
“María era una mujer hermosa.
No parecía ni le gustaba para nada ser mujer de campo.
Por el contrario, lo suyo era estar adentro de la casa: prefería los enseres domésticos antes que ordeñar las vacas o dedicarse a la siembra y a la cosecha.
Eso le valió el desagrado de su padre Yiyo, un hombre alto con ojos color azul cielo mediterráneo.
Yiyo nunca entendió a esa hija rebelde que no quiso seguir los pasos del resto de su familia.
Esa hija que se casó “de grande” a los 25.
María nunca encajó en esa casa.
A pesar de no saber leer ni escribir, tenía la pose de alguien culto. Quien la viera de lejos diría que era alguien fríio y altanero, pero cuando se la conocía un poco más, tras su manto gélido se ocultaba un ser anhelante de afecto y ternura.
Era alta. Su piel muy blanca, sus facciones marcadas por un cincel. De ojos claros y profundos. Manos delicadas, grandes y suaves.
Muy simple, se despertaba todos los días a la misma hora; a las cinco.
Dentro de ella atesoraba una coraza entrañable y misteriosa. Era difícil saber lo que estaba pensando. No era fácil de darse, le costaba entrar en confianza con la gente. Por eso resultó un milagro que se enamorara de Jorge. De modo alguno alguien pensaría serían dos seres compatibles. Eran opuestos.
No se sabe muy bien cómo, pero Jorge atravesó y penetró esa gélida muralla.
Le resulto fácil: era muy seductor y portaba una figura imponente. Y, a diferencia de María, era muy dado a los vínculos.
Como enfermero del pueblo, supo ganarse la confianza de cada uno, y tenía un costado humanitario: si alguien no tenía dinero para pagarle la consulta, recibía gustoso lo que pudiera darle, a veces una gallina, otras litros de leche o huevos. La gente del pueblo lo quería y le perdonaba sus deslices en los pueblos vecinos.
María era muy inocente o lo sabía, pero prefería no darse cuenta. Lo cierto es que la engañaba.
No había malicia, era su propia naturaleza. Por eso ella siguió a su lado hasta los últimos momentos. A Jjorge la vida lo despidió con un cáncer de hígado, y para Maria ese fue el pasaje de ida a Buenos Aires. Santa Fe había dejado de ser una tierra de oportunidades.
Al emigrar, lo primero que hizo fue ofrecerse como portera de una fábrica. Tenía los hijos muy chicos y era un trabajo ideal para ella. También cosió. Mucho. Terminaba con la cintura extenuada y los dedos suaves comenzaron a llenarse de durezas por darle tanto a la máquina de coser.
La lealtad a Jorge duró hasta sus últimos días: nunca más estuvo con otro hombre. María era una mujer reservada y discreta. Muy pulcra, pero poco afecta a expresar sus sentimientos.
De grande, ya jubilada, aprendió a abrazar. Al principio le parecía extraño hacerlo. Mantenía cierta distancia física, le costaba el contacto. Con el tiempo, sus brazos se aflojaron y dejó que la ternura la invadiera. Decidió dos cosas: aprender a leer y escribir, y cuidar un pequeño jardín.
Había unas flores que se destacaban en medio de todo. Unas pequeñas azaleas dobles que se abrían buscando el sol de Remedios de Escalada, su nuevo hogar.
Migró un par de veces más antes de su partida y llevó consigo en sus viajes, esas pequeñas azaleas, que con el tiempo se convirtieron en arbustos gigantes que trepaban como habichuelas en otro jardín.
Dice la leyenda que, cada vez que abrían los capullos, el alma de Maria, -y su aliento-, se abrían ante el silencio de la primavera.
Maria ya era eterna.”
-Gabi Dakoff
❤️
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Gracias Preciosa amiga!
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