«Al final del día en que cumplía sesenta y siete años, cuando paró la lluvia, Francesca puso el sobre marrón en el cajón de abajo del escritorio con tapa corrediza.
Después de la muerte de Richard había decidido guardarlo en la caja de seguridad en el Banco, pero todos los años en esta época lo llevaba unos días a su casa. La tapa de la caja de nogal se cerró sobre las cámaras, y Francesca colocó la caja en un estante del placard de su dormitorio. Después del mediodía había visitado Roseman Bridge. Salió al porche, secó la hamaca con una toalla y se sentó. Hacía frió, pero se quedaría allí unos minutos, como siempre. Entonces fue hasta el portón del patio y allí se detuvo.Luego fue hasta el comienzo del sendero. Veintidós años después aún lo veía bajar del camión al atardecer, tratando de encontrar el camino; veía a Harry avanzando a los tumbos hacia la ruta principal, luego deteniéndose, y a Robert Kincaid parado en el estribo, mirando por el sendero.

Francesca Johnson murió en 1989. Tenía sesenta y nueve años.
Ese año Robert Kincaid habría cumplido setenta y seis. La causa de la muerte figuraba como «natural». «Simplemente se murió«, les dijo el médico a Michael y a Carolyn.
«En realidad estamos un poco perplejos. No encontramos una causa específica para su muerte. Un vecino la encontró con la cabeza apoyada sobre la mesa de la cocina.»
En una carta a su abogado con fecha 1982 Francesca había pedido que sus restos fueran cremados y sus cenizas esparcidas en Roseman Bridge. La cremación era una práctica poco frecuente en Madison County (de alguna manera se la consideraba demasiado radical, y la voluntad de Francesca provocó muchas discusiones en el café, en la estación Texaco y en el negocio de repuestos y maquinarias. El acto de arrojar las cenizas no fue hecho público.

Después del funeral, Michael y Carolyn fueron lentamente hasta Roseman Bridge y cumplieron con las instrucciones de Francesca. Aunque estaba cerca de la casa, la familia Johnson nunca se había interesado gran cosa en ese puente, y Michael y Carolyn se preguntaron una y otra vez por qué esa persona bastante sensata que era su madre se comportaba en forma tan enigmática y por qué no había pedido que la enterraran junto a su marido como era costumbre.
Después Michael y Carolyn iniciaron el largo proceso de examinar y clasificar los objetos que quedaban en la casa. Sacaron la caja de seguridad del Banco y luego que el abogado local la abrió, y revisó el contenido para la sucesión, se la entregó.
Tomaron cada uno una parte del material contenido en la caja y comenzaron a examinarlo. El sobre marrón estaba en la pila de Carolyn, debajo de otros varios objetos. Carolyn se admiró al ver el contenido. Leyó la carta de Robert a Francesca escrita en 1965. Después leyó la carta de Robert de 1978, y por último la de 1982 del abogado de Seattle. Finalmente estudió los recortes de las revistas.

Michael.
Michael captó la mezcla de sorpresa y pena en la voz de su hermana e inmediatamente alzó la mirada
¿Sí?
Carolyn tenía los ojos llenos de lágrimas, la voz temblorosa.
Mamá estuvo enamorada de un hombre llamado Robert Kincaid. Era fotógrafo. ¿Te acuerdas cuando todos vimos el número de la National Geographic con la nota sobre los puentes? Él fue quien tomó las fotos de los puentes de aquí. ¿Y te acuerdas de que todos los chicos hablaban en esa época del tipo raro de las cámaras fotográficas? Era él.
Michael estaba sentado frente a Carolyn, con una corbata floja, el cuello de la camisa abierto.
A ver, dímelo otra vez. No puedo creer lo que oí.
Después de leer las cartas Michael buscó en el placard de la planta baja, luego subió al dormitorio de Francesca. Nunca había visto la caja de nogal ni conocía su contenido. La llevó a la mesa de la cocina.
Carolyn, aquí están las cámaras.
En un ángulo de la caja había un sobre sellado con la inscripción «Carolyn y Michael» en la letra de Francesca, y entre las cámaras tres cuadernos con tapa de cuero.
No estoy seguro de poder leer lo que hay en ese sobre –dijo Michael–. Léemelo en voz alta, si te sientes capaz.
Carolyn abrió el sobre y leyó:

«Queridos Carolyn y Michael:

Aunque me siento muy bien, creo que es tiempo de poner mis cosas en orden (como suele decirse). Hay algo, algo muy importante, que ustedes deben saber. Por eso escribo.
Después de abrir la caja de seguridad y encontrar el sobre marrón grande dirigido a mí con matasellos de 1965, con seguridad llegarán a esta carta. Si es posible, por favor siéntense a leerla en la mesa de la cocina. Pronto entenderán por qué se lo pido.
Me resulta difícil escribir esto a mis propios hijos, pero debo hacerlo. Esto es algo demasiado fuerte, demasiado hermoso como para que muera conmigo. Y si quieren saber quién fue su madre, con todo lo bueno y todo lo malo, deben saber lo que voy a contarles. Valor.
Como ya han descubierto, se llamaba Robert Kincaid. Después venía la inicial L, pero no sé a qué correspondía. Era fotógrafo, y estuvo aquí en el ario 1965 fotografiando los puentes cubiertos.
¿Recuerdan qué entusiasmo tenía la gente de aquí cuando las fotos aparecieron en la National Geographic? También recordarán que por esa época yo empecé a recibir la revista. Ahora comprenderán mi repentino interés por ella. A propósito, yo estaba con él, llevándole una de las mochilas con las cámaras, cuando tomó la foto en Cedar Bridge.
Quiero que sepan que yo amé al padre de ustedes con un amor tranquilo. Lo sabía entonces y lo sé ahora. Él fue bueno conmigo y me dio dos hijos, ustedes, a quienes adoro. No lo olviden.
Pero Robert Kincaid era alguien muy diferente; no se parecía a nadie a quien yo hubiera visto u oído o sobre quien hubiera leído en toda mi vida. Es imposible que lleguen a entender esto totalmente. En primer lugar, ustedes no son yo. En segundo lugar hubieran tenido que estar cerca de él, mirarlo moverse, oírlo hablar sobre el hecho de estar en un callejón sin salida de la evolución. Tal vez los ayudarán los cuadernos y los recortes de las revistas, pero tampoco eso será suficiente.
En primer lugar él no era de este mundo. Es lo más claro que puedo decir sobre Robert. Siempre me pareció que era un ser parecido a un leopardo que había llegado en la cola de un corneta. Así se movía, y así era su cuerpo. De alguna manera reunía una enorme intensidad con calidez y bondad, y lo habitaba cierto sentido trágico. Sentía que se estaba tornando obsoleto en un mundo de computadoras y robots y de vida organizada en general. Se veía como uno de los últimos cowboys, según decía, y también decía que tenía los colmillos viejos.
La primera vez que lo vi fue cuando se detuvo a preguntar cómo llegar a Roseman Bridge. Ustedes tres estaban en la Illinois State Fair. Créanme que yo no andaba buscando ninguna aventura. Nada más lejos de mi mente. Pero lo miré unos segundos y enseguida supe que lo deseaba, aunque no tanto como llegué a desearlo después.
Y por favor no piensen que él era un Casanova que corría detrás de las campesinas para aprovecharse de ellas. No era así en absoluto. En realidad era un poco tímido, y yo tuve tanto que ver con lo que pasó como él. En realidad más. La nota guardada junto a su pulsera fue la que yo le dejé en Roseman Bridge para que la viera la mañana después que nos conocimos. Aparte de esa foto mía, es la única evidencia de que yo existía que le quedó a través de los años, de que no era un sueño que él había tenido.
Sé que los hijos tienen tendencia a pensar que sus padres son un poco asexuales, de manera que espero no perturbarlos, y por cierto espero que esto no destruya el recuerdo que tienen de mi.
Robert y yo pasamos horas juntos en la vieja cocina. Hablamos y bailamos a la luz de las velas. Y, sí, hicimos el amor allí y en el dormitorio y en la pradera y en cualquier lugar que se nos ocurría.
Eran amores increíbles, poderosos, trascendentes, y continuaron durante días sin detenerse. Al pensar en él muchas veces me viene a la mente la palabra «poderoso». Porque eso era él cuando nos conocimos.
Era como una flecha en su intensidad. Yo me sentía desvalida cuando me hacía el amor. No quiero decir débil; no es eso lo que sentía. Simplemente invadida por su sola fuerza emocional y física. Un vez, cuando se lo susurré, dijo con sencillez: «Soy el camino y soy un peregrino y soy todas las velas que salieron al mar.»
Después miré el diccionario. Lo primero que uno piensa cuando oye la palabra «peregrino» es «halcón». Pero la palabra tiene otros significados, y él seguramente lo sabía. Uno es «extranjero, extraño». Otro es «vagabundo, andariego, migratorio». El latín peregrinus, una de las raíces de la palabra, significa desconocido. El era todo eso… un desconocido, un extranjero, un vagabundo y, ahora que lo pienso, también era como un halcón.
Comprendan, chicos, que estoy tratando de expresar algo que no se puede decir con palabras.
Sólo deseo que alguna vez ustedes puedan vivir lo que he experimentado; de todos modos empiezo a pensar que no es probable. Aunque supongo que no se estila decir estas cosas en nuestros tiempos más ilustrados, no creo que sea posible que una mujer posea el tipo particular de fuerza que tenía Robert Kincaid. De manera, Michael, que con eso quedas afuera. En cuanto a Carolyn, la mala noticia es que creo que sólo hubo un Robert Kincaid, y nada más.
Si no hubiera sido por ustedes y por su padre yo me habría ido con él, de inmediato. Me pidió, me rogó que me fuera con 61. Pero yo no quise, y él fue lo bastante sensible y cuidadoso como para no interferir en nuestras vidas después de eso.
La paradoja es que si no hubiera sido por Robert Kincaid no sé si hubiera podido quedarme en la granja todos estos años. En cuatro días me dio toda una vida, un universo. Nunca dejé de pensar en él, ni por un momento. Aun cuando no estaba en mi mente consciente yo lo sentía en alguna parte, siempre estaba allí.
Pero nunca puso en desmedro nada de lo que yo sentía por ustedes dos y por papá. Si pienso un momento solamente en mí, creo que no tomé una buena decisión. Pero teniendo en cuenta a la familia creo que sí.
Aunque debo ser honesta y admitirlo, Robert Kincaid comprendió desde el principio, mejor que yo, lo que formábamos entre ambos. Creo que sólo con el tiempo comencé, gradualmente, a captar el significado. Si realmente lo hubiera comprendido, cuando me pidió cara a cara que me fuera con él, probablemente lo habría hecho.
Robert pensaba que el mundo se había vuelto demasiado racional, que había dejado de confiar en la magia como debía. A menudo me pregunté si yo no había sido demasiado racional al tomar mi decisión.
Estoy segura de que mi voluntad sobre mi entierro debe de haberles parecido incomprensible; tal vez pensaron que era el producto de la confusión mental de una vieja. Después de leer la carta del abogado de Seattle de 1982 y mis cuadernos, comprenderán por qué hice ese pedido. Le di mi vida a mi familia; a Robert Kincaid lo que quedaba de mí.
Creo que Richard sabía que habla algo en mía lo que él no tenía acceso, y a veces me pregunto si encontró el sobre marrón que yo guardaba en casa en el escritorio. Poco antes de su muerte estaba sentada junto a él en el hospital de Des Moines y me dijo: «Francesca, sé que tú también tuviste tus propios sueños. Lamento no haber podido dártelos yo». Fue el momento más conmovedor de nuestra vida en común.
No quiero que sientan culpa ni pena por ninguna de estas cosas. No es mi intención provocarlas.
Sólo quiero que sepan cuánto amé a Robert Kincaid. Lo tuve en mis pensamientos todos los días, todos estos años, lo mismo que él.
Aunque nunca volvimos a hablarnos, seguimos indisolublemente unidos; todo cuanto pueden estarlo dos personas. No encuentro las palabras para expresar esto adecuadamente. Él lo expresó mejor cuando dijo que habíamos dejado de ser dos seres separados, y que en cambio nos habíamos convertido en un tercero formado por los dos. Ninguno de los dos existía en forma independiente de ese ser. Y ese ser andaba a la deriva.
Carolyn, recordarás la terrible pelea que tuvimos una vez sobre un vestido color rosa pálido que yo guardaba en mi placard. Tú lo habías visto y querías ponértelo. Decías que no recordabas habérmelo visto puesto nunca, entonces, ¿por qué no podía arreglarlo para que te sirviera a ti? Ese fue el vestido que me puse la noche que Robert y yo hicimos el amor por primera vez. Nunca en mi vida estuve tan bonita como esa noche. El vestido era un pequeño recuerdo tonto de aquella época. Por eso nunca volví a ponérmelo y me negué a permitirte usarlo.
Después que Robert se fue de aquí en 1965 me di cuenta de lo poco que sabía de él en términos de la historia de su familia. Aunque creo que me enteré de casi todo lo demás que le concernía, de todo lo que realmente importaba, en esos breves días. Era hijo único, sus padres habían muerto, y él había nacido en un pueblito de Ohio.
Ni siquiera estoy segura de si fue a la universidad, o aún a la escuela secundaria, pero tenía una inteligencia brillante a su manera cruda, primitiva, casi mística. Ah, sí, fue fotógrafo de guerra con los marines en el Pacífico Sur durante la Segunda Guerra Mundial.
Estuvo casado una vez y se divorció, mucho antes de conocerme. No tuvo hijos, y las largas ausencias de Robert en sus viajes fotográficos fueron demasiado para el matrimonio. El asumía la culpa por la separación.
Aparte de eso, que yo sepa Robert no tenía familia. Yo les pido que lo consideren parte de la nuestra. Al menos yo tenía una familia, una vida con otros. Robert estaba solo. No era justo, y yo lo sabía.
Prefiero, o al menos eso creo, por la memoria de Richard y por la forma en que habla la gente, que de alguna manera todo esto quede en el seno de la familia Johnson. Pero lo dejo a juicio de ustedes.
De todas maneras por cierto no me avergüenzo de lo que Robert Kincaid y yo tuvimos entre los dos. Al contrario. Todos estos años lo amé desesperadamente, aunque por mis propias razones traté una sola vez de ponerme en contacto con él. Fue después de la muerte del padre de ustedes.
Mi intento fracasó, y temí que le hubiese sucedido algo, y por ese miedo nunca volví a intentarlo.
Simplemente no podía enfrentar la realidad. De manera que se imaginarán lo que sentí cuando llegó el paquete con la carta del abogado en 1982.
Como les dije, espero que comprendan que no pienso mal de mí misma. Si me aman, deben amar lo que luce.
Robert Kincaid me enseñó lo que es ser mujer en una forma que pocas mujeres, tal vez ninguna, experimentará jamás. Era un hombre agradable y cálido, y por cierto merece el respeto y quizás el amor de ustedes. Espero que puedan brindarle las dos cosas. A su manera, a través de mí, fue bueno con ustedes.
Que Dios los acompañe, hijos míos.

Mamá.»

Silencio en la vieja cocina. Michael inspiró profundamente y miró por la ventana. Carolyn miró alrededor, la pileta, el piso, la mesa, todo.
Cuando habló su voz era casi un suspiro.
Ay, Michael, Michael, piensa en ellos todos estos años, deseándose tan desesperadamente. Ella renunció a él por nosotros y por papá. Y Robert Kincaid se mantuvo aparte por respeto a los sentimientos de mamá por nosotros. Michael, me resulta difícil pensarlo. Tratamos con tanta indiferencia a nuestros matrimonios, y nosotros fuimos parte de la razón de que ese increíble amor terminara como terminó.
Tuvieron cuatro días juntos, sólo cuatro. En toda una vida. Cuando nosotros fuimos a esa ridícula feria en Illinois. Mira la foto de mamá. Nunca la vi así. Tan increíblemente hermosa, y no es la fotografía. Es lo que él le hizo. Mírala, tan salvaje y libre. Con los cabellos al viento, el rostro lleno de vida. Está maravillosa.
-Dios mío
-fue todo lo que pudo decir Michael, enjugándose la cara con un repasador, y también os ojos cuando Carolyn no lo miraba.


Carolyn volvió a hablar.
Aparentemente él nunca trató de comunicarse con ella en esos años. Y debe de haber muerto solo; por eso le hizo enviar las cámaras. Recuerdo la pelea que tuvimos mamá y yo por el vestido rosa. Duró días y días. Ella se limitaba a decir: «No, Carolyn, ése no».
Y Michael recordó la vieja mesa a la que estaban sentados. Ahora comprendía por qué Francesca le había pedido que volviera a traerla a la cocina después de la muerte de su padre.
Carolyn abrió el sobre pequeño acolchado.
Aquí está la pulsera, y la cadena con el medallón de plata de él. Y la nota que menciona mamá en su carta, la que ella le dejó en Roseman Bridge. Por eso es que la foto del puente que él le envió muestra el papel clavado allí con una tachuela.
-Michael, ¿qué vamos a hacer? Piénsalo; vuelvo en un minuto.

Carolyn subió corriendo la escalera y volvió unos minutos después con el vestido rosa cuidadosamente doblado en una funda de plástico. Lo desplegó para mostrárselo a Michael.
Imagínala con este vestido y bailando con él aquí, en la cocina. Piensa en todo el tiempo que hemos pasado aquí y en las imágenes que ella debe de haber recordado mientras cocinaba y cuando estábamos todos aquí con ella, hablando de nuestros problemas, pensando a qué universidad ir, comentando lo difícil que es tener éxito en el matrimonio. Dios mío, qué inocentes e
inmaduros somos comparados con ella.

Michael asintió con un gesto y se volvió hacia las alacenas que había sobre la pileta.
¿Mamá tendría alguna bebida por aquí? Por Dios, qué bien me vendría. Como respuesta a tu pregunta te diré que no sé lo que vamos a hacer.
Buscando en las alacenas encontró una botella de brandy, casi vacía.
Alcanza para dos copas, Carolyn. ¿Quieres?
-Sí.

Michael sacó las únicas dos copas para brandy que había en la alacena y las colocó en la mesa de fórmica amarilla. Vertió lo que quedaba del contenido de la botella, mientras Carolyn comenzaba a leer en silencio el primer volumen de las memorias de su madre…


«Robert Kincaid llegó a mi vida el 16 de agosto de 1965, un lunes. Estaba tratando de encontrar Roseman Bridge. Era casi de noche, hacía calor, y él venía en una pickup a la que llamaba Harry…»
7 de enero de 1987

-Robert James Waller (De: «The Bridges of Madison County»)

2 Replies to “.una carta de Francesca”

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