Comodoro Rivadavia ya no oye nada; pero, a mil kilómetros de allí, a
veinte minutos más tarde, Bahía Blanca capta un segundo mensaje:
«Descendemos. Entramos en las nubes…»
Luego esas dos palabras de un texto oscuro aparecieron en la estación de
Trelew.
«… ver nada…»
Las ondas cortas son así. Se las capta allí, se es sordo a ellas aquí. Luego,
sin razón alguna, todo cambia. Esa tripulación, cuya posición es
desconocida, se manifiesta ya a los vivos, fuera del espacio, fuera del
tiempo; y sobre las hojas blancas de las estaciones de radio son ya fantasmas
que escriben.
¿Se ha agotado el combustible o el piloto juega su última carta: encontrar
tierra sin estrellarse? La voz de Buenos Aires ordena a Trelew:
«Pregúntenselo.»
La estación de escucha de T. S. H. parece un laboratorio: níqueles, cobres
y manómetros, red de conductores. Los operadores de guardia, en blusa
blanca, silenciosos, parecen inclinados sobre un sencillo experimento.
Con sus dedos delicados tocan los instrumentos, exploran el cielo
magnético, buscan la vena de oro.
«¿No responde?»
«No responde.»
Tal vez van a captar esa nota que sería una señal de vida. Si el avión y sus
luces de bordo remontan entre las estrellas, oirán tal vez el canto de esa
estrella…
Los segundos manan. Manan, en verdad, como sangre. ¿Dura aún el
vuelo? Cada segundo arrastra una posibilidad. Por eso el tiempo que transcurre
parece destruir. Del mismo modo que, a lo largo de veinte siglos, toca
un templo, prosigue su camino sobre el granito y entierra el templo en polvo,
ahora, siglos de usura se agolpan en cada segundo y amenazan a una
tripulación.
Cada segundo se lleva algo. Esa voz de Fabien, esa risa de Fabien, esa
sonrisa. El silencio gana terreno. Un silencio cada vez más pesado, que se
tiende sobre esta tripulación como el peso de un mar.
Entonces alguien advierte:
«La una cuarenta. Último límite del combustible: es imposible que aún
siga volando.»
Y la paz se hace.
Algo amargo y soso sube a los labios como en el término de un viaje.
Algo se ha consumado de lo que nada se sabe, algo descorazonador. Ya entre
todos esos níqueles y esas arterias de cobre, se experimenta la misma tristeza
que reina sobre las fábricas destruidas. Todo ese material parece pesado,
inútil, desafectado: un peso de ramas muertas.
No hay más remedio que esperar el nuevo día.
Dentro de algunas horas, surgirá a la luz toda Argentina, y esos hombres
permanecerán allí, como sobre la playa, frente a la red de la que se tira
lentamente, muy lentamente, y no se sabe lo que contendrá.
Rivière, en su oficina, experimenta esa paralización que sólo permiten los
grandes desastres, cuando la fatalidad libera al hombre. Ha hecho poner
alerta a la Policía de toda una provincia. No puede hacer nada más, es
preciso esperar.
Pero el orden debe reinar incluso en la mansión de los muertos. Rivière,
con un gesto, llama a Robineau:
—Telegrama para las escalas Norte: «Prevemos retraso importante del
correo de Patagonia. Para no retrasar demasiado correo Europa, juntaremos
correo Patagonia con próximo correo Europa.»
Se dobla un poco hacia adelante. Pero hace un esfuerzo y se acuerda de
algo, que era grave. ¡ Ah, sí! Y para no olvidarlo:
—Robineau.
—¿Señor Rivière?
—Redacte una nota: Prohibición a los pilotos de sobrepasar las mil
novecientas revoluciones: me destrozan los motores.
—Bien, señor Rivière.
Rivière se dobla algo más. Necesita, ante todo, soledad:
—Márchese, Robineau. Márchese, querido…
Y Robineau se asusta de esta igualdad ante las sombras.
veinte minutos más tarde, Bahía Blanca capta un segundo mensaje:
«Descendemos. Entramos en las nubes…»
Luego esas dos palabras de un texto oscuro aparecieron en la estación de
Trelew.
«… ver nada…»
Las ondas cortas son así. Se las capta allí, se es sordo a ellas aquí. Luego,
sin razón alguna, todo cambia. Esa tripulación, cuya posición es
desconocida, se manifiesta ya a los vivos, fuera del espacio, fuera del
tiempo; y sobre las hojas blancas de las estaciones de radio son ya fantasmas
que escriben.
¿Se ha agotado el combustible o el piloto juega su última carta: encontrar
tierra sin estrellarse? La voz de Buenos Aires ordena a Trelew:
«Pregúntenselo.»
La estación de escucha de T. S. H. parece un laboratorio: níqueles, cobres
y manómetros, red de conductores. Los operadores de guardia, en blusa
blanca, silenciosos, parecen inclinados sobre un sencillo experimento.
Con sus dedos delicados tocan los instrumentos, exploran el cielo
magnético, buscan la vena de oro.
«¿No responde?»
«No responde.»
Tal vez van a captar esa nota que sería una señal de vida. Si el avión y sus
luces de bordo remontan entre las estrellas, oirán tal vez el canto de esa
estrella…
Los segundos manan. Manan, en verdad, como sangre. ¿Dura aún el
vuelo? Cada segundo arrastra una posibilidad. Por eso el tiempo que transcurre
parece destruir. Del mismo modo que, a lo largo de veinte siglos, toca
un templo, prosigue su camino sobre el granito y entierra el templo en polvo,
ahora, siglos de usura se agolpan en cada segundo y amenazan a una
tripulación.
Cada segundo se lleva algo. Esa voz de Fabien, esa risa de Fabien, esa
sonrisa. El silencio gana terreno. Un silencio cada vez más pesado, que se
tiende sobre esta tripulación como el peso de un mar.
Entonces alguien advierte:
«La una cuarenta. Último límite del combustible: es imposible que aún
siga volando.»
Y la paz se hace.
Algo amargo y soso sube a los labios como en el término de un viaje.
Algo se ha consumado de lo que nada se sabe, algo descorazonador. Ya entre
todos esos níqueles y esas arterias de cobre, se experimenta la misma tristeza
que reina sobre las fábricas destruidas. Todo ese material parece pesado,
inútil, desafectado: un peso de ramas muertas.
No hay más remedio que esperar el nuevo día.
Dentro de algunas horas, surgirá a la luz toda Argentina, y esos hombres
permanecerán allí, como sobre la playa, frente a la red de la que se tira
lentamente, muy lentamente, y no se sabe lo que contendrá.
Rivière, en su oficina, experimenta esa paralización que sólo permiten los
grandes desastres, cuando la fatalidad libera al hombre. Ha hecho poner
alerta a la Policía de toda una provincia. No puede hacer nada más, es
preciso esperar.
Pero el orden debe reinar incluso en la mansión de los muertos. Rivière,
con un gesto, llama a Robineau:
—Telegrama para las escalas Norte: «Prevemos retraso importante del
correo de Patagonia. Para no retrasar demasiado correo Europa, juntaremos
correo Patagonia con próximo correo Europa.»
Se dobla un poco hacia adelante. Pero hace un esfuerzo y se acuerda de
algo, que era grave. ¡ Ah, sí! Y para no olvidarlo:
—Robineau.
—¿Señor Rivière?
—Redacte una nota: Prohibición a los pilotos de sobrepasar las mil
novecientas revoluciones: me destrozan los motores.
—Bien, señor Rivière.
Rivière se dobla algo más. Necesita, ante todo, soledad:
—Márchese, Robineau. Márchese, querido…
Y Robineau se asusta de esta igualdad ante las sombras.
-Antoine de Saint-Exupéry