
«Piensas que nunca te va a pasar, imposible que te suceda a ti, que eres la única persona del mundo a quien jamás ocurrirán esas cosas, y entonces, una por una, empiezan a pasarte todas, igual que le suceden a cualquier otro.
Tus pies descalzos en el suelo frío cuando te levantas de la cama y vas a la ventana.
Tienes seis años.
Afuera cae la nieve, y en el jardín las ramas de los árboles se están poniendo blancas.
Habla ya antes de que sea demasiado tarde, y confía luego en seguir hablando hasta que no haya más que decir.
Después de todo, se acaba el tiempo.
Quizá sea mejor que de momento dejes tus historias a un lado y trates de indagar lo que ha sido vivir en el interior de este cuerpo desde el primer día que recuerdas estar vivo hasta hoy.
Un catálogo de datos sensoriales.
Lo que cabría denominar fenomenología de la respiración.
Tienes diez años, es pleno verano y hace un calor sofocante, tan húmedo y molesto que, incluso sentado a la sombra de los árboles del jardín, se te llena de sudor la frente.
Que ya no eres joven es un hecho indiscutible.
Dentro de un mes cumplirás sesenta y cuatro años, y aunque no es ser demasiado viejo, no lo que todo el mundo consideraría una edad provecta, no puedes dejar de pensar en todos los que no han logrado llegar tan lejos como tú.
Ése es un ejemplo de las diversas cosas que podrían no pasar nunca pero que, en realidad, han ocurrido.
El viento en tu rostro durante la tormenta de nieve de la semana pasada.
El espantoso aguijón del frío, y tu ahí afuera, en las calles desiertas, preguntándote qué te habría llevado a salir de casa con aquella rugiente tempestad, y sin embargo, aún cuando luchabas por mantener el equilibrio, estaba el júbilo de aquel viento, la euforia de ver las familiares calles empañadas de blanco, convertidas en un remolino de nieve.
Placeres físicos y dolores físicos.
Placeres sexuales antes que nada, pero también el placer de la comida y la bebida, el de reposar desnudo en un baño caliente, de rascarse un picor, de estornudar y de quedarse una hora más en la cama, de volver la cara hacia el sol en una templada tarde a finales de primavera o principios de verano y sentir el calor que se difunde por la piel.
Innumerables ocasiones, no pasa un día sin algún instante o instantes de placer físico, y sin embargo los dolores son sin dudas más persistentes y obstinados, y en uno u otro momento han asaltado casi todas las partes de tu cuerpo.
La proximidad que tu menudo cuerpo guardaba con el suelo, el cuerpo que te correspondía cuando tenías tres o cuatro años, es decir, la brevedad de la distancia entre tus pies y tu cabeza, y cómo las cosas en las que ya no te fijas constituían entonces una presencia y preocupación constantes para ti: el pequeño mundo de reptantes hormigas y monedas perdidas, de ramitas caídas y abolladas chapas de botellas, de tréboles y dientes de león.
Pero sobre todo las hormigas.
Son lo que mejor recuerdas.
Ejércitos de hormigas de sus pulverulentos montículos.
Tienes cinco años, estás en cuclillas sobre un hormiguero en el jardín, estudiando atentamente las idas y venidas de tus diminutos amigos de seis patas.
Sin ser visto ni oído, tu vecino de tres años se acerca sigilosamente a tu espalda y te golpea en la cabeza con un rastrillo de juguete.
Las púas te atraviesan el cuero cabelludo, la sangre te empieza a manar por el pelo y te corre hasta la nuca, y dando gritos entras a tu casa, donde tu abuela te cura las heridas.
Esta mañana, te despiertas en la penumbra de otro amanecer de enero, con una luz difuminada, grisácea, penetrando en el dormitorio, y ahí está el rostro de tu mujer vuelto hacia ti, los ojos cerrados, aún profundamente dormida, las mantas subidas hasta el cuello, asomando únicamente la cabeza, y te maravilla lo preciosa que está, lo joven que parece, incluso ahora, treinta años después de la primera vez que te acostaste con ella, al cabo de treinta años de vivir bajo el mismo techo y compartir la misma cama.
También nieva hoy, y cuando te levantas de la cama y vas a la ventana, en el jardín las ramas de los árboles se están poniendo blancas.
Tienes sesenta y tres años.
Se te ocurre que durante el largo viaje de la niñez hasta aquí rara vez ha habido un momento en que no hayas estado enamorado.
Treinta años de matrimonio, sí, pero en los treinta anteriores, ¿cuántos caprichos y enamoramientos, cuántas pasiones, cuántos delirios y afanes, cuántas oleadas de loco deseo?
Desde el comienzo mismo de tu vida consciente, has sido un solícito esclavo de Eros.
Las chicas que amaste de niño, las mujeres que quisiste ya hombre, cada una diferente de las demás, delgadas unas y otras rellenas, bajas y altas, intelectuales y atléticas, sociables y temperamentales, blancas y negras y algunas asiáticas, nada en su apariencia te importaba realmente, todo estaba en la luz interior que percibieras en ella, la chispa del carácter, la llama de la identidad revelada, y esa luz la hacía bella para ti, aunque otros estuvieran ciegos ante la belleza que tú veías, y entonces te morías por estar con ella, cerca de ella, porque la belleza femenina es algo que nunca has podido resistir.
Ya desde tus primeros días de colegio, en la clase del jardín de infancia, donde te enamoraste de la niña rubia de larga cola de caballo, la señorita Sandquist te castigaba a menudo por esconderte con la niña de la que te habías prendado, los dos juntos haciendo travesuras en algún rincón, pero tales castigos no significaban nada para ti, porque estabas enamorado y entonces el amor era tu debilidad, como lo sigue siendo ahora.
El inventario de las cicatrices, en particular las de la cara, que ves cada mañana al mirarte en el espejo del baño cuando te peinas o vas a afeitarte.
Rara vez piensas en ellas, pero cuando lo haces, entiendes que son marcas que deja la vida, que el surtido de líneas irregulares grabadas en la piel de tu rostro son letras del alfabeto secreto que narra la historia de quién eres, porque cada cicatriz es la huella de una herida curada, y cada herida era resultado de una inesperada colisión con el mundo; es decir, de un accidente, de algo que no debía ocurrir a la fuerza, porque por definición un accidente es algo que no sucede necesariamente.
Acontecimientos contingentes en contraposición a hechos necesarios, y mientras te miras al espejo esta mañana comprendes que toda vida es contingente, salvo por el único hecho necesario de que antes o después tocará a su fin.
Cicatrices de cejas partidas, una en la izquierda y otra en la derecha, casi perfectamente simétricas, la primera causada por una embestida a toda marcha contra un muro de ladrillo jugando al balón prisionero en una clase de gimnasia de la escuela primaria, y la segunda producida a los veintipocos años cuando al lanzar un gancho en un partido de baloncesto al aire libre, te empujaron por detrás y te estampaste contra el poste metálico que sujetaba la canasta.
Otra cicatriz en la barbilla, de origen desconocido. Quizá producida por una caída en la primera infancia, un porrazo contra la acera o una piedra que te abrió el mentón y te dejó señal, aún visible siempre que te afeitas por la mañana.
Ninguna leyenda acompaña esa cicatriz, tu madre nunca te habló de ella (al menos que recuerdes), y te parece extraño, si no del todo desconcertante, que esa marca permanente se te grabara en la piel por lo que sólo puede denominarse una mano invisible, que tu cuerpo haya sido territorio de acontecimientos ya borrados de la historia.
Lo que ejerce presión sobre ti, lo que siempre ha ejercido presión sobre ti: el exterior, es decir, la atmósfera; o bien, más concretamente, tu cuerpo en medio del aire que te rodea.
Las plantas de los pies ancladas en el suelo, pero el resto de ti expuesto al aire, y ahí es donde comienza la historia, en tu cuerpo, en donde todo terminará también.
De momento, estás pensando en el viento.
Más adelante, si hay tiempo, pensarás en el calor y el frío, las infinitas variedades de lluvia, las nieblas que has atravesado a tientas como un hombre sin ojos, el demencial tamborileo del granizo, como de ametralladora, repiqueteando en las tejas.
Pero es el viento lo que ahora te llama la atención, porque el aire rara vez está quieto, y más allá del hálito apenas perceptible de la nada que en ocasiones te rodea, hay brisas y cadencias que flotan, las súbitas ráfagas y borrascas…»
-Paul Auster