.tristán e Isolda, pero sin promesas

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Tristán e Isolda, pero sin promesas

 

«Hicimos una flora juntos. Tenía el pelo claro y lacio, tan lindo como un cepillo pueda peinar. Caminaba con un encanto felino que aunaba una cierta modestia de hidalga belleza y agrado. Se bajaba la pollera como si cuidara un tesoro. Su desaliño habitaba las fronteras y vértices de un paraíso prometido que por momentos parecía vacío y por otros un vergel de palpitaciones. Era, en su silencio, un resumen erudito de encanto y sus ojos negros egipcios, sombreados de un azul negro de ojeras, parecían albergar los pasos hechizados de historia que la habían llevado hasta allí, hasta el día que nos conocimos mientras caminábamos por la ciudad mas bella del mundo.

Cuando la vi, pensé: el pasado y el futuro es solo una memoria, lo que tengo es el ahora que a veces me acecha como un beso alado y otras con la suma de años que me devora entre los pliegues de mis libros ajados de preguntas sin respuestas.

Ciertas mañanas, cuando la amaba sobre el pequeño sillón de la chimenea, ella era como el ranchito desabrochado del Uruguay, el de la playa, el que, en los días de sol, en vez de abrir las puertas se bajaban las dos paredes que dan al mar y se vivía el día entre sombras con las brisas del sur, sin resguardos de ropas o cortinas, almorzando duraznos con queso de oveja, retozados y revolcados en la arena con baños de mar. Desnudos, lejos de los caminos y de la simetría pérfida de la vida.

Allí no valía sumar medallas, diplomas o distinciones. Allí todo discurría entre miradas y silencio. A la playa solo llevaba mi pesado canasta con algunos de mis libros de la pléyade, a saber; Colette, Saint-John Perse, y las antologías de poesía, que leía a viva voz entre brisas y besos de verano.

En esos momentos, su aliento mezclaba lo salobre con el dulce de mi boca luego de haber besado sus tesoros, allí en los límites mas umbrosos del deseo, donde el amor trastabilla con la más agraciada oscuridad humana. Sin embargo, son aquellos gestos e instantes de extrema unión los que le dan luz a un amor, que parecía estar apoyado sobre los rieles y las ruedas de un tren que en lento andar le hacía el amor a todo lo posible.

Porque si el agua es solo agua, ella era solo amor de amor, ya que abrazaba el deseo con infinita y curiosa apetencia, y al amarla era como si todos los hombres y mujeres la amaran a la vez. Poseía la más amplia generosidad con la vida, y sus secretos, que parecían vivir sobre los camalotes de los Esteros del Iberá, eran lánguidos y misteriosos.

De mañana, bajaba desnuda a la cocina y preparaba el café y los huevos con tostadas de pan negro. A veces la acompañaba para mirarla. Sentado en la banqueta, mientras sus manos, con cariñosa precisión, parecían adorar la sartén entre el burbujeo de la manteca y el dorar de tostadas sobre el fuego. En su ir venir de sabores, recogía en mis ojos, la ínfima pero bella ventana de su ingle: «El crepitar amarillo-naranja de las llamas del fuego de la cocina».

Yo sabía que aquel raudal de belleza -próvido y fértil- que adornaba mi vida con sus pezones rojos azulados no estaría para siempre; sabía que era una alegría temporaria, sus pequeños pies me lo hacían saber cuando se ponía los zapatos, cerraba su valija y salía hacia otro aeropuerto, otra ciudad, otro amor.

Ese día, cuando se fue, supe que las otras flores, las que estaban en los floreros de mi casa, las que había comprado y arreglado hacía pocos días para agasajarla, ya ajadas, eran tan solo un enunciado de la belleza que abrazábamos en los largos pasillos de las horas y los minutos de los días juntos.

Tristán e Isolda, madreselva del monte, nuestra poción de amada lujuria, sin promesas.»

-Francis Mallmann

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