Johan Gudmundsen-Holmgree©
«A los dos años me enseñaron que cualquier habitación de nuestra casa, a cualquier hora del día, podría ocuparse para leer, y sobre todo para hacerlo en voz alta a quien quisiera escuchar. A mí me leía mi madre.
Me solía leer por las mañanas en el dormitorio grande, juntas las dos en una mecedora que crujía al compás de nuestros movimientos, como una cigarra que acompañara el desarrollo del relato.
Me leía en el comedor durante las tardes del invierno, ante el fuego de carbón, y la historia la terminaba el reloj con su cucú, y me leía por la noche, cuando yo me acostaba.
Creo que no le di un solo respiro.
A veces me leía incluso en la cocina, mientras batía la mantequilla, y el sonido del mortero repicaba a la par que el cuento, cualquiera que eligiese.
Soñaba con que ella me leyera mientras batía yo la mantequilla; una vez decidió complacerme, pero el cuento terminó sin que yo hubiese podido cuajarla.
Mi madre se reveló como una lectora muy expresiva.
Cuando leía «El gato con botas», por ejemplo, era imposible no descubrir que no se fiaba de ningún gato.
Me asombró y me decepcionó que los libros de cuentos los escribieran las personas, y no maravillas de la naturaleza que brotaran como la hierba.
Con todo, ajena a su procedencia, no recuerdo un solo momento en el que no estuviera enamorada de ellos: de los propios libros, de las cubiertas, de la encuadernación y del papel en que estuvieran impresos, de su olor y de su peso…
Los cogía en brazos, como si los hubiese capturado y los poseyera, y me los llevaba a un rincón.
Aún analfabeta, ya estaba lista para los libros, entregada a toda la lectura que pudiera brindarles.
Ni mi padre ni mi madre se habían criado en casas con presupuesto para una gran cantidad de libros; aunque debió de causarle enormes estrecheces, habida cuenta de su salario de joven oficinista en una joven compañía de seguros, mi padre seleccionó y encargó con constancia todo cuanto él y Madre consideraban beneficioso para nosotros: puede decirse que compraban de cara al futuro.
Aparte de la estantería del cuarto de estar, a la que siempre se llamó «la biblioteca», contábamos con las mesas de las enciclopedias y el atril en que descansaba el diccionario, junto a las ventanas del comedor.
Allí, para ayudarnos a crecer discutiendo, estaba el Webster en su versión íntegra, la Enciclopedia Columbia, la Enciclopedia Ilustrada de Compton, la Biblioteca Lincoln y la última edición del Libro del Conocimiento.
Y el año en el que nos mudamos a la casa nueva dispusimos del espacio suficiente para celebrarlo con la edición de la Britannica de 1925, que mi padre —siempre mirando cara al futuro— consideraba mejor que cualquier otra edición previa.
En «la biblioteca», dentro de la vitrina de estilo misión que se cerraba con tres puertas acristaladas, formando un losange, junto al sillón Morris de mi padre y la lámpara de pantalla de cristal velado, sobre una mesa adyacente, se conservaban los libros que pronto me tocaría empezar a leer; y así ocurrió: fui leyéndolos todos a medida que alcanzaba a cogerlos, estante por estante, de abajo arriba.
Me esperaba un estuche con las Lecturas Stoddard, todas con su vocabulario decimonónico y sus viñetas de la vida campesina, sus pintorescas creencias y costumbres, y las ilustraciones correspondientes grabadas en media tinta: la erupción del Vesubio, Venecia a la luz de la luna, un campamento de gitanos alrededor de la lumbre.
Yo ignoraba, entonces, que encerraban la clave del deseo de mi padre por conocer mundo.
Leía acompañado de su otro amor lejano: el Libro de la Ópera editado por la casa Victrola, en el que aparecían, en sinopsis, una ópera tras otra, con retratos de Melba, Caruso, Galli-Curci y Geraldine Farrar vestidos de época, algunas de cuyas voces escuché en los discos de Red Seal.
Interpretaba como algo secundario el que mi madre leyera para informarse; ella se sumergía, hedonista, en las novelas.
Leía a Dickens con el mismo ánimo que le habría embargado si se hubiera fugado con él.
Las novelas de su adolescencia que habían permanecido en su imaginación, amén de las de Dickens, Scott y Robert Louis Stevenson, eran Jane Eyre, Trilby, La dama de blanco, Verdes mansiones, Las minas del rey Salomón.
El nombre de Marie Corelli surgía de cuando en cuando en la conversación, si bien comprendí que había caído en desgracia para mi madre, quien solo conservó Ardath en un gesto de pura lealtad.
Con el tiempo se dedicó de lleno a Galsworthy, Edith Wharton y, sobre todo, al Thomas Mann de los volúmenes de José.
St. Elmo no estaba en nuestra casa, aunque la vi a menudo en otros hogares.
Esta novela sureña, disparatadamente popular, está en el origen de todas las Edna Earles nacidas en nuestra población.
Les pusieron ese nombre por la heroína, que consigue poner de rodillas y a sus pies a St. Elmo, un amante libertino, disoluto y pecador.
Mi madre sobrevivió sin ella, pero recordaba el típico consejo que se les daba a quienes deseaban regar sus rosales durante un buen rato: «Cógete una silla cómoda, abre el St. Elmo, y deja correr el agua».
A mi padre y a mi madre debo mi temprano conocimiento del muy querido Mark Twain.
Nuestra biblioteca incluía sus obras completas junto a unas escogidas de Ring Lardner.
Con el tiempo esos textos nos unieron a todos, padres e hijos.
Por leer todo cuanto me encontraba tropecé con un viejo libro al que faltaba una cubierta, y que perteneció a mi padre en su infancia.
Se llamaba Sanford y Merton, y me pregunto si quedará alguien capaz de recordarlo.
Se trata del famoso cuento moral que escribiera Thomas Day en la década de 1780, si bien el título de aquel libro no le mencionaba: se trataba de Sanford y Merton en monosílabos, de Mary Godolphin.
Ahí vivían el niño pobre y el niño rico, y Mr. Barlow, su profesor e interlocutor, alternando largos discursos con escenas dramáticas, peligros y rescates que se asignaban —respectivamente— al rico y al pobre.
Terminaba no con una, sino con dos moralejas: «Haz lo que debas, pase lo que pase» y «Si hemos de ser grandes, aprendamos primero a ser buenos».
Al volumen le faltaba la portada, así que la contraportada se sujetaba tan solo por unos pocos filamentos de papel encolado, ahora del color del oro, por lo que quedaban al descubierto las páginas llenas de manchas, salpicadas y hechas jirones; las chillonas ilustraciones se habían desprendido, pero aún seguían presas entre las hojas.
En la inconsciencia propia de la infancia yo tenía la impresión de que ese era el único libro que había acompañado a mi padre durante su niñez.
Se había asido con fuerza a él, y era probable incluso que velase sus sueños bajo la almohada; mi padre perdió a su madre con tan solo siete años de edad.
Jamás nos mencionó la existencia de ese Sanford y Merton en monosílabos, pero viajó con él desde Ohio hasta Jackson y lo colocó en la vitrina de su salón.
Cuando vivía en Virginia Occidental, mi madre había comprado las obras de Dickens; también estas exhibían un aire de tristeza, pues habían pasado —según me dijo— por el fuego y el agua antes de mi nacimiento, y estaban ordenadas y alineadas, tal como me enteré más tarde, como si estuvieran esperándome a mí.
Recibí como regalo, desde que alcanzo a recordar, libros de toda especie; libros que aparecían en mi cumpleaños y por Navidad. Evidentemente, mis padres no pudieron obsequiarme con los suficientes.
Debieron de hacer un gran sacrificio para regalarme, por mi sexto o séptimo cumpleaños —después de que aprendiera a leer— los diez volúmenes de Nuestro mundo maravilloso.
Aparecieron como libros pesados, hermosamente confeccionados, con los que me tumbaba en el suelo, delante de la chimenea del comedor, sobre todo con el quinto volumen, el que compendiaba Todos los cuentos para niños.
Allí estaban los cuentos de hadas: Grimm, Andersen, los ingleses y los franceses, «Alí Babá y los Cuarenta Ladrones», Esopo y Reynard el Zorro, los mitos y leyendas, Robin Hood, el Rey Arturo, San Jorge y el Dragón, e incluso la historia de Juana de Arco, un fragmento del Progreso del peregrino y otro más largo de Gulliver, todos embellecidos con ilustraciones clásicas.
Me alojaba en aquellas páginas e iba derecha a los cuentos y las ilustraciones, que me encantaban; muy a menudo, la primera que escogía era «El enano amarillo», con el Enano Amarillo de Walter Crane a todo color, que con frecuencia aparecía en la terrorífica compañía de los pavos.
Ahora ese volumen exhibe tal desgaste, tanta desnudez en sus cubiertas, como el pobre Sanford y Merton de mi padre.
Durante todos estos años, la preciosa página que contiene los «Jumblies» de Edward Lear se ha tambaleado, en un tris de desprenderse.
La medida del amor que profesaba por Nuestro mundo maravilloso la precisa el que durante mucho tiempo me preguntase si sobreviviría al fuego y al agua, de la forma en que mi madre probó a Charles Dickens; me consolaba pensando que, cuanto menos, podría pedir a mi madre que lo hiciera ella por mí.
Creo que soy la única niña que conozco que haya crecido con este tesoro en casa.
Con frecuencia preguntaba a las otras si tenían Nuestro mundo maravilloso.
Les soltaba a las claras que el Libro del Conocimiento no le llegaba ni siquiera a los talones.
Guardo aún viva gratitud a mis padres por haberme iniciado, y además a la temprana edad en la que se lo pedí —es decir, sin hacerme esperar—, en el conocimiento de la palabra: en la lectura y la ortografía por medio del alfabeto.
Me enseñaron a leer en casa, para que lo hiciera a la perfección cuando empezase a ir a la escuela.
Tengo entendido que el alfabeto ya no se considera un artículo imprescindible para viajar a través de la vida.
En mis tiempos, en cambio, se veneraba como la piedra angular del conocimiento.
Se aprendía el alfabeto igual que se aprendía a contar hasta diez, como se aprendía a rezar «Jesusito de mi vida» y las demás oraciones, y el nombre de tu padre y tu madre, y la dirección y el número de teléfono de tu casa por si te perdías.
Mi amor por el alfabeto —que aún perdura— nació de su recitación pero, antes todavía, del deleite ante la forma de las letras en las páginas.
En mis libros de cuentos, antes incluso de aprender a leer, me enamoré de las diversas capitulares entrelazadas y como encantadas con las que Walter Crane abría sus cuentos de hadas.
En «Érase una vez», por la traviesa de la «É» saltaba un conejo que se precipitaba sobre un hierbín lleno de flores.
Cuando me llegó el momento, años después, de ver el Libro de Kells, toda la magia de las letras, las capitulares y las palabras, cayó sobre mí con una fuerza mil veces superior, y la iluminación, el oro, los percibí como parte de la belleza de la palabra, de la sacralidad que me esperaba ahí desde el primer momento…»
-Eudora Welty
(Premio Pulitzer, autora de novelas y cuentos que se ocupan del universo del sur estadounidense, Eudora Welty nació en 1909 y murió en 2001. Extraido de las memorias » La palabra heredada»)