Vuelo Nocturno by MikkoLagerstedt-XXI

Vuelo Nocturno by MikkoLagerstedt-XXI (1)

Vuelo Nocturno by MikkoLagerstedt-XXI (2)

Robineau vagaba ahora, melancólico, por las oficinas. La vida de la
Compañía se había detenido, pues aquel correo previsto para las dos sería
suspendido y no partiría hasta que fuese de día. Los empleados, con rostros
herméticos, velaban aún, pero esta vela era inútil. Se recibían aún, con ritmo
regular, los mensajes de protección de las escalas Norte, pero sus «cielos
limpios», y sus «luna llena», y sus «viento nulo» evocaban la imagen de un
reino estéril. Un desierto de luna y de piedras. Como Robineau hojease sin
saber por qué un expediente en el que trabajaba el jefe de oficina, percibió
que éste, de pie ante él, esperaba, con un respeto insolente, a que se lo
devolviese. Con la expresión decía: «Cuando a usted le plazca, ¿no? Es
mío…» Esa actitud de un subalterno desagradó al inspector, pero no se le
ocurrió ninguna réplica, e, irritado, le tendió el expediente. El jefe de la
oficina se sentó de nuevo con gran nobleza. «Hubiera debido mandarlo a
paseo», pensó Robineau. Entonces, anduvo algunos pasos pensando en el
drama. Ese drama entrañaría la desgracia de una política, y Robineau lloraba
un doble luto.
Luego, le vino la imagen de un Rivière encerrado en su oficina, y que le
había dicho: «Querido…» Nunca, a ningún hombre, le había faltado apoyo en
tal grado. Robineau sintió por él una gran piedad. Combinaba en su cabeza
algunas frases oscuramente destinadas a compadecer, a aliviar. Un
sentimiento, que juzgaba muy hermoso, le animaba. Entonces llamó con
suavidad. No le contestaron. No se atrevió a llamar más fuerte en ese
silencio, y empujó la puerta. Rivière estaba allí. Robineau entraba en los
dominios de Rivière, por primera vez, casi en pie de igualdad, como el
sargento que, entre las balas, se reúne con el general herido, lo acompaña en
la derrota y se convierte en su hermano en el destierro. «Ocurra lo que
ocurra, estoy con usted», parecía querer decir Robineau.
Rivière callaba y, con la cabeza inclinada, contemplaba sus manos.
Robineau, de pie ante él, no se atrevía a hablar. El león, incluso derribado, le
intimidaba. Robineau preparaba frases cada vez más ebrias de devoción,
pero cada vez que levantaba los ojos, encontraba aquella cabeza inclinada en
tres cuartos, aquellos cabellos grises, aquellos labios apretados ¡sobre qué
amargura! Por fin se decidió:
—Señor director…
Rivière levantó la cabeza y le miró. Rivière despertaba de una meditación
tan profunda, tan lejana, que tal vez no se había dado cuenta aún de la
presencia de Robineau. Y nadie supo jamás lo que meditó, ni lo que
experimentó, ni qué luto se había hecho en su corazón. Rivière contempló a
Robineau, largamente, como el testigo vivo de alguna cosa. Robineau se
sintió incómodo. Cuanto más contemplaba Rivière a Robineau, más se dibujaba
sobre los labios de aquél una incomprensible ironía. Cuanto más
contemplaba Rivière a Robineau, más enrojecía éste. Y más parecía a
Rivière que Robineau había venido a testimoniar, con una buena voluntad
conmovedora y desgraciadamente espontánea, la estupidez de los hombres.
Robineau se azoró por completo. Ni el sargento, ni el general, ni las balas
existían. Sucedía algo inexplicable. Rivière seguía mirándole. Entonces
Robineau, a pesar suyo, rectificó ligeramente su actitud, sacó la mano del
bolsillo izquierdo. Rivière seguía mirándole. Finalmente, Robineau, con
infinito embarazo, sin saber por qué, balbució:
—He venido a recibir órdenes.
Rivière sacó su reloj, y dijo, simplemente:
—Son las dos. El correo de Asunción aterrizará a las dos y diez. Que el
correo de Europa despegue a las dos y cuarto.
Y Robineau esparció la sorprendente noticia: no se suspendían los vuelos
nocturnos. Y Robineau se dirigió al jefe de oficina:
—Tráigame ese expediente para que lo compruebe.
Y cuando estuvo delante del jefe de oficina:
—Espere.
Y el jefe de oficina esperó.

-Antoine de Saint-Exupéry

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