
«No tienes que ser bueno.
No tienes que recorrer el desierto
arrodillado, arrepintiéndote.
Sólo tienes que dejar
que el animal suave de tu cuerpo
ame lo que ama.
Cuéntame de tu dolor,
yo te contaré del mío.
Mientras tanto, el mundo sigue.
Mientras tanto, el sol
y los guijarros claros de la lluvia
se desparraman sobre los paisajes,
sobre las praderas y los árboles profundos,
las montañas y los ríos.
Mientras tanto, los gansos salvajes,
allá arriba en el límpido aire azul,
están volviendo a casa.
Quienquiera que seas,
no importa cuán solo te sientas,
el mundo se ofrece a tu imaginación,
te llama como la voz de los gansos salvajes,
áspera y excitante, anunciando,
una y otra vez, tu lugar en la familia de las cosas.»
-Mary Oliver («Los Gansos Salvajes»)
Mary Oliver…
Una sensibilidad fértil ante el asombro, ante una magnificencia perceptora de lo pequeño, de lo simple, de lo sagrado y profano a la vez, la de un alma poética que todo lo acoge, que todo lo convierte bajo la caricia consciente de su alma enlutada en los colores del rosa y el oro, en los de su palabra pura y noble, en luz matutina de plateados, morados y ocres, en sutilezas inocentes propias de flores y coros de aves, de risas de niños, en alturas tanto de pinos, cedros o arces como de minúsculos caracolillos, musgos o suaves brotes de campiñas y bosques, sonata de otoños, concierto perpetuo de abriles, poetisa alejada de lloros y cercana siempre a lo simple.
Mary Oliver, milagro de una mujer que supo beber de la sensualidad y pasión de Whitman, de la espiritualidad alejada de cualquier presunción de Thoreau, de la sensibilidad sin doblez ni artificio de Emerson, poetisa nacida y mantenida por ella misma bajo el continuo asombro, absorta en la naturalidad más absoluta y cierta, anclada en el elogio por la maravilla de todo lo creado y que a nadie en exclusiva pertenece, sensual, meditativa en la forma y en el fondo de sus versos, instintiva, recurrente sin extenuarse de la vocación de animal que todos somos y sin el cual ella nos muestra que no podemos vivir plenos ni sinceros, reconocedora como pocos poetas de la necesidad urgente e imperiosa que tenemos de la tierra sin la que sólo somos una idea dentro de otra idea.
Cuánto de caricia hay en lo simple y ordinario, en la falta de presunción y en el abrazo a lo cotidiano, en lo que por lo que de común tiene damos tantas veces por sentado, privándonos de esta manera de la maravilla continua de lo natural, de lo vivo y palpitante que mora en todas las cosas, hasta en las de apariencia más insignificante, o precisamente más en ellas. Como los gansos salvajes, como su vuelo y su graznido que parecen impelirnos a que aceptemos, a que sucumbamos de una vez a lo que somos y
abrazarlo haciendo las paces con nuestro ser.
Sólo volar, nada más, nada menos, donde el corazón y el alma nos lleven, sin ya más castigos, ni más juicios ni condenas por lo que fue o por lo que quizá pudo haber sido, como los gansos, retornando a casa, entre el cielo y el suelo, en el lugar exacto, perfectos, acabados y sabedoras en su bendita “ignorancia” ante los sabios doctores, de su sitio en el mundo, y como Mary acaba declarando:
“…tu lugar en la familia de las cosas.”
-Ricardo De Bastante