Arte: Laura Rabehi

«Queridas nietas,
Os he hablado de los antecedentes familiares, de cosas nuestras que no supe hasta muy tarde en mi vida.

Después hemos recorrido los aprendizajes de mis dieciocho años con sabios, científicos dedicados al aprendizaje emocional.
Y ahora quisiera terminar seleccionando dos de las ideas que me han impactado y conmovido.La primera idea es que hay que aceptar lisa y llanamente lo que la mayoría de la gente se resiste a ver: que la vida es una equivocación.«Life is a mistake», dice Ken Nealson, astrobiólogo de la NASA.
La segunda idea que no podéis olvidar es esta afirmación de un premio Nobel, Sydney Brenner: «Los que más me han enseñado
son los que menos sabían de lo mío».
Se puede cambiar de opinión.
La primera vez que Ken Nealson, astrobiólogo de la NASA, me soltó que «la vida es una equivocación» fue entre sonrisas; él se ocupaba de la vida todo el rato y no iba a escribirlo con letras mayúsculas, ni anotando, como haríamos nosotros, un punto y aparte.
La vida era una equivocación.
Punto.Si incluso la estructura de la materia cambia, ¿cómo no vais a cambiar vosotras de opinión, admitiendo que os equivocasteis?Ranulfo Romo, investigador internacional del Howard Hughes Medical Institute, comprobó ya hace un tiempo junto a su equipo de la Universidad Autónoma de México que los cerebros de determinados primates sociales habían desarrollado la capacidad de rumiar decisiones y cambiar de opinión si lo estimaban preciso.
En otras palabras, nuestros antecesores los primates ya podían cambiar el voto aunque por motivos ideológicos hubieran tomado la
decisión contraria.
También el loro de mi vecino, que sólo solía cantar La Marsellesa, cambió de melodía cuando Alexia empezó a entonar tonalidades distintas.El loro se lo pensó un rato.Hubo un gran silencio y de repente cantó lo propuesto.Ensayó y volvió a cantar la nueva sintonía.
No sólo no es malo cambiar de opinión, sino que nuestros cerebros están fabricados para poder hacerlo.¿De dónde sale entonces este sentimiento tan extendido de que cambiar de opinión es malo?
¿De que sólo los caracteres volubles y flojos cambian de parecer?
La verdad pura demuestra que rumiar sobre lo que acabamos de decidir, hasta el punto de sustituirlo por otra decisión, opuesta o distinta, es propio de cerebros sofisticados y genéticamente avanzados.
La tozudez, la imposibilidad de cambiar de opinión, la de aferrarse siempre a lo mismo, son propias de alucinados empedernidos.
De organismos que evolutivamente precedieron a los monos con los que trabaja Ranulfo Romo.La biología nos advierte de que no podemos prestar atención siempre a lo mismo.
En la misma medida en que se prolonga el estímulo sensorial —se ha verificado en el laboratorio con monos rhesus— disminuye la intensidad de la descarga sensorial.
No lo he olvidado, desde que oí por azar al sabio Antonio Damasio intentar convencer a una de sus alumnas preferidas de que no valía la pena empeñarse en un amor truncado.
Lo que debes hacer es: «Dejar de ir a los mismos bares de antaño, cambiar de ciudad y de trabajo, olvidarte del primer gran amor».
Así se tambalea otro principio básico del comportamiento cotidiano: el amor no es eterno, y sólo puede sustentarse si se producen
readaptaciones neurales.
Ha costado mucho tiempo y esfuerzo asimilar que no podemos estar prestando todo el rato idéntico grado de atención a una información sensorial determinada; tarde o temprano, este proceso va a quebrarse.La atención del observador que fluye en el cerebro pervive durante un trance limitado del estímulo, pero la triste verdad es que las neuronas suelen prestar una atención máxima durante un período inicial, hasta llegar a arrinconar, e incluso olvidar, el estímulo, aunque siga presente.
¿Cómo no sacar la conclusión de que nuestro cerebro no puede estar mirando, escuchando o sintiendo lo mismo y con la misma intensidad todo el rato?
Los neurólogos han identificado incluso los circuitos cerebrales específicos que se activan en los monos cuando aplazan una decisión.La verdad es que no habría habido ciencia sin esos circuitos cerebrales.
Después de creer, como Newton, que la dimensión del tiempo era absoluta, igual para todo el mundo, gracias a estos circuitos Einstein se afirmó en la opinión de que el tiempo era relativo y de que dependía de factores precisos, como la gravedad o la velocidad a la que
uno se desplazaba.El tiempo no es igual para todo el mundo.
Es relativo.El cerebro de los monos —y el nuestro, por supuesto— puede seguir ponderando los distintos factores a favor y en contra de algo, a pesar de haber tomado ya una decisión anticipada o precipitadamente.
La ventaja del sistema neural descubierto por Ranulfo Romo radica en que nunca es tarde cuando la dicha llega.
Si en lugar de la sopa de calabaza por la que optamos en el menú al sentarnos a la mesa, la cancelamos y regresamos a la idea inicial que habíamos rechazado de una buena fabada, no perdemos, definitivamente, la compensación típica de los circuitos de placer.
La vida puede proseguir sin amarguras, a pesar de habernos equivocado.
Porque adaptarse y rectificar es de sabios.Para poder cambiar de opinión hacía falta que los monos primero y nosotros después hubiéramos desarrollado la capacidad para elegir lo que más nos gusta.E indicarlo claramente.
Para ello se utilizaron impulsos de diferente intensidad transmitidos a las yemas de los dedos de los monos, que podían elegir —como nosotros elegimos un disco— su preferido sencillamente apretando un botón.Los monos saben elegir.
Y nosotros también.
Lo lógico, aquello para lo que está hecho el cerebro, es para no equivocarnos y, si nos equivocamos, para cambiar de opinión rápidamente.
Saber cambiar de parecer en pocos instantes sin causar estropicios, es decir, habiendo explicado a los demás las razones de nuestro cambio de actitud; después de haber ensayado, aunque sea fugazmente, la cobertura del nuevo planteamiento elegido.La masía. ¿Por qué añoran tanto mis nietas el recuerdo de las salas interminables y medio vacías?
«Abu, ¡si te encuentras mal llama a Carmen! Su teléfono está en el collar de Darwin.»
Di con esa nota de mi nieta mayor, Candela, por pura casualidad.
El Abu se refería a mí, por supuesto, que ya no me faltaba tanto para los ochenta años.Carmen era la guardesa; nunca la vi de mal humor a pesar de las calamidades de la vida.Nadie conoce a ciencia cierta el tiempo.
Hasta los cuatro años, Tiziana, mi nieta, no pudo distinguir el presente del pasado o el futuro; todo estaba mezclado en su cerebro,
porque todavía no habían tomado forma unas conexiones en el lóbulo frontal, entre los ojos, que son indispensables para empezar a controlar su conducta.
Hasta los veinticinco años, el cerebro no cuenta con todos los instrumentos necesarios para dilucidar opciones, decidir caminos, elegir a qué velocidad se va a ir de un sitio a otro, cuál es la emoción preferida.De entrada, hay más posibilidades de que os confundáis ahora que más tarde.Antes de los veinticinco años, la gran mayoría de los jóvenes no saben calcular el impacto o riesgo que corren sobrepasando los límites de la velocidad en su moto.La noción del tiempo hay que aprenderla; tras muchos esfuerzos nos damos cuenta de que lo único que sabemos de él, a ciencia cierta, son las huellas que deja: el cabello blanco del abuelo indica que por allí ha pasado el tiempo.Pudo ser un instante, ochenta años, o más de ciento ochenta millones de años, cuando no existían todavía las especies de primates de las que descendemos nosotros y los chimpancés.Yo descubrí que no había propósito en la evolución después de cumplir los diecisiete años, durante mi primer viaje a Estados Unidos.
No lo he olvidado nunca.Ha marcado para siempre mi vida.
No recuerdo ni el nombre de la calle, ni cómo era la ciudad que estábamos atravesando en el interminable viaje en autobús que va
desde Nueva York a North Hollywood, de punta a punta de Estados Unidos, en el año 1952.
Vi una inscripción: « Is there a life before death?».Era un grafiti pintado en la pared por un loco de veinte años, cuando ni Dios preguntaba si podía haber vida antes de la muerte.
¡Claro que la había!
En la década de los cincuenta, Europa se restañaba todavía las heridas abiertas por las guerras mundiales del siglo xx y anteriores.
«Is there a life before death?», se preguntaba un curioso y solitario, a contracorriente de todo el mundo.Ahora bien, lo que más me conmovió, lo que mayor repercusión tuvo en toda mi vida, fue lo que me recordó el premio Nobel de Medicina Sydney Brenner.
¿Los demás sabían algo de mí?
«Los que más me han enseñado fueron los que menos sabían de lo mío», es la frase de Sydney Brenner.Tenemos que remontarnos un poco antes de ir a parar al significado de la sentencia.
Los Australopithecus afarensis, en el este africano, fueron los primeros en escuchar a los demás y oír su música con una precisión
parecida a los Homo heidelbergensis y Homo neanderthalensis después.Tan importante como el lenguaje para explicar la existencia de otros mundos fue la capacidad de memorizar lo que convenía y poder explicarlo de nuevo.
Para ello, hacía falta lo que vino en ese período: la diferencia cognitiva entre los humanos modernos y el resto de los primates, para los que no estaba a su alcance.
¿Qué definió esa diferencia cognitiva de los humanos modernos?
Según Daniel Lieberman, pudieron mezclar las diferencias y, a la vez, las similitudes que han marcado las estirpes evolutivas.
Por una parte la individualidad y por otra la genética heredada: cada pareja transmite a su descendencia su propia estructura genética.La vida es un ejercicio demasiado largo y tedioso para que conduzca a cualquier parte o lugar conocido.Hacen falta muchos años, emplear un tiempo inacabable, para aprender algo.La vida es una equivocación.En Vilaseca de Solcina ya se sabía entonces que los malos espíritus no eran los responsables de los desmanes mentales.
Vilaseca de Solcina era el pueblecito donde se había aposentado mi familia después del Priorat.
Ya no se les exorcizaba.
Sabíamos que el mal estaba en el propio cerebro.
Que la ansiedad, el estrés, la depresión, la esquizofrenia y hasta la epilepsia eran indicios claros de que el cerebro no funcionaba bien.
Cuando se supo que el alma estaba en el cerebro se descubrieron las bases de la neurobiología moderna.Me sentí siempre cercano a los pacientes con la mente desquiciada.
De joven me bastaba contemplar el espectáculo, desde el balcón del piso, en la calle Mejía Lequerica, del patio del Hospital Frenopático, para recordar la convivencia con los locos cuando tenía diez años.
Alguno que otro lograba encaramarse a la tapia del Frenopático, observar intrigado el flujo de gente a sus pies en la calle y saltar, perdiéndose en el gentío.
«¡Miren, miren, otro que se larga!», decía a sus clientes el dependiente de la farmacia en el lado opuesto de la calle.Me fascinaba la inclinación de los locos a escaparse.En el manicomio —como se llamaba entonces a los frenopáticos— se encargaban de los trastornos mentales y de las personas afectadas por ellos, a las que trataban a base de inyecciones de trementina y camisas de fuerza para inmovilizar a los pacientes excitados en exceso, mientras el resto hacía largas colas para someterse a los electroshocks.
Eran las últimas terapias que se aplicaban a aquellos cerebros desquiciados.
Ésa era la realidad de la neurociencia aplicada a las personas cuando yo era un niño.
Sesenta años más tarde, cada vez que he conversado con neurólogos, fisiólogos, psicólogos, médicos y estudiosos del cerebro, he revivido aquellos recuerdos de la infancia.La mayoría de los enfermos no sabían de dónde venían, dónde estaban ni a dónde iban.Desde entonces, el camino recorrido por la neurociencia no tiene parangón en ninguna otra disciplina.
Como dice el fisiólogo y neurólogo Rodolfo Llinás, los moluscos llevan el esqueleto por fuera y la carne por dentro, mientras que
nosotros llevamos la carne fuera y el esqueleto dentro, salvo el cerebro, bien a oscuras, recibiendo señales codificadas del mundo exterior, además de instrucciones improbables para sobrevivir.Hasta hace bien poco, todos rendíamos pleitesía a la capacidad del cerebro para percibir el mundo exterior.
La mayor parte de su energía —eso creíamos— la dedicaba a reproducir fielmente lo que estaba ocurriendo fuera de nuestro propio esqueleto.Fascinaba la meticulosidad con que podía reproducir mil detalles del entorno a partir de unas pocas señales codificadas recibidas del exterior en la completa oscuridad imperante del interior del cráneo.«¡Qué maravilla!», decíamos.
Hoy sabemos que eso es falso.El cerebro percibe a toro pasado, sólo ve el centro de la imagen y no le interesa tanto percibir la realidad tal cual es como elucubrar prediciendo los márgenes de error de cada apuesta fallida.
En esta tarea de predecir sumas, detracciones, multiplicaciones de las recompensas esperadas y divisiones triviales consume el cerebro gran parte de su energía.
Día y noche.Que quede claro, Tiziana, Alexia, Violeta y Candela: Hay preguntas que no tienen respuesta.
Desde tiempos inmemoriales, sabemos que determinadas cuestiones no tienen respuesta y son, además, impredecibles.
Muchos de esos sucesos, como el desarrollo de una pandemia, el clima o el origen de la vida, pertenecen a sistemas que llamamos
complejos, porque las relaciones que se establecen entre distintas variables son tan numerosas, que es imposible predecirlas.
O, si son predecibles, no sabemos qué hacer con ellas.
Como la vida, las heladas o la erosión de la costa, parecen una equivocación; de ahí que no sepamos anticiparlas.¿Os acordáis de mi nido de trilobites en la biblioteca del comedor?
Los progenitores y la descendencia tierna de aquellos gasterópodos fueron sorprendidos por un río de lava de un volcán.
Nadie pudo preverlo y murieron todos los miembros de aquella familia apacible.
¿Os acordáis de los bebés trilobites sepultados por el volcán al lado de sus mayores?
Quinientos millones de años después sigue ocurriendo lo mismo, con accidentes de tráfico en los que mueren personas queridas sin que podamos anticiparlo.
O enfermedades letales que aparecen de repente: ¿os acordáis de vuestro tío Pedro, que murió víctima de una patologia neurodegenerativa, entonces desconocida, una variante de la enfermedad de Creutzfeldt-Jakob, que le hizo olvidarse de dónde venía, a dónde iba y en qué lugar se encontraba?
Nunca supimos la causa; un buen día, después de aparcar su coche en el garaje, me soltó de repente: «Me cuesta mucho orientarme. Muy a menudo, no sé dónde estoy».Fue el comienzo de su enfermedad.
Mis viajes constantes me impidieron ver su final callado.En la transición política de la dictadura franquista a la democracia formé parte del primer gobierno democrático, ya lo sabéis.
Sin quererlo me encontré, a veces, con personalidades políticas que yo había conocido de muy joven, como a un tipo muy estimado y algo dogmático al que llamábamos El Guti.
Había sido secretario general del Partit Socialista Unificat de Catalunya.Él no había vivido como yo en el resto del mundo durante muchos años, ni había podido descubrir que las adscripciones ideológicas
no son lo más importante en la vida.
El Guti nunca me perdonó que, habiendo militado los dos en el comunismo —él en Catalunya y yo, como se dice ahora, en el resto del
mundo—, durante la transición optara por un político como Adolfo Suárez, que enarboló la transición democrática, a pesar de proceder de las filas franquistas.
«Eduardo sabe muy bien de dónde viene y a dónde va, pero no sabe dónde está», me reprochaba a menudo, y con razón, por lo menos
desde su punto de vista, en los debates públicos.Lo que no sabía El Guti, puesto que nunca se lo dije, es que al oírle me acordaba de la frase de mi hermano Pedro a la salida del garaje: «Me cuesta mucho orientarme.Muy a menudo, no sé dónde estoy».
Hace quinientos millones de años, igual que ahora, ya había preguntas que no tenían respuesta.Lo que hemos conseguido durante los últimos cien mil años no se lo debemos a los genes sino al cerebro; utilizamos el canal de la cultura para que el conocimiento llegue a los demás, el contacto con los amigos, la voluntad de cambiar el mundo.
Olvidémonos de cambiar el genoma; es mejor cambiar el mundo.
Con la multidisciplinariedad, es decir,todo aquello que nos aportan los que menos saben de lo nuestro, vamos a olvidarnos de nuestro origen genético común.
De ahí que Sydney Brenner, experto en redes sociales, insista tanto en la necesidad de enseñar, de copiar a otras personas, de completar nuestro frágil y farragoso entramado genético aceptando de entrada la ignorancia de los demás.
Ésa es la única manera de ir descubriendo cosas nuevas.También es suya la frase: «Lo bueno que tiene ser joven es que eres un outsider que no sabe la mayor parte de las cosas».
Así que vosotras, Candela, Violeta, Alexia y Tiziana, poseéis la mejor cualidad de todas: la curiosidad.
Estoy seguro de que la aprovecharéis.»


-Eduardo Punset

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