Arte: Mira Nedyalkova-“Spirit bird”

El recuerdo de los meses benditos en que se juntaba con Ichimei en aquel motel, donde no podían apagar la luz por las cucarachas noctámbulas que salían de los rincones, sostuvieron a Alma en los años venideros, cuando intentó arrancarse el amor y el deseo con rigor extremo y reemplazarlos por la penitencia de la fidelidad.

Con Ichimei descubrió las múltiples sutilezas del amor y del placer,desde la pasión desenfrenada y urgente, hasta esos momentos sagrados en que la emoción los elevaba y se quedaban inmóviles, tendidos frente a frente en la cama, mirándose a los ojos largamente, agradecidos de su suerte, humildes por haber tocado lo más hondo de sus almas, purificados por haberse desprendido de todo artificio y yacer juntos totalmente vulnerables, en tal éxtasis que ya no podían distinguir entre el gozo y la tristeza, entre la exaltación de la vida y la tentación dulce de morir allí mismo para no separarse más.

Aislada del mundo por la magia del amor, Alma podía ignorar las voces interiores que la llamaban al orden y le exigían prudencia advirtiéndole de las consecuencias.

Sólo vivían para el encuentro del día, no había mañana ni ayer, sólo importaba ese cuarto insalubre con su ventana atascada, su olor a moho, sus sábanas gastadas y el ronquido perenne del aparato de ventilación.

Sólo existían ellos dos, el primer beso anhelante al cruzar el umbral, antes de echar llave a la puerta, las caricias de pie, el despojarse de la ropa, que quedaba tirada donde cayera, los cuerpos desnudos, trémulos, sentir el calor, el sabor y el olor del otro, la textura de la piel y del pelo, la maravilla de perderse en el deseo hasta la extenuación, de dormitar abrazados por un momento y volver al placer renacido, a las bromas, las risas y las confidencias, al prodigioso universo de la intimidad.

Los dedos verdes de Ichimei, capaces de devolver la vida a una planta agónica o arreglar un reloj a ciegas, le revelaron a Alma su propia naturaleza encabritada y hambrienta.

Se divertía sorprendiéndolo, desafiándolo, viéndole enrojecer abochornado y divertido.

Ella era atrevida y él era prudente, ella era ruidosa en el orgasmo, él le tapaba la boca.

A ella se le ocurría un rosario de palabras románticas, apasionadas, halagüeñas y cochinas para soplarle al oído o escribirle en urgentes misivas; él mantenía la reserva propia de su carácter y su cultura.

Alma se abandonó a la alegría inconsciente del amor.

Se preguntaba cómo nadie percibía el resplandor en su piel, la oscuridad sin fondo de sus ojos, la liviandad de su paso, la languidez en su voz, la ardiente energía que no podía ni quería controlar.

En esa época escribió en su diario que andaba flotando y sentía burbujas de agua mineral en la piel, erizándole los vellos de gusto; que el corazón se le había agrandado como un globo y se le iba a reventar, pero no cabía nadie más que Ichimei en ese inmenso corazón inflado, el resto de la humanidad se había desdibujado; que se estudiaba desnuda frente al espejo imaginando que era Ichimei quien la observaba desde el otro lado del cristal, admirando sus piernas largas, sus manos fuertes, sus senos firmes de pezones oscuros, su vientre liso con una tenue línea de vellos negros del ombligo al pubis, sus labios pintados, su piel de beduina; que dormía con la cara hundida en una camiseta de él, impregnada de su aroma a jardinero, humus y sudor; que se tapaba los oídos para evocar la voz lenta y suave de Ichimei, su risa vacilante, que contrastaba con la de ella, exagerada y bullanguera, sus consejos de cautela, sus explicaciones de plantas, sus palabras de amor en japonés, porque en inglés le parecían insustanciales.

La necesidad de Alma de saberse amada era insaciable.

Se habían reencontrado por casualidad siete años después del funeral de Isaac Belasco y catorce antes de que se manifestara plenamente la enfermedad de Nathaniel, en la exposición anual de la Sociedad de Orquídeas, entre miles de visitantes.

Ichimei la vio antes y se acercó a saludarla.

Estaba solo.

Hablaron de las orquídeas —había dos ejemplares de su vivero en la exposición—, y después se fueron a comer a un restaurante cercano.

Empezaron charlando de esto y aquello: Alma de sus viajes recientes, sus nuevos diseños y su hijo Larry; Ichimei de sus plantas y sus hijos, Miki de dos años y Peter, un bebé de ocho meses.

No mencionaron a Nathaniel ni a Delphine.

La comida se prolongó tres horas sin una pausa, tenían todo que decirse y lo hicieron con incertidumbre y cautela, sin caer en el pasado, como deslizándose sobre hielo quebradizo,estudiándose, notando los cambios, tratando de adivinar las intenciones, conscientes de la ardiente atracción que permanecía intacta.

Ambos habían cumplido treinta y siete años; ella representaba más, se habían acentuado sus facciones, estaba más delgada, angulosa y segura de sí misma, pero Ichimei no había cambiado, tenía el mismo aspecto de adolescente sereno de antes, la misma voz baja y modales delicados, la misma capacidad de invadir hasta la última de sus células con su intensa presencia.

Alma podía ver al niño de ocho años en el invernadero de Sea Cliff, al de diez que le entregó un gato antes de desaparecer, al amante incansable del motel de las cucarachas, al hombre de luto en el funeral de su suegro, todos iguales, como imágenes sobrepuestas en papel transparente.

Ichimei era inmutable, eterno.

El amor y el deseo por él le quemaban la piel, quería estirar las manos a través de la mesa y tocarlo, acercarse, hundir la nariz en su cuello y comprobar que todavía olía a tierra y hierbas, decirle que sin él vivía sonámbula, que nada ni nadie podía llenar el vacío terrible de su ausencia, que daría todo por volver a estar desnuda en sus brazos, nada importaba sino él.

Ichimei la acompañó a su coche.

Se fueron caminando lentamente, dando rodeos para demorar el momento de la separación.

Tomaron el ascensor al tercer piso del estacionamiento, ella sacó su llave y le ofreció llevarlo hasta su vehículo, que estaba a sólo una cuadra de distancia, y él aceptó.

En la íntima penumbra del coche se besaron, reconociéndose.

En los años venideros habrían de mantener su amor en un compartimento separado del resto de sus vidas y lo vivirían a fondo sin permitir que rozara a Nathaniel y Delphine.

Al estar juntos, nada más existía, y al despedirse en el hotel donde acababan de saciarse, quedaba entendido que no volverían a tener contacto hasta la cita siguiente, excepto por carta.

Alma atesoraba esas cartas,aunque en ellas Ichimei mantenía el tono reservado propio de su raza, que contrastaba con sus delicadas pruebas de amor y sus arranques de pasión cuando estaban juntos.

El sentimentalismo lo abochornaba profundamente, su manera de manifestarse era preparando un pícnic para ella en preciosas cajas de madera, enviándole gardenias, porque a ella le gustaba esa fragancia, que jamás usaría en una colonia, preparándole té ceremoniosamente, dedicándole poemas y dibujos.

A veces, en privado, la llamaba «mi pequeña», pero no lo ponía por escrito.

Alma no necesitaba darle explicaciones a su marido, porque llevaban vidas independientes, y nunca le preguntó a Ichimei cómo se las arreglaba para mantener ignorante a Delphine, ya que convivían y trabajaban estrechamente.

Sabía que él amaba a su mujer, que era buen padre y hombre de familia, que tenía una situación especial en la comunidad japonesa, donde lo consideraban un maestro y lo llamaban para aconsejar a los descarriados, reconciliar a los enemigos y servir de árbitro justo en las disputas.

El hombre del amor calcinante, de los inventos eróticos, de la risa, las bromas y los juegos entre las sábanas, de la urgencia y la voracidad y la alegría, de las confidencias susurradas en la pausa entre dos abrazos, de los besos interminables y la intimidad más delirante, ese hombre sólo existía para ella.

Las cartas comenzaron a llegar después de su encuentro entre las orquídeas y se intensificaron cuando Nathaniel enfermó.

Durante un tiempo interminable para ellos, esa correspondencia reemplazó a los encuentros clandestinos.

Las de Alma eran las cartas descarnadas y angustiosas de una mujer afligida por la separación; las de Ichimei eran como agua reposada y cristalina, pero entre líneas palpitaba la pasión compartida.

Para Alma, esas cartas revelaban la exquisita tapicería interior de Ichimei, sus emociones, sueños, añoranzas e ideales; pudo conocerlo y amarlo y desearlo más por esas misivas que por las escaramuzas amorosas.

Llegaron a serle tan indispensables, que cuando quedó viuda y libre, cuando podían hablar por teléfono, verse con frecuencia y hasta viajar juntos, siguieron escribiéndose.

Ichimei cumplió rigurosamente con el acuerdo de destruir las cartas, pero Alma guardó las de él para releerlas a menudo…

«12 de abril de 1996
¡Otra luna de miel memorable contigo, Alma!

Hacía tiempo que no te veía tan feliz y relajada.

El espectáculo mágico de mil setecientos cerezos en flor nos recibió en Washington.

Vi algo semejante en Kioto, hace muchos años.

¿Todavía florece así el cerezo de Sea Cliff que plantó mi padre?

Acariciaste los nombres en la piedra oscura del Memorial de Vietnam y me dijiste que las piedras hablan, que se pueden oír sus voces, que los muertos están atrapados en ese muro y nos llaman, indignados por su sacrificio.

Me quedé pensando en eso.

Hay espíritus por todas partes, Alma, pero creo que son libres y no guardan rencor.»

-Ichi

/

22 de octubre de 2002
«Ayer, Alma, cuando por fin pudimos encontrarnos para celebrar nuestros cumpleaños, te noté de mal humor.

Dijiste que de pronto, sin saber cómo, hemos alcanzado los setenta.

Temes que nos falle el cuerpo y eso que llamas la fealdad de la vejez, aunque eres más bella ahora que a los veintitrés.

No estamos viejos por haber cumplido setenta.

Empezamos a envejecer en el momento de nacer, cambiamos día a día, la vida es un continuo fluir.

Evolucionamos.

Lo único diferente es que ahora estamos un poco más cerca de la muerte.

¿Y qué tiene eso de malo?

El amor y la amistad no envejecen.»

-Ichi

/

11 de julio de 1969
«Nuestro amor es inevitable, Alma.

Lo supe siempre, pero durante años me rebelé contra eso y traté de arrancarte de mi pensamiento, ya que nunca podría hacerlo de mi corazón.

Cuando me dejaste sin darme razones no lo entendí.

Me sentí engañado.

Pero en mi primer viaje a Japón tuve tiempo de calmarme y acabé por aceptar que te había perdido en esta vida.

Dejé de hacerme inútiles conjeturas sobre lo que había pasado entre nosotros.

No esperaba que el destino volviera a juntarnos.

Ahora, después de catorce años alejados, habiendo pensado en ti cada día de esos catorce años, comprendo que nunca seremos esposos, pero tampoco podemos renunciar a lo que sentimos tan intensamente.

Te invito a vivir lo nuestro en una burbuja, protegido del roce del mundo y preservado intacto, por el resto de nuestras vidas y más allá de la muerte.

De nosotros depende que el amor sea eterno.»

-Ichi

/

2 de agosto de 1994
«Vivir en la incertidumbre, sin seguridad, sin planes ni metas, dejándome llevar como un ave sostenida por la brisa, eso he aprendido en mis peregrinajes.

Te extraña que a los sesenta y dos años todavía pueda partir de la noche a la mañana a vagar sin itinerario ni equipaje, como un muchacho en auto stop, que me vaya por tiempo indefinido y no te llame ni te escriba, que a mi regreso no pueda decirte dónde estuve.

No hay ningún secreto, Alma.

Camino, eso es todo.

Para sobrevivir necesito muy poco, casi nada.

¡Ah, la libertad!

Me voy, pero siempre te llevo en el recuerdo.»

-Ichi

/

12 de septiembre de 1978
«Me explicaste que de la quietud nace la inspiración y del movimiento surge la creatividad.

La pintura es movimiento, Alma, por eso me gustan tanto tus diseños recientes, parecen sin esfuerzo, aunque sé cuánta quietud interior se requiere para dominar el pincel como tú lo haces.

Me gustan especialmente tus árboles otoñales que dejan caer sus hojas con gracia.

Así deseo desprenderme de mis hojas en este otoño de la vida, con facilidad y elegancia.

¿Para qué apegarnos a lo que vamos a perder de todos modos?

Supongo que me refiero a la juventud, que ha estado tan presente en nuestras conversaciones.

El jueves te prepararé un baño con sales y algas marítimas, que me enviaron de Japón.»

-Ichi

/

18 de julio de 1984
«Sé cómo estás sufriendo y me apena no poder ayudarte.

Mientras te escribo, sé que estás angustiada negociando con la enfermedad de tu marido.

No puedes controlar esto, Alma, sólo puedes acompañarlo con mucho valor.

Nuestra separación es muy dolorosa.

Estamos acostumbrados a nuestros jueves sagrados, las cenas privadas, los paseos en el parque, las breves aventuras de un fin de semana.

¿Por qué el mundo me parece desteñido?

Los sonidos me llegan de lejos, como en sordina, la comida sabe a jabón.

¡Tantos meses sin vernos!

Compré tu colonia para sentir tu olor.

Me consuelo escribiendo poesía, que un día te daré porque es para ti.

¡Y tú me acusas de no ser romántico!

De poco me han servido los años de práctica espiritual si no he logrado despojarme del deseo.

Espero tus cartas y tu voz en el teléfono, te imagino llegar corriendo…

A veces el amor duele.»

-Ichi»

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8 de enero de 2010
«¡Qué exuberante y alborotado es el universo, Alma!

Gira y gira.

La única constante es que todo cambia.

Es un misterio que sólo podamos apreciarlo desde la quietud.

Estoy viviendo una etapa muy interesante.

Mi espíritu contempla con fascinación los cambios en mi cuerpo, pero esa contemplación no es desde un punto distante, sino desde dentro.

Mi espíritu y mi cuerpo están juntos en este proceso.

Ayer me decías que echas de menos la ilusión de inmortalidad de la juventud.

Yo no.

Estoy disfrutando mi realidad de hombre maduro, por no decir viejo.

Si me fuera a morir dentro de tres días, ¿qué pondría en esos días?

¡Nada!

Me vaciaría de todo menos del amor.

Hemos dicho muchas veces que amarnos es nuestro destino, nos amamos en vidas anteriores y seguiremos encontrándonos en vidas futuras.

O tal vez no hay pasado ni futuro y todo sucede simultáneamente en las infinitas dimensiones del universo.

En ese caso estamos juntos constantemente, para siempre.

Es fantástico estar vivo.

Todavía tenemos diecisiete años, Alma mía.»

-Ichi (Isabel Allende: «El amante japonés»)

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