
«…y fue así que me concentré.
Me concentré muy concentrado.
Muy pero muy concentrado.
Poco a poco fui dejando de oír a la gente que entraba y salía del café.
Ya lo había intentado antes y había experimentado esa etapa, pero luego había fracasado.
Esta vez tenía que ser la buena.
La buena vez.
«¡Hacelo de una buena vez!», me dije.
Me imploré.
Y entonces pedí una taza de leche caliente, me senté en el taburete, puse las manos en mi regazo frente a la taza humeante y cerré los ojos.
No apreté los párpados.
No era la forma correcta de hacerlo.
Había que apretar los párpados interiores, y esos párpados apreté.
Fuertemente.
Y me concentré.
Me concentré mucho.
Los sonidos del café y los de la calle se fueron como disolviendo. Los fui olvidando.
Los fui perdiendo.
Y así, muy pero muy concentrado, aquellos ruidos fueron volviendo de a poco.
Los de la calle y los del café.
Pero no sabía qué significaban.
Todo era, aunque sin sentido, una armonía.
Una sola armonía.
Agradable.
Sí.
Eso.
Agradable.
No era bella ni mucho menos.
Tan sólo agradable… Segura.
Una armonía segura.
De una ternura sedosa.
Eran sonidos blandos, tiernos.
Deliciosos.
Y fue así que seguí siendo algo así como un zorro por un par de minutos, sentado allí, en el taburete del café.
No más que un par de minutos… Apenas un par de minutos.
No más.
Y desperté.
También de a poco.
pareció haberlo notado.
Bueno… de hecho, nadie espera vérselas con un zorro en un café de Buenos Aires.
Seguramente será por eso que vemos tan pocos.
Deben haber más.
Zorros… gallinas… Pero nadie me notó.
Probé la temperatura de la leche con la punta de la lengua… de mi corta y gruesa lengua.
Di unos sorbos, intercalando cortos soplidos para entibiarla un poco.
Me sonreí.
Pagué y me fui».
-Horacio Ramírez (De «Zorros y otros cometidos».)
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