«Robert Kincaid pasó junto al buzón de Richard Johnson una hora antes del amanecer.
Comía unamanzana acompañada de una tableta de chocolate blanco y sostenía el vasito de café entre las rodillas para que no se volcara.


Miró la casa blanca a la tenue luz de la luna y sacudió la cabeza pensando en la estupidez de los hombres, de algunos hombres, de la mayoría de los hombres.
Al menos podría tomar el brandy y no golpear la puerta de alambre tejido al salir.
Francesca oyó el motor desalineado. Estaba en la cama; había dormido desnuda después de muchísimo tiempo de no hacerlo. Imaginaba los cabellos de Kincaid al viento que entraba por la ventanilla, a él con una mano en el volante y en la otra un Camel.
Oyó esfumarse el ruido de los neumáticos en dirección a Roseman Bridge. Y las palabras del poema de Yeats comenzaron a fluir en su mente: «Fui al bosque de avellanos, porque tenía un incendio en la cabeza…» El tono estaba entre el de una profesora y el de una mujer que implora.


Robert dejó el camión apartado del puente para que no interfiriera en sus composiciones. Del pequeño espacio detrás del asiento sacó un par de botas de goma, se sentó en el estribo a quitarse las de cuero para ponerse las otras. Con una de las mochilas a la espalda, el trípode colgado del hombro izquierdo por la correa de cuero, el otro bolso en la mano derecha, inició el descenso por la empinada pendiente hacia el agua.
Quería poner el puente en un ángulo para dar tensión a la composición, sacar al mismo tiempo una parte del arroyo y que no aparecieran los graffiti de las paredes cerca de la entrada. Los cables de teléfono al fondo también eran un problema, pero podía resolverse con un cuidadoso encuadre.
Sacó la Nikon y la colocó en el pesado trípode. Ahora se veía una luz gris por el este, y Robert comenzó a experimentar con la composición. Movió el trípode, reajustó las patas. Ahora ascendía un color rojizo, el cielo se iluminaba. El cuarenta por ciento del sol estaba sobre el horizonte, la vieja pintura del puente adquiría una tonalidad roja, cálida, precisamente lo que quería Robert.
Una segunda exposición. En el momento en que soltó el disparador algo le llamó la atención. Volvió a mirar por el visor. ¿Qué diablos hay en la entrada del puente?, se preguntó. Un pedazo de papel.
No estaba allí el día anterior.
Se aseguró de que el trípode estuviera firme y echó a correr por la orilla mientras a sus espaldas salía rápidamente el sol. El papel estaba prolijamente fijado al puente. Lo arrancó y metió el papel y la tachuela en el bolsillo del chaleco. Volvió a la orilla, bajó y se colocó detrás de la cámara. El sesenta por ciento del sol había salido.
Robert respiraba aceleradamente después de la carrera. Volvió a disparar. No había viento, el pasto estaba inmóvil. Repitió todo el proceso. Llevó el trípode y la cámara al medio del arroyo, los acomodó, disparó y se acercó al puente, caminando con los pies en el agua corriente arriba.

Regresó a la orilla, recorrió el puente, corriendo con el equipo, jugándole una carrera al sol. Ahora la difícil: tomar la segunda cámara con película más rápida, colgarse las dos cámaras del cuello, trepar al árbol detrás del puente. Se raspó el brazo en la corteza, «¡Carajo!«, masculló. Ahora estaba en un lugar alto, veía más abajo el puente en un ángulo en que el sol daba en el agua. Tomó nueve fotos. Cambió de cámara y de película. Hizo doce fotos más.

Bajó del árbol. Bajó hasta la orilla. Sacó una tercera cámara de la mochila. Después de veinte minutos de trabajo intenso como sólo lo conocen los soldados, los cirujanos y los fotógrafos, Robert Kincaid metió las mochilas en el camión y volvió por la misma carretera que lo había traído.
En quince minutos podía llegar al puente Hogback al noroeste de la ciudad y tomar algunas fotos si se apuraba.
Volaba el polvo; encendió un Camel, el camión seguía viaje velozmente, pasó frente a la casa de madera blanca, el buzón de Richard Johnson. No había señales de Francesca. ¿Qué esperabas?

Está casada, se porta bien. Tú te portas bien. Quién necesita ese tipo de complicaciones. Linda noche, buena cena, bonita mujer. Dejémoslo así.
Dios mío, es hermosa y tiene un no sé qué. Algo. Me cuesta
dejar de mirarla.

Francesca estaba atareada en el granero cuando él pasó como una tromba por la casa. Los ruidos del ganado ahogaban todo mido que no viniera de la carretera. Y Robert Kincaid iba hacia Hogback Bridge, persiguiendo la luz.
Todo anduvo bien en el segundo puente. Estaba en un valle, todavía rodeado de niebla cuando llegó Robert. El lente de trescientos milímetros le daba un sol grande en la parte superior izquierda del encuadre, y la foto tomaba el ondulante camino entre las rocas y el puente mismo.
Luego vio a un granjero en un carro tirado por dos percherones de color castaño claro en el camino blanco. «Uno de los últimos muchachos de ese estilo«, pensó Kincaid con una sonrisa. Sabía cuándo llegaban las buenas, y mientras trabajaba veía ya cuál seria el producto final. En las tomas verticales dejó un poco de luz para el título.

Cuando plegó el trípode a las ocho y treinta y cinco se sentía contento. El trabajo de la mañana dejaba fotos para guardar. Era un material bucólico, conservador, pero hermoso y sólido. Las del granjero y los caballos podían servir hasta para una tapa; por eso había dejado el espacio en la parte superior, lugar para las letras, para el logo. A los editores les gustaba ese tipo de artesanía cuidadosa. Por eso Robert Kincaid siempre tenía trabajo.
Había usado los siete rollos de película o parte de ellos, vaciado las tres cámaras, y metió la mano en el bolsillo inferior izquierdo del chaleco para sacar los otros cuatro. «¡Mierda!«. Se había pinchado el dedo índice con la tachuela que estaba en el bolsillo junto con el papel. Lo sacó, lo abrió y leyó:

«Si quieres cenar otra vez ‘cuando las mariposas nocturnas estén en vuelo’, ven esta noche cuando termines. A la hora que desees.»

No pudo evitar sonreír un poco, imaginando a Francesca Johnson con la nota y la tachuela, conduciendo la camioneta en la oscuridad hasta el puente. En cinco minutos estuvo de vuelta en el pueblo. Mientras el hombre de Texaco llenaba el tanque y controlaba el aceite, Kincaid habló por un teléfono público de la estación de servicio. La delgada guía telefónica estaba manchada por las manos engrasadas de la gente que la usaba en ese lugar. Había dos Johnson R., pero uno pertenecía a la ciudad.

Discó el número rural y esperó. Francesca estaba dándole de comer al perro en el porche del fondo cuando sonó el teléfono en la cocina. Atendió al segundo timbrazo:
-Familia Johnson.
-Hola, habla Robert Kincaid.
-Francesca sintió que algo daba un salto dentro de su pecho y le caía en el estómago. -Tengo tu nota. Acepto la invitación, pero es posible que llegue tarde. El tiempo es bastante bueno, así que pienso fotografiar el… veamos, ¿cómo se llama?… el Cedar Bridge…esta noche. Puede que termine después de las nueve. Y entonces habrá que hacer un poco de limpieza. De manera que no llegaría antes de las nueve y media o diez. ¿No importa?

Sí, importa. Ella no quería esperar tanto tiempo, pero se limitó a decir:
-Ah, perfecto. Lo que importa es que hagas tu trabajo. Prepararé algo que se pueda calentar fácilmente cuando llegues.
El agregó enseguida:
-Si quieres venir cuando trabajo, ven. No me molestará, puedo pasar a buscar
te a las cinco y media.

La mente de Francesca estudió el problema. Quería ir con él. Pero, ¿y si la veía alguien? ¿Qué podía decirle a Richard si se enterase?


Cedar Bridge estaba a unos cincuenta metros corriente arriba, paralelo al camino nuevo y su puente de hormigón. No era fácil que la vieran. ¿O sí? Se decidió en menos de dos segundos.
-Si, me gustaría. Pero iré en la camioneta a encontrarme contigo allá. ¿A qué hora?

-A eso de las seis. Te veré entonces, ¡de acuerdo? Hasta luego.

Robert pasó el resto del día en las oficinas del diario local, revisando viejas ediciones. Era una bonita ciudad, con una linda plaza frente a los Tribunales. Allí estuvo sentado a la hora del almuerzo, con una bolsita de fruta y pan, y una coca-cola comprada en el café de enfrente.
Cuando entró a buscar la bebida era poco después del mediodía. Como sucede en los saloons del Lejano Oeste al aparecer el pistolero, cesaron todas las conversaciones por un momento mientras todos lo miraban. Le molestó, se sintió tímido; pero era el procedimiento habitual en los pueblos pequeños. ¡Alguien nuevo! ¡Distinto! ¿Quién es? ¿Qué hace aquí?
Parecen ardillas, pensó.

-Alguien dijo que es fotógrafo. Lo vieron en Hogback Bridge esta mañana con toda clase de cámaras.
-En su camión dice que es del estado de Washington, del Oeste.
-Estuvo toda la mañana en el diario. Jim dice que está buscando información sobre puentes cubiertos.
-Si, el joven Fischer de Texaco dijo que estuvo ayer y pidió indicaciones para ir a todos los puentes cubiertos.
-¡Pero para qué quiere saber sobre puentes?
-Y por qué a alguien le puede interesar tomarle fotos. Se están cayendo a pedazos.
-Ese sí que lleva el pelo largo. Parece uno de esos Beatles, o los otros, no me acuerdo cómo se llaman… Hippies, ¿no?
– Esto provocó risas en el compartimiento del fondo y en la mesa de al lado.


Kincaid compró la coca y se fue. Tal vez había cometido un error al invitar a Francesca, un error por ella, no por él. Si la veía alguien en Cedar Bridge llegaría el rumor al café a la mañana siguiente, a la hora del desayuno, trasmitido por el joven Fischer de la Texaco después de recibir un aporte de los transeúntes. Tal vez antes todavía.

Robert había aprendido a no subestimar nunca el fogonazo telecomunicativo de las noticias triviales en los pueblitos. Dos millones de niños podían estar muriéndose de hambre en Sudán y eso no molestaría a la conciencia de nadie. Pero ver a la esposa de Richard Johnson con un desconocido de pelo largo… ¡Qué noticia! Una noticia para pasar, para masticar, una noticia que crea una vaga sensación en la mente de quienes la oyen, la única que los rozó ese año.

Robert terminó de comer y fue hasta el teléfono público del juzgado. Discó el número de Francesca. Ella respondió, algo agitada, al tercer timbrazo.
Hola, habla otra vez Robert Kincaid.
Francesca sintió de inmediato un nudo en el estómago pensando que él le diría que no podía ir.
Mira, francamente, si para ti es un problema venir conmigo esta tarde, considerando la curiosidad de la gente de un pueblo chico, no te sientas obligada. En realidad a mí me importa menos lo que piensen de mí, y de uno u otro modo iré más tarde. Lo que quiero decirte es que tal vez cometí un error al invitarte, de manera que no te sientas obligada a venir. Aunque a mí me encantaría que estuvieras conmigo.

Ella había estado pensando más o menos lo mismo desde la conversación anterior. Pero estaba decidida.
-No, quiero verte hacer tu trabajo. No me preocupa lo que digan. -Le preocupaba, pero algo se imponía dentro de ella, algo relacionado con el riesgo. Cualquiera fuese el costo, iría a Cedar Bridge.

Magnífico. Sólo quería saber. Te veo después.

Muy bien. -Era sensible, cosa que ella ya sabía.

A las cuatro Robert pasó por el hotel y lavó un poco de ropa en la pileta, se puso una camisa limpia y metió otra en el camión, junto con unos pantalones kaki y sandalias marrones que había comprado en la India en 1962 mientras hacía una nota sobre el pequeño ferrocarril a Darjaleen. En una taberna compró dos paquetes de seis de Budweiser. Puso ocho botellas, todo lo que cabía, alrededor de la película en la heladera.
Otra vez hacía mucho calor. El último sol de la tarde en Iowa era muy intenso en el oeste y calentaba todavía un poco más el cemento, los ladrillos y la tierra.
La taberna estaba oscura y pasablemente fresca, con la puerta de entrada abierta, grandes ventiladores en el techo y uno de pie junto a la puerta que giraba velozmente. Pero el ruido de los ventiladores, el olor de la cerveza rancia, el humo, el atronar del tocadiscos y los rostros medio hostiles que lo contemplaban a lo largo de la barra la hacían parecer más calurosa de lo que realmente era.

Afuera, en el camino, el sol casi lastimaba, y Robert pensó en las Cascadas y los abetos en el estrecho de San Juan de Fuca, cerca de Kydaka Point.
Sin embargo Francesca Johnson parecía fresca, muy fresca. Estaba apoyada contra el paragolpes de su pickup Ford, donde la había estacionado, detrás de unos árboles cerca del puente. Tenía puestos los mismos pantalones que le quedaban tan bien, sandalias y una remera blanca muy sentadora. Robert la saludó con la mano cuando paró su camión junto a la camioneta de ella.


Hola. Qué bueno verte. Hace mucho calor -comentó él.

Charla inocua, conversación periférica. Otra vez esa vieja inquietud, debida a estar en presencia de una mujer por la que sentía algo. Nunca sabía muy bien qué decir, a menos que la conversación fuera seria. Aunque su sentido del humor estaba muy desarrollado, si bien era un poco extraño, fundamentalmente tenía una mente seria y se tomaba las cosas en serio. Su madre siempre había dicho que a los cuatro años Robert era un adulto. Eso le valió como profesional. Pero para su manera de pensar no le hacía un favor cuando estaba cerca de una mujer como Francesca Johnson.

Quería verte sacar fotos.
-Bien, ahora lo verás, y te parecerá bastante aburrido. Al menos eso le pasa a otra gente. No es como escuchar a alguien que practica en el piano, donde tú puedes ser parte de lo que sucede. En fotografía los aspectos de la producción y la realización están separados por un largo periodo de tiempo. Hoy yo hago la producción. Cuando las fotos aparecen en alguna parte es la realización. Lo que verás es una serie de movimientos. Pero me encanta que estés presente. En realidad me alegro de que hayas venido.

Ella se aferró a esas últimas palabras. No era necesario decirlas. Podía haber parado en «Me encanta que estés presente», pero no lo hizo. Se alegraba auténticamente de verla, eso estaba claro. Francesca esperaba que el hecho de que estuviera allí implicara algo parecido para él.

¿Puedo ayudarte de alguna manera? – preguntó, mientras se ponía las botas de goma.
Bien, puedes llevar ese bolso azul. Yo llevaré el marrón y el trípode.

Y Francesca se transformó en ayudante de fotógrafo. Robert se había equivocado. Había mucho para ver. Había una gran actuación, aunque él no lo percibiera. Era lo que había notado el día anterior y parte de lo que la atraía en él. Su gracia, sus ojos rápidos, el trabajo de los músculos de sus antebrazos. Principalmente la forma en que movía el cuerpo. Los hombres que conocía parecían pesados comparados con él.
No es que se apresurara. En realidad no se apresuraba en absoluto. Tenía la cualidad de una gacela, aunque Francesca percibía que era fuerte a la vez que flexible. Tal vez fuera más como un leopardo que como una gacela. Si. Un leopardo, eso era. No era una presa. Todo lo contrario, sintió Francesca.

Francesca, dame la cámara con la correa azul, por favor.
Ella abrió la mochila, procediendo de manera más que cuidadosa con el costoso equipo que él manejaba distraídamente, y sacó la cámara. Decía «Nikon» en la chapa plateada del visor, con una F a la izquierda y arriba del nombre.
Robert estaba arrodillado en la parte nordeste del puente, con el trípode bajo. Extendió la mano sin apartar el ojo del objetivo y ella le dio la cámara, mirando cerrarse su mano alrededor del lente cuando sintió que estaba a su alcance. Robert tomó dos fotos.
Reemplazó la cámara que estaba en el trípode por otra. Mientras lo hacía volvió la cabeza hacia Francesca y sonrió:

¡Gracias, es una asistente de primera!
Ella se sonrojó un poco.

Por Dios, ¿qué había en ese hombre? Era como un ser de otro planeta que hubiera llegado en la cola de un cometa y hubiera caído en el extremo de su sendero. ¿Por qué no podía decirle simplemente «De nada»?, pensó Francesca. Me siento un poco lenta cuando estoy con él, aunque no es por lo que él hace. Soy yo, no él. Simplemente no estoy acostumbrada a estar con gente cuya mente trabaja tan rápido.

El entró en el agua del arroyito y subió por la otra orilla. Ella atravesó el puente con la mochila azul y se quedó detrás de él, feliz, extrañamente feliz. Allí había energía, una cierta potencia en la forma en que él trabajaba. No se limitaba a esperar a la naturaleza, la abordaba con delicadeza, conformándola según su visión, adaptándola a lo que veía en su mente.
Imponía su voluntad a la escena, enfrentando los cambios en la luz con distintos lentes, distintas películas, un filtro de vez en cuando. No sólo luchaba con las cosas, las dominaba usando su habilidad y su intelecto. Los granjeros también dominaban la tierra con productos químicos y topadoras, pero la forma de cambiar la naturaleza de Robert Kincaid era elástica y siempre dejaba las cosas con su forma original al terminar.

Francesca vio ajustarse los jeans a la altura de los muslos de Robert cuando él se arrodilló. La camisa de denim desteñido pegada a la espalda, el cabello gris cubriendo el cuello. Lo miró apoyar las nalgas en el suelo para sentarse mientras ajustaba una parte del equipo y, por primera vez en tanto tiempo, se humedeció entre las piernas con sólo mirar a alguien. Al sentir esa humedad miró el cielo del atardecer y aspiró profundamente, oyéndolo maldecir en voz baja a un filtro atascado que no podía desatornillar del lente.

Robert volvió a cruzar el arroyo hacia los camiones, chapoteando con las botas de goma. Francesca entró en el puente cubierto y, cuando llegó al otro extremo, lo encontró agachado y con la cámara hacia ella. Soltó el disparador, y enseguida tomó una segunda y una tercera foto mientras ella avanzaba hacia él. Ella se sintió sonreír apenas, un poco avergonzada.

No te preocupes -sonrió él-. No las usaré en ninguna parte sin tu permiso. Aquí ya he terminado. Creo que pasaré por el motel a lavarme un poco antes de salir.
-Bueno, como quieras, pero yo puedo prestarte una toalla y te das una ducha, o usas la bomba o lo que quieras
-dijo Francesca en voz baja, con ansiedad.
-Bien, de acuerdo. Ve para allá. Cargo el equipo en Harry, así se llama mi camión, y voy para tu casa.

Francesca retrocedió con la nueva Ford de Richard, salió de entre los árboles, entró en el camino principal a la derecha y se dirigió a Winterset donde cortó por el sudoeste hacia su casa. La nube de polvo que levantaba era demasiado densa como para ver si él la seguía, aunque después de doblar una curva creyó ver las luces de Robert más de un kilómetro atrás, avanzando a los tumbos en el camión que llamaba Harry.
Sin duda era él, porque oyó el camión por el sendero no bien llegó. Al principio Jack ladró, pero en seguida se tranquilizó, murmuró algo para sí mismo; seguramente se dijo «El mismo tipo de anoche; supongo que no hay problema«. Kincaid se detuvo un momento a hablarle al perro.

Francesca salió por la puerta del porche del fondo.
¿Quieres darte una ducha?
-Seria estupendo. ¿Dónde está? Francesca lo llevó al baño en el piso alto
.
Había logrado que Richard lo construyera cuando los chicos estaban creciendo. Fue una de las pocas exigencias en las que se mantuvo firme. Le gustaban los baños calientes y prolongados por la noche, y no quería que los adolescentes irrumpieran en sus espacios privados. Richard usaba el otro baño. Dijo que se sentía incómodo con todas las cosas femeninas que Francesca había puesto en el suyo. «Demasiada complicación«. Esas fueron sus palabras.

Sólo se podía pasar a ese baño desde el dormitorio. Francesca abrió la puerta del baño y sacó un juego de toallas y una esponja del armario bajo el lavatorio.
Usa lo que quieras -dijo, mordiéndose apenas el labio inferior.
Te pediría un poco de champú. El mío está en el motel.
-Cómo no. Elige.
-Puso tres frascos a medio usar en el estante.
Gracias. -Robert dejó su ropa limpia sobre la cama; Francesca miró los pantalones kaki, la camisa blanca y las sandalias.

Ninguno de los hombres del lugar usaba sandalias. Algunos de la ciudad empezaban a usar Bermudas en la cancha de golf, pero los granjeros no. Y sandalias… nunca.
Francesca bajó la escalera y oyó el ruido de la ducha. «Ahora está desnudo«, pensó, y sintió algo en el vientre.

Después del llamado de él, ese mismo día había hecho los sesenta y cinco kilómetros a Des Moines para ir al negocio de bebidas alcohólicas. No tenía experiencia en este terreno, de modo que le pidió al empleado que le recomendara un buen vino. El no sabía más que ella, es decir que no sabía nada. De manera que Francesca recorrió las hileras de botellas hasta dar con una etiqueta que decía «Valpolicella«. Recordaba esa marca de mucho tiempo atrás. Un tinto italiano, seco. Compró dos botellas y otro botellón de brandy, sintiéndose sensual y mundana.

Luego buscó un nuevo vestido de verano en un comercio del centro. Encontró uno de color rosa pálido con breteles angostos. Tenía gran escote en la espalda y también en la delantera, de manera que dejaba ver el nacimiento de los pechos, y se ajustaba a la cintura con un fino lazo. Se compró también sandalias blancas, caras, de taco bajo, con un delicado trabajo a mano en las tiras.
Por la tarde preparó pimientos rellenos con una mezcla de salsa de tomates, arroz integral, queso y perejil picado. Luego una simple ensalada de espinacas, pan de maíz y de postre suflé de manzanas. Todo excepto el suflé fue a la heladera.
Se apuró para tener tiempo de acortar el vestido hasta la rodilla. El Des Moines Register había publicado un artículo ese mismo verano que decía que ése era el largo preferido para la temporada. Francesca siempre había pensado que la moda y todo lo que ésta implicaba era bastante extraño. La gente obedecía; sumisa, los mandatos de los diseñadores europeos. Pero el largo de la falda le sentaba, de manera que acortó el dobladillo.
El vino era un problema. La gente del lugar lo guardaba en la heladera, aunque en Italia nadie lo enfriaba. Pero hacía demasiado calor para dejarlo simplemente sobre la mesada. Entonces se acordó del subsuelo. Allí hacía veinte grados en verano, de modo que puso la botella junto a la pared.

La ducha se cerró arriba en el mismo momento en que sonó el teléfono. Era Richard que llamaba desde Illinois.
¡Todo bien?
-El novillo de Carolyn será juzgado el miércoles. Queremos ver otras cosas al día siguiente. Estaremos en casa el viernes, tarde.
-Bueno. Que se diviertan y maneja con cuidado.
-Frannie, ¡seguro que estás bien? Tu voz suena un poco rara.
-No, estoy bien. Hace mucho calor. Estaré mejor después de un baño.
-Bien. Dale saludos a Jack.
-Serán dados
. -Francesca echó una mirada a Jack, tendido en el cemento del porche trasero.

Robert Kincaid bajó la escalera y entró en la cocina. Camisa blanca de cuello abierto, mangas arrolladas por encima del codo, pantalones livianos color caqui, sandalias marrones, pulsera de plata, dos botones desprendidos en la camisa, cadena de plata. El pelo todavía estaba mojado y prolijamente peinado con raya al medio. Francesca se maravilló de las sandalias.
Voy a llevar todos los trastos al camión y a traer el equipo para hacerle un poco de limpieza.
– Adelante; yo me voy a bañar. -¡Quieres una cerveza para llevarte al baño?
– Si te sobra una.

Robert trajo primero la heladera, sacó una cerveza para Francesca y la abrió, mientras ella buscaba dos vasos altos que hicieran las veces de jarros. Cuando él volvió al camión para buscar las cámaras ella subió con la cerveza, observó que él había aseado la bañera, y se dio un gran baño caliente. Colocó el vaso en el suelo mientras se depilaba y se enjabonaba. Robert había estado allí unos minutos antes; Francesca estaba en el lugar donde había corrido agua sobre el cuerpo de él,
y experimentó un intenso erotismo.

Casi todo lo relacionado con Robert Kincaid empezaba a parecerle erótico.
Algo tan simple como un vaso de cerveza fría a la hora del baño quedaba tan elegante. ¿Por qué ella y Richard no vivían de esa manera? Parte del problema, pensó, era la inercia de la costumbre prolongada. Todos los matrimonios, todas las relaciones son susceptibles a ella. La costumbre trae lo predecible, y lo predecible a su vez trae sus propias ventajas; eso también lo percibía.
Y estaba la granja, que reclamaba constante atención como una inválida exigente. Si bien el trabajo humano era reemplazado cada vez más por equipo mecánico, de manera que era mucho menos desgastante que en el pasado.
Pero aquí pasaba algo más. Lo predecible es una cosa, el temor al cambio es otra. Y Richard tenía miedo al cambio, cualquier tipo de cambio en su matrimonio. En general no quería hablar de eso.
En particular, no quería hablar del sexo. En cierto modo el erotismo era un asunto peligroso, inadecuado para su manera de pensar. Pero no era el único y en realidad no tenía la culpa. ¿Cuál era la barrera para la libertad que se había erigido allí? No sólo en la granja, sino en la cultura coral. Tal vez en la cultura urbana, en todo caso. ¿Por qué había paredes y cercos que impedían las relaciones naturales entre hombres y mujeres? ¿Por qué la falta de intimidad, la ausencia de erotismo?
Las revistas de mujeres hablaban de esos temas. Y las mujeres empezaban a tener expectativas acerca del lugar que ocupaban en el esquema más amplio de las cosas, así como lo que tenía lugar en los dormitorios de sus vidas. Los hombres como Richard, la mayoría de los hombres, suponía Francesca, estaban amenazados por esas expectativas. De alguna manera las mujeres les pedían a los hombres que fueran poetas y a la vez amantes impulsivos y apasionados.
Las mujeres no veían en eso ninguna contradicción. Los hombres, sí. Los vestuarios, las reuniones de hombres solos, los salones de pool y todas las ocasiones en que las mujeres quedaban segregadas definían una serie de características masculinas en que la poesía o cualquier tipo de sutileza, no tenían lugar. Por lo tanto si el erotismo es cuestión de sutileza, una forma de arte per se, como Francesca sabía que era, tampoco tenía ningún lugar. De manera que la danza convenientemente ingeniosa y tendiente a la distracción que los mantenía separados continuaba, mientras las mujeres suspiraban y volvían la cara a la pared en las noches de Madison County.

En la mente de Robert Kincaid había algo que comprendía implícitamente todo esto; Francesca estaba segura.

Mientras iba al dormitorio secándose con la toalla, se dio cuenta de que eran más de las diez.
Todavía sentía calor, pero el baño la había refrescado. Sacó el vestido nuevo del placard. Cepilló sus largos cabellos negros hacia atrás y los sujetó con una hebilla de plata. Grandes aros de argolla de plata y una pulsera de plata, de eslabones, que había comprado en Des Moines esa mañana.
Otra vez el perfume Windsong. Un poco de lápiz labial en el rostro latino, de pómulos altos, de un tono rosado más claro que el del vestido. El bronceado de la piel por trabajar al aire libre en shorts y tops de los que dejan al descubierto el estómago resaltaba todo el conjunto. Sus piernas esbeltas bajo el borde del vestido se veían muy bonitas.
Se miró en el espejo de la cómoda moviéndose primero hacia un lado, luego hacia el otro. Es lo mejor que puedo lograr, pensó. Luego, satisfecha, dijo casi en voz alta: «No está mal«.

Robert Kincaid iba por la segunda cerveza y estaba guardando las cámaras cuando Francesca entró en la cocina. Levantó la mirada hacia ella.
Dios mío -dijo con suavidad.
Todos los sentimientos, todas las búsquedas y las reflexiones, toda una vida de sentir, buscar y reflexionar se le juntaron en ese momento. Y se enamoró de Francesca Johnson, la esposa de un granjero, de Madison County, Iowa, que había venido mucho tiempoatrás de Nápoles. –Bueno... -Le temblaba un poquito la voz, le salía un poco ronca. -Perdona la audacia, pero estás estupenda. Estupenda como para que los hombres salgan corriendo y aullandopor la desesperación de no poseerte. Lo digo en serio. Estás elegante como para las grandes ocasiones, Francesca.


Ella sentía que su admiración era sincera. La disfrutaba, se dejaba invadir y rodear por ella, le entraba por todos los poros como algún suave aceite, de manos de alguna divinidad que la había abandonado años atrás y ahora había vuelto.
Y en ese mismo momento se enamoró de Robert Kincaid, autor y fotógrafo, de Bellingham, estado de Washington, que conducía un viejo camión llamado Harry»

– Robert James Waller (De: «The Bridges of Madison County»)

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