
«Una gaviota:
majestad contra el cielo
de la mañana.
Noche sin luna.
Luciérnagas las barcas
que la simulan.
Una palmera
sube por esta luz,
nos la revela.
///
Te regalo
estas palmeras enmarañadas,
las apenas
sobrevivientes flores,
las aguas en apariencia
intocadas.
Te regalo también
la belleza de estas
conchas que en otros lugares nuestros
no se ven ya nunca.
Acarícialo todo, es decir
nómbralo.
Y después, te lo ruego,
vuelve a entrar en el mar.
///
Y leyó. Algún poema. Tal vez este, llamado Eternidad:
Todavía no te dejes caer,
espera un poco:
que mi piel toque aún
tu superficie viva;
que un momento mis ojos
retengan esa gracia que no puedo decir.
Permanece unas horas, no te pierdas
alegra hoy ese vaso,
anémona,
flor del viento.
///
Niño feliz,
criatura diminuta
que cabalgas desde hace siglos
sobre este caballo
a punto de saltar, tal vez
encabritado.
Puede que tengas miedo
—él es demasiado grande—
pero veo en tu rostro
temeridad, coraje,
la determinación de seguir
allá arriba, donde quiera que vaya.
Quién, como tú,
atrevido y magnífico,
pudiera con su gesto galopar
para siempre,
arriesgarse a vivir
en el filo inmortal.
///
Lo más notable
es esta perfección de los dedos
que alcanzan un borde, que rodean
tu dedo, buscando
encerrarlo, anillo delicado.
Qué admirable perfección esta
de los dedos del niño
que aún no sabe
del poder que tienen al cerrarse
en tu mano, anillo
más claro y deseable
que cualquier otro de los que
tanto brillan y vanamente
esperan un poco de atención,
la caricia que sólo
estos dedos merecen.»
-Aurora Saura