Así, había leído biografías y autobiografías y recopilaciones de cartas y memoirs y diarios y journals.
Siempre con una insaciable voracidad, como si en las vidas y recuerdos de sus mayores (y de sus contados amigos quienes, por un tiempo, fueron todos escritores o personas relacionadas con la literatura) buscase una clave al misterio.
Una idea, sí, completamente infantil: la de la existencia de alguna Piedra de Rosetta que ayudase a difundir y enseñar el secreto y que convirtiese todo el asunto en la más exacta de las ciencias.
Y que, al no hallarla, se hubiese limitado a escribir sobre ellos y nada más que sobre ellos. Sobre esa clase de animal en el que él enseguida se convirtió.
Novelas y relatos en los que siempre había un escritor.
Persiguiéndolos como reflejos suyos en un espejo deformante, redactándolos a lo largo y ancho de todos estos años hasta el agotamiento, hasta sentirse extinguido y apagado o con unas incontenibles ganas de oprimir la fantasía de interruptor que lo desactivase y que anulase la energía que hace escritores a los escritores.
Tanteando con los ojos cerrados las paredes de una casa encandiladora. Rogando por una llave de luz que apagar y que, una vez apagada, le permitiese abrir los ojos por primera vez para ver otra cosa que no sea escritores y escritura.
Dejar atrás este tipo de problemas en que ya no quería volver a estar o en los que pensar y que, como consecuencia de una especie de superpoder para infradotados, le permitiese confrontarlo todo dentro de su mente.
Como si lo leyera, como si esos textos eternos y ascendentes al principio de films de ciencia ficción en los que el espectador entiende poco y nada entre tantos nombres consonantes de planetas distantes.

