Michel Tournier (Autorretrato)

A principios de los años sesenta Michel Tournier presentó un proyecto para la televisión francesa titulado Cámara Oscura.

Consistía en dedicar cada mes un documental de treinta minutos a un fotógrafo importante.

Los reportajes le dieron la oportunidad de conocer a los grandes de la fotografía.

Como buen conocedor de la obra fotográfica de todos ellos,Tournier relata sus encuentros con fotógrafos como Man Ray, Brassaï o Bill Brandt, a la vez que realiza una «lectura» de sus fotografías, puestas en palabras por el escritor de forma exquisita.

Una prosa poética de ritmo ágil y de humor sutil nos acerca en cada capítulo a aspectos inexplorados de la vida y la obra de los grandes de la fotografía, desde la muy particular perspectiva del escritor.

.el extraño caso del doctor Tournier
Fue en lo más caluroso del verano, en Arles y un lunes, la precisión tiene su importancia.

En efecto, los lunes, la piscina municipal de Arles cierra con el objeto de que el personal disfrute de un merecido descanso semanal.
Al ignorar este detalle, Arthur Tress y yo habíamos recorrido unos kilómetros bajo el bochorno de las dos de la tarde para toparnos al final con las puertas de la piscina cerradas a cal y canto.
No estábamos solos.
Un chaval de unos diez años compartía nuestro chasco.
Mi chasco, debería decir, pues a Arthur Tress le importaba un bledo la piscina, ya que sólo vivía para su Hasselblad acoplada con un objetivo gran angular, que era como una prolongación de sí mismo.
Y precisamente la había sacado de su estuche y hacía los gestos rituales previos al acto fotográfico, ante la enorme curiosidad del niño que no sospechaba lo que le estaba aguardando.
Las dos, mediodía solar. La luz caía verticalmente.
Arthur, de repente irresistible, como cada vez que prepara una fotografía (me consta que algún día mandará dar una voltereta al Papa o al Presidente de la República) me ruega que me quite la camisa, luego que empuje una inmunda carretilla de hierro colado, guardada allí y que evidentemente servía para las basuras; convence al chaval para que se acurruque dentro, cierre los ojos y abra la boca.
Sin duda, le habría pedido que pusiera cara de infeliz de no ser que, por estar espontáneamente indignado y trastornado, el niño no se hubiese lamentado: “¡Vaya por Dios, y eso que ayer me lavó mi madre!”.
Aquí está la imagen sumamente “tressiana”, violenta, sofisticada, hábilmente distorsionada, más dramática aún por su magnífico juego de sombras.

Arthur Tress, «Michel Tournier y muchacho», Arlés, 1980

Un día, León Bloy escribió a un desconocido al que daba cita en una estación: “Me reconocerá con toda facilidad, pues voy vestido como un carpintero y tengo cara de bestia”.

Yo también tengo cara de bestia en esa foto.

Obviamente se ve al carnicero de Düsseldorf —máscara de Frankenstein y torso abollado de gorila— que se lleva a su última víctima para vampirizarla.

Tengo cara de bestia. Pero no me reconocerán tan fácilmente, pues no siempre tengo esta cara. Sí señores, existe otro Tournier, y la mejor prueba de ello es la segunda foto, tomada durante aquel mismo verano del 79, en la que derrocho una exquisita afabilidad.

Cierto es que se trata de un autorretrato como los que hago a veces para acabar un rollo que quiero revelar.

Es verdad aquello de que si quieres ser bien servido, sírvete a ti mismo. Así como me veo yo, me verán aquí, tierno, irónico, comprensivo, algo engatusador, pero sin embargo púdico, como quien sabe mantener las distancias.

En fin, como el doctor Jekyll y Mr. Hyde.

Así que doy una primera interpretación: Tress a pesar de su amistad, o quizá por ella, demuestra en su foto una hostilidad fundamental. Su Hasselblad se convierte en un arma de venganza.

En cuanto a mí, con toda ingenuidad, me favorezco en grado sumo, engalanándome con todos los encantos y todas las virtudes que me deseo.

Pero no podemos dejar esto así.

Cocteau solía decir: “Soy una mentira que siempre dice la verdad”.

Por el contrario, la fotografía podría decir “soy una verdad que no deja de mentir”.

 Verdad, sin duda alguna, pues la fotografía no es más que la copia exacta, mecánica e inocente de una realidad que nadie puede poner en tela de juicio.

Pero también mentira, pues tanto como el retrato del retratado, la fotografía es el retrato del fotógrafo.

Ese gorila empujando la carretilla, más que Tournier, es el mismo Tress, y basta para convencerse con mirar una colección de otras

fotos firmadas por él en las que no desempeño ningún papel como modelo: el parentesco salta a la vista.

A fin de cuentas hay cierta mala fe fundamental en el fotógrafo, lo que explica en gran parte la ingratitud de la profesión.

Por una parte el fotógrafo reivindica la dignidad y las ventajas del artista creador.

Pretende que sus obras sean suyas, firmadas, respetadas y remuneradas.

Todos están de acuerdo con este principio, pero en la práctica todo sucede al revés, especialmente en la prensa y en el mundo de la edición.

El fotógrafo, continuamente expoliado y humillado, no tiene derecho a la décima parte de la consideración que se concede con toda naturalidad al dibujante o al escritor.

¿Por qué? En parte por su culpa, o más exactamente en virtud de una fatalidad propia de la fotografía.

Porque de la misma manera que se quiere creador, el fotógrafo afirma de modo implícito que las cosas eran tal como las sacó, y que por tanto él no es más que un testigo, de una objetividad tan absoluta que él mismo, el fotógrafo, llega, a fuerza de ser transparente, a dejar de existir.

Eso es lo que nos dice cualquier fotografía, y los usuarios de la prensa y del mundo de la edición no desean sino tomarlo al pie de la letra.

Se necesita una atención particular o un trato de muchos años con el arte fotográfico para perforar esta afirmación patente sobre la fotografía —no soy más que un acta— y desenmascarar la personalidad latente del fotógrafo como deus ex machina.

Segunda interpretación: en el retrato con la carretilla, la personalidad agresiva y sadomasoquista del fotógrafo Arthur Tress oculta, como una máscara, la ya irreconocible máscara del retratado Michel Tournier.

Esto parece un fenómeno de posesión demoniaca.

El demonio Tress se ha deslizado en el cuerpo de Michel Tournier y le dicta unas expresiones y unas conductas propias sólo de A.T.

Sigamos.

Se puede —e incluso sin duda se debe— tener en cuenta el fenómeno literario, es decir el hecho de que el fotografiado es, en este caso, un escritor, es decir tal escritor particular que ha publicado tal y cual obra ya conocida del fotógrafo.

Y esto tanto más cuanto que Arthur Tress leyó mis obras antes de venir a verme; fue precisamente esta lectura la que le trajo hacia mí. Incluso se puede afirmar que ha pasado más horas a solas con mis libros que conversando conmigo.

Dicho de otro modo, mis novelas se interponen como un cristal deformante entre él y yo, y cuando apunta su Hasselblad hacia mí, más que a mí, saca a El rey de los Alisos.

Pero aunque un autorretrato está liberado de esta cortina, no es en absoluto más “auténtico”, ya que es muy posible que una pantalla de tal calidad y tal cantidad añada algo tanto a la autenticidad como a la riqueza de la imagen.

Arthur Tress fotografía por debajo de la obra, mientras que el autorretrato se sitúa por encima.

Esto plantea el problema de la relación del hombre con lo que hace, con su obra —si la tiene—, con el medio que ha generado a su alrededor para explayarse en ello.

Es obvio que la cuestión rebasa el marco literario, pues los grandes actores de teatro o cine, por ejemplo, imponen al texto y al decorado su propio yo, e incluso dan la sensación de que emanan de sí mismos; es el caso del Oeste para John Wayne, de los lugares de mala

fama para Frank Sinatra, o de un universo heroico-sórdido para Jean Gabin.

Es harto conocido el estupor del gran público arrancado de repente de su sueño, cuando, al azar de los medios de comunicación, descubre a su “héroe” en privado, bajo una luz totalmente ajena a aquella en la que suele estar inmerso; a Wayne ingresado en una clínica, a Sinatra como padre de familia, o a Gabin como un sencillo granjero normando.

Este tipo de “descubrimiento” no se ha verificado en Arthur Tress.

Es al autor de El rey de los Alisos, depredador de niños, a quien ha retratado, a un Tournier-Erlkóning, a un Jekyll metamorfoseado en Hyde, y me ha dejado estupefacto y abrumado por esta metamorfosis que resulta ser injusta, e incluso injustificada, porque soy de los que nunca se ponen en escena en sus propias novelas.

¿Qué pensar entonces de esa otra imagen, de ese otro autorretrato maravillosamente idealizado?

Situado más arriba de la obra, aparece el hombre sonriente, aliviado, liberado de sus pesadillas.

A menudo los lectores que me ven por vez primera me suelen expresar su sorpresa: realmente y a la luz de mis historias, me imaginaban de otra forma, más sombrío, más zafio, más inquietante.

De ahora en adelante sabré contestar a esa decepción mezclada de alivio: les enseñaré el retrato hecho por Arthur Tress.

Les explicaré que esta carretilla infernal con su contenido jadeante ha de interpretarse a la vez “fóricamente” (como la “foría” con

la que el rey de los Alisos se lleva y trae a los niños) y metafóricamente, como la obra misma pegada al hombre como por una operación de apareamiento contra natura.
Pues aquí está el argumento decisivo del Dr. Jekyll contra Mr. Hyde.

Creo en la total legitimidad de la separación de cuerpos y bienes entre el autor y su obra.

El autor ha de poder ir de compras sin exhibir a hombros, como un hombre-anuncio, el inmenso cartel cubierto con todos los signos que ha escrito.

Ha de poder ligar, aunque no arrastrándola pegada al rabo, esa enorme y estruendosa cacerola.

Ha de poder viajar libre y sin trastos, después de dejar en casa la pluma, el bicornio de académico y la máquina de escribir.

En una palabra, ha de respetar este principio sagrado: siempre anteponer el placer a la obra, lo que le permitirá sacar amplio provecho de tal postergamiento o “posterioridad”.

Es este principio, aquí respetado con una sonrisa o allá violado con remilgos, el que ilustran, respectivamente, el autorretrato de Michel Tournier y el retrato que le hizo Arthur Tress.»

-Michel Tournier («El Crepúsculo de las Máscaras»)

En su isla, durante muchos años, Robinson se enfrenta solo a los elementos.

El náufrago se enfrenta al escurridizo paso del tiempo, a la pérdida del lenguaje, de la memoria, hasta fundirse finalmente con la isla, convirtiéndose en su conciencia.

Se nos cuenta una experiencia mítica, una experiencia que todo el mundo se ha divertido imaginando al menos una vez en la vida, y que sin embargo sigue siendo una de las más difíciles de imaginar.

El pianista Wilhem Latchoumia está rodeado de imágenes de video (incluidos archivos INA, huellas del mundo que Robinson dejó atrás), sonidos, luces, extractos del texto proyectado o leído en voz en off.

El piano da vida a este ambiente: poco a poco toma forma el microcosmos de la isla, la terrible, trágica ya veces divertida experiencia de este hombre llevado a convertirse, en su absoluta soledad, en más humano que todos los humanos.

“Todos los que me conocieron, todos sin excepción, me creen muerto.

Mi propia convicción de que existo está unánimemente en contra.

Eso solo es suficiente, ciertamente no para matarme, sino para empujarme de regreso a los confines de la vida, a un lugar suspendido entre el cielo y el infierno, en el limbo, en resumen.

(…) ¿Cuántos días, semanas, meses, años habían pasado desde el hundimiento del Virginie?

Robinson se sintió mareado cuando hizo esta pregunta.

Le pareció entonces arrojar una piedra en un pozo y esperar en vano que el sonido de su caída resonara en el fondo. »

-Michel Tournier, Viernes o el limbo del Pacífico, París, Gallimard, 1972

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