre los ojos,
eterno viajero. Se dirigió, con paso tranquilo, hacia el jefe de oficina:
—Es la una y diez; ¿está en regla la documentación del correo de Europa?
—Yo… yo creí…
Dio media vuelta, lentamente, hacia una ventana abierta, las manos
cruzadas tras la espalda.
Un secretario le alcanzó:
—Señor director, obtendremos pocas respuestas. Se nos comunica que, en
el interior, muchas líneas telegráficas han sido ya destrozadas.
—Bien.
Rivière, inmóvil, contemplaba la noche.
Así, cada mensaje amenazaba al correo. Cada ciudad, cuando podía
responder, antes de que las líneas fuesen destruidas, daba cuenta de la marcha
del ciclón, como si se tratara de una invasión. «Viene del interior, de la
Cordillera. Barre toda la ruta, hacia el mar…»
Rivière juzgaba las estrellas demasiado brillantes, el aire demasiado
húmedo. ¡Qué extraña noche! Se dañaba, bruscamente, por placas, como la
pulpa de un fruto luminoso. Las estrellas numerosas dominaban aún Buenos
Aires, pero esto era sólo un oasis: y un oasis de un instante. Además un
puerto fuera de radio de acción del avión. Noche amenazadora que un viento
dañino picaba y pudría. Noche difícil de vencer.
En algún lugar, un avión corría peligro en sus profundidades: ellos se
agitaban, impotentes, sobre la orilla.
-Antoine de Saint-Exupéry