
Si pudieras volver atrás, ¿a quién te gustaría conocer?
«Sólo quiero hablar contigo, decírtelo todo por primera vez.
Tendrías que conocer toda mi vida, que siempre fue la tuya aunque nunca lo supiste.
Pero sólo tú conocerás mi secreto, cuando esté muerta y ya no tengas que darme
una respuesta; cuando esto que ahora me sacude con escalofríos sea de verdad el final.
En el caso de que siguiera viviendo, rompería esta carta y continuaría en silencio, igual que siempre.
Si sostienes esta carta en tus manos, sabrás que una muerta te está explicando aquí su vida, una vida que
fue siempre la tuya desde la primera hasta la última hora».
/
«Mi hijo ha muerto ayer.
Durante tres días y tres noches he estado luchando con la muerte, queriendo salvar esta pequeña y tierna vida, y durante cuarenta horas he permanecido sentada junto a su cama, mientras la gripe agitaba su pobre cuerpo, ardiente de fiebre día y noche.
Al final he caído desplomada.
Mis ojos no podían ya más, y se me cerraban sin que yo me diera cuenta.
He dormido durante tres o cuatro horas en la dura silla, y mientras dormía se lo ha llevado la muerte.
Ahora está allí ese pobre, ese querido niño, en su estrecha camita, tal como murió: únicamente le han cerrado los ojos, aquellos ojos suyos, oscuros e inteligentes; le han cruzado las manos sobre la camisa
blanca, y cuatro velas arden a los costados de la cama.
No me atrevo a mirarle; no tengo valor para moverme, pues cuando tiemblan las llamas de las bujías, las sombras se deslizan sobre su cara y sobre su boca cerrada, dando la impresión de que sus rasgos se
mueven, con lo cual podría yo pensar un momento que no había muerto, que podía despertar para decirme con su voz clara alguna palabra llena de cariño infantil.
Pero sé que está muerto y no quiero mirarle para no volver a abrigar una vana esperanza y verme
de nuevo desilusionada.
Lo sé, lo sé; mi hijo ha muerto ayer y ahora no me queda en todo el mundo nadie más que tú; tú, que no sabes nada de mí; tú, que entretanto te distraes con tus asuntos o con otros hombres.
Sólo te tengo a ti, que nunca me conociste, a quien siempre he querido.»
/
“He tomado una quinta bujía y la he colocado en la mesa, sobre la cual te escribo.
Hago esto porque no puedo estar sola con mi hijo muerto sin gritar lo que pesa sobre mi alma,
¿y a quién podría yo hablar en esta hora terrible sino a ti, que has sido y aún lo eres todo para mí?
Quizás no pueda explicarme claramente, quizás no me comprendas; tengo pesada la cabeza, siento un latido en las sienes y me duelen los miembros.
Creo que tengo fiebre; tal vez es la gripe que anda ahora de puerta en puerta, y esto último sería lo mejor, pues así me iría con mi hijo sin necesidad de hacer nada contra mí misma.
De vez en cuando, algo oscuro se me pone delante de los ojos, y acaso no pueda acabar esta carta;
pero quiero reunir todas mis fuerzas para hablar contigo esta sola vez, contigo, mi amor, que no me has conocido nunca.»
/
“Quiero contarte toda mi vida, esta vida mía que en realidad comenzó en día en que te conocí.
Antes no hubo en ella sino algo turbio, y fue como un rincón cualquiera lleno de cosas y hombres torpes, cubierto de polvo y telarañas, de los cuales mi corazón no sabe nada.
Cuando tú llegaste, yo tenía trece años y vivía en la misma casa que habitas tú ahora, en la misma casa en la que tienes tú ahora esta carta entre tus manos, como el último aliento de mi vida; vivía en el mismo pasillo, justamente enfrente de tu cuarto.
Seguramente ya no te acuerdas de nosotras, de la pobre viuda de un empleado ( siempre iba vestida de luto) y de su delgada niña.
Vivíamos tranquilamente, casi sumergidas en nuestra pobreza de pequeñas burguesas.
Tal vez nunca hayas oído nuestros nombres, pues no teníamos ninguna chapa en la puerta, y nadie nos visitaba ni preguntaba por nosotras.
Es verdad también que ya hace mucho tiempo de esto: quince, dieciséis años; no, seguramente tú no lo recuerdas, querido mío; pero yo, yo me acuerdo apasionadamente de cada detalle y tengo presente como si fuese hoy, el día, mejor dicho la hora, en que oí hablar de ti por primera vez y en que por primera vez te vi; ¡y cómo no recordarlo, si entonces empezó para mí la vida!
Consiente, querido, en que te lo cuente todo, todo, desde el principio, te lo suplico, y no te fastidies de oír mi relato, durante un cuarto de hora, pues yo no me he cansado de quererte durante toda mi vida.»
/
«Te cuento toda esta historia, querido mío, para darte a entender cómo desde el principio ejerciste una poderosa influencia sobre aquella tímida niña que era yo.
Antes de que tú mismo te hicieras presente en mi vida, había ya un nimbo alrededor de ti, una
aureola de riqueza, de un ser especial y misterioso.
Pero recuerdo, querido mío, el día y la hora en que quedé para siempre enamorada de ti.
Acababa de dar un paseo con una amiga del colegio y estábamos las dos charlando delante de la puerta.
Llegó un auto y descendiste tú para entrar en tu cuarto.
Algo dentro de mí me impulsó a abrir la puerta, y nos cruzamos el uno con el otro.
Me lanzaste una suave, cálida y envolvente mirada, llena de ternura, me sonreíste –sí, no puedo decirlo de
otra manera- afectuosamente, al mismo tiempo que decías en voz baja y casi familiar: “-¡Muchas gracias, señorita!-“
Eso fue todo, querido, pero desde el instante en que sentí la suavidad y ternura de tu mirada quedé locamente enamorada de ti.
Sólo más tarde he comprendido que esa mirada atrayente, y al mismo tiempo desnuda; esa mirada de
seductor nato que diriges a cualquier mujer que se halle junto a ti, a la vendedora de tienda o a la sirvienta que abre la puerta; esa mirada no es en ti consciente ni significa ninguna especial inclinación, sino que tu ternura hacia todas las mujeres hace tu mirar siempre dulce y agradable.
Pero yo, una niña de trece años, lo ignoraba: me hallaba sumergida en fuego.»
/
«Te quiero desde aquella hora.
Sé que muchas mujeres te han dicho esto mismo y que estás acostumbrado a manjares deliciosos.
Pero cree que nadie te ha amado con un amor tan de esclava, tan desinteresado, como aquella niña que yo era y que siempre he seguido siendo para ti, pues nada en el mundo se parece al amor, inadvertido para todos, de una chiquilla oscura; amor sin esperanza, y tan servil, tan modesto, tan vigilante y apasionado como jamás puede llegar a ser el de una mujer ya hecha que, aunque sin quererlo, está
llena de deseos y exigencias.
Únicamente los niños solitarios pueden ir acumulando todos sus amores; los demás van gastando sus sentimientos en charlas mundanas; los van perdiendo en confidencias mutuas, pues han oído y leído mucho acerca del amor como un juguete, y de él se jactan como los chicos de su primer cigarrillo.»
/
«A pesar de todo, yo no hacía otra cosa que esperarte y vigilarte.
Había en nuestra puerta una ventana redonda por la cual yo veía la tuya.
Aquella ventana – no sonrías, querido, que aun hoy mismo no siento vergüenza de aquellas horas- era el ojo del mundo para mí; en aquella antesala fría, con miedo de que mi madre lo sospechase, permanecía
sentada, con un libro en las manos, tardes enteras, durante meses y años.
Me hallaba siempre cerca de ti, esperándote o siguiéndote; pero tú no podías darte cuenta, no podías prestarme más atención que a la cuerda de tu reloj, que en la oscuridad de tu bolsillo va contando pacientemente las horas; que te acompaña a todas partes con sus imperceptibles latidos, semejantes a los del corazón y al que sólo muy de cuando en cuando lanzas una hojeada entre millones de segundos.
Sabía cuanto a ti se refería; conocía todas tus costumbres, cada una de tus corbatas, cada uno de tus trajes; distinguía a cada uno de tus muchos conocidos y los iba clasificando en dos grupos: los que me eran simpáticos y los que no me agradaban.
Desde mis trece hasta mis dieciséis años todas las horas de mi vida han sido para ti.»
/
«Al fin llegó una tarde en que te fijaste en mi presencia.
Te había yo visto desde lejos y hacía esfuerzos de voluntad para no apartarme de tu camino.
Quiso la fortuna que un carro obstruyese parte de la calle, obligándote a pasar cerca de mí.
Involuntaria y distraídamente, me miraste, notaste mi intención, y al punto- aún me asusta el recuerdo-
tu mirada fue esa que dedicas a todas las mujeres, esa mirada tierna y envolvente que desnuda, la misma mirada fija y larga que me había transformado, de niña en mujer, en amante.
Durante uno, dos, tres segundos, tu mirada se cruzó con la mía, que yo no podía apartar de tu persona, y desapareciste.
Me palpitaba el corazón; inconscientemente debí retardar mi paso, y al volver la cabeza, presa de invencible curiosidad, te vi parado, siguiéndome con tu mirada.
Y por la manera de fijarte, con curiosidad e interés, comprendí que no me reconocías.
Ni me reconociste entonces, ni me has reconocido nunca.»
/
«Entonces no me reconociste; y cuando dos días más tarde tu mirada se posó sobre mí con cierta familiaridad, tampoco viste en mí a la muchacha que te había amado y a la que tú habías despertado, sino a la bonita muchacha de dieciocho años que hace un par de días habías visto en el mismo lugar.
Me miraste agradablemente sorprendido, y una leve sonrisa anduvo jugando por tus labios.
Cruzaste y acortaste el paso; yo temblé, y en mi interior hubo gritos de júbilo; recé para que me dirigieses la palabra.
Sentí que por primera vez era para ti una mujer viva; retardé por mi parte el paso, y enseguida te sentí a
mis espaldas.
Sin volverme tuve la certidumbre de que por primera vez iba a oír tu voz tan querida.
Esta esperanza me paralizó y empecé a temer que iba a detenerme sin remedio, cuando tú te pusiste ya a mi lado.
Me dirigiste la palabra de un modo sincero y alegre, tal como si fuésemos amigos de años atrás.-¡Ah, tú no sabías ni has sabido nunca nada de mi vida!-
Me hablaste de una manera tan admirablemente limpia de reservas, que yo no podía contestar fácilmente.
Cruzamos toda la calle y me preguntaste si me gustaría que comiésemos juntos, cosa que yo acepté.
¿Cómo hubiese podido negarte nada?
“Comimos en un pequeño restaurante. ¿Sabes dónde? ¡Ah, no; tu memoria aquella tarde no se diferencia de otras muchas!
Pues ¿Qué significaba yo para ti? Una entre ciento, una aventura más en una cadena de aventuras.
Y por otra parte, ¿Qué recuerdo pude dejar en ti?
Hablé poco, porque era demasiado feliz sintiéndome junto a ti, oyéndote hablar.
No quería perder una sola palabra tuya, con ninguna pregunta, con cualquier palabra tonta.
Jamás olvidaré aquella hora deliciosa, en que me colmabas de apasionado respeto, mostrándote tan delicado, tan desenvuelto, y con tal tino, lejos de toda vulgar ternura, y tan lleno de segura, de amistosa familiaridad, que hubieses ganado toda mi voluntad, de no haber sido tuya de antemano.
No puedes calcular lo feliz que me hacías no echando por tierra los cinco años de mi ilusionada espera infantil.
Era tarde cuando salimos.
A la puerta del restaurante me preguntaste si tenía prisa o disponía todavía de tiempo.
¿Cómo podía yo ocultarte que estaba a tu disposición?
Te respondí que tenía tiempo todavía, y entonces me preguntaste, tras una ligera vacilación, si quería
acompañarte hasta tu casa, para conversar allí un poco.
“Con mucho gusto”, dije delatando mis sentimientos, y pude notar que mi rápida aceptación te sorprendía, no sé si penosa o agradablemente; de cualquier modo, te vi algo sorprendido.
Hoy comprendo bien tu sorpresa; hoy sé que entre las mujeres es costumbre, incluso cuando sienten un
ardiente deseo, comenzar por negar, fingir temor o indignación; dejarse convencer por medio de súplicas conmovedoras, de mentiras, de juramentos y promesas.
Hoy sé que acaso únicamente las profesionales del amor, las prostitutas, aceptan sin dudar, alegremente tales invitaciones, y quizá también las niñas cándidas, las ingenuas adolescentes.
Pero en mí-¿Cómo podrías dudar de ello?- era únicamente la voluntad reconociéndose a sí misma, el deseo ardiente y contenido durante miles de días, que se manifestaba en un solo instante.
El caso es que tú estabas sorprendido, y que yo empezaba a interesarte.
Yendo a tu lado me di cuenta de que me mirabas con curiosidad.
Tu intuición tan segura para todo lo humano, te decía que estabas ante algo excepcional, que algún secreto había en aquella linda jovencita.
Desperté tu curiosidad y me di cuenta de ello por tu manera de preguntar, por aquella forma envolvente, hecha para adivinar mi secreto.
Llegamos a tu cuarto.
Perdona querido, si te digo que tú no puedes comprender lo que fue primero aquel paseo y luego aquella escalera para mí: un vértigo, una confusión, una frenética felicidad, una dicha deliciosa que casi me mataba.
Todavía hoy me es imposible recordarlo sin lágrimas, a pesar de que ya no me queda más que llorar.
Pero yo me defendía y me ocultaba; prefería parecer una tonta a sacrificar mi secreto.»
/
«Pasé contigo toda la noche.
No te diste cuenta de que ningún hombre antes que tú había contemplado y tocado mi cuerpo jamás.
¿Cómo hubieras podido sospecharlo, amor mío, si yo no te oponía ninguna resistencia, si reprimía toda pudorosa indecisión, con el sólo propósito de que no adivinases el secreto de mi amor, que te hubiera asustado seguramente?
Porque tú no concibes el amor sino como una cosa ligera y juguetona, sin ninguna importancia; temes mezclarte en el destino de una extraña; quieres gustar sin medida todas las alegrías del mundo, pero rehuyes el sacrificio.
¡Amado mío, si ahora te declaro que era pura y virgen cuando me entregué a ti, no tomes en mal sentido mis palabras!
No te acuso de nada, puesto que no me sedujiste, no me mentiste; fui yo misma la que me ofrecí, la que me lancé a tu pecho, la que me arrojé a mi destino.
No te acusaré nunca, no; por el contrario, te lo agradeceré siempre pues aquella noche fue para mí
infinitamente hermosa y resplandeciente de alegría y me encontraba como sumergida en felicidad.
Al abrir los ojos en la oscuridad y sentirte a mi lado me pareció extraño, no ver arriba estrellas, pues sentía tan cerca el cielo.
No, mi adorado, nunca, nunca me he arrepentido de aquella hora.
Todavía recuerdo que, mientras tú dormías y sentía yo tu aliento y me veía tan cerca de ti en la oscuridad, lloraba de alegría.»
/
“Me fui por la mañana temprano.
Tenía que ir a la tienda, y, además, quería salir antes de que entrara el sirviente.
Una vez vestida ante ti, me abrazaste y te quedaste mirándome fijamente durante mucho tiempo; ¿era, quizás, que pasaba por tu memoria algún borroso recuerdo, o únicamente que yo te parecía bonita y feliz?
Enseguida me besaste en la boca, yo me alejé y quise irme.
Entonces me peguntaste: “¿No quieres llevarte algunas flores?”
Dije que sí.
Tomaste cuatro rosas blancas de la jarra de cristal azul, que estaba sobre tu escritorio-¡Ah, la conocía bien desde aquella única ojeada furtiva que, siendo niña, pude lanzar a tu cuarto! Y me las diste.
Las estuve besando durante varios días.
Antes de separarnos habíamos convenido en reunirnos otra tarde.
Volví a tu casa y todo volvió a parecerme delicioso.
Todavía me concediste una tercera noche, y después me dijiste que tenías que ausentarte-¡Oh, cómo odiaba tales viajes desde mi infancia!- y me prometiste avisarme a tu regreso.
Te di una dirección en la lista de Correos, pues no quería decirte mi verdadero nombre.
Guardaba mi secreto.
De nuevo al despedirnos me diste algunas rosas.»
/
“Día por día, durante dos meses, iba yo a preguntar…; Pero no, ¿Para qué pintarte aquel
tormento infernal, aquella espera desesperada?
No creas que te acuso: te quiero tal como eres, ardiente, olvidadizo, generoso e infiel; te quiero sólo así, como eras y como eres todavía.
Habías regresado hace mucho tiempo, pues me lo decían tus ventanas iluminadas, y no me escribías.
No tengo una sola palabra escrita por ti, ni una sola palabra en esta mi última hora, ni una palabra de ti, a quien he dedicado toda mi vida.
No he hecho más que esperar, esperar y no conseguir nada.
Pero ni me has llamado, ni me has escrito una sola palabra…, una sola palabra…»
/
“Mi hijo ha muerto ayer… era también tuyo.
Era tu hijo también, querido mío; hijo de aquellas tres noches; te lo juro y nadie miente a la sombra de la muerte.
Era hijo nuestro, pues ningún hombre me tocó desde aquella vez en que me entregué a ti, hasta el día en
que salió de mi vientre.
Consideraba mi cuerpo como sagrado por el contacto tuyo.
¿Cómo hubiera podido dividir mi persona entre tú, que lo eras todo para mí, y los demás que pasaban junto a mí, banalmente?
Era hijo nuestro, adorado niño, fruto de mi amor consciente y de tu inconsciente y disipada ternura; hijo nuestro, nuestro único hijo.
Tú te preguntarás- tal vez asustado, sólo asombrado- por qué te he ocultado la existencia de ese niño, mientras en efecto existía, y por qué sólo hoy te hablo de él, hoy, cuando está ya en la inmensidad, durmiendo, durmiendo para siempre; cuando se ha marchado para no volver más, ¡nunca más!
Nunca me hubieras creído, nunca hubieras creído a la mujer extraña que se te había entregado sin reparo, sin resistencia alguna durante tres noches; nunca hubieras creído a aquella anónima capaz de tanta fidelidad hacia ti, que eras tan infiel, y jamás le hubieses reconocido, sin desconfianza, como hijo tuyo.»
/
«No puedo continuar ya escribiendo…; tengo la cabeza tan pesada…; me duele el cuerpo, y tengo fiebre…; creo que tendré que acostarme enseguida.
Quizá todo ocurra muy pronto, quizá la muerte se muestre benigna y no me permita ver cómo se llevan al
niño… ya no puedo escribir más.
Adiós, querido, te estoy agradecida…
A pesar de todo, todo ha ocurrido bien…
Te estoy agradecida hasta mi último aliento.
Me siento mejor: te lo he dicho ya todo, lo sabes todo ya- ya no solo es un pensamiento en ti-, sabes cómo te he amado y este amor no te deja ningún sufrimiento.
No notarás mi falta; eso me consuela; nada cambiará en tu vida brillante y gozosa…; no te molesto con mi muerte…,eso me consuela, querido mío.
¿Pero quién?…
¿Quién te mandará las rosas blancas en tu cumpleaños?
¡Ah, la jarra estará vacía, el tenue aliento de mi vida que allí estaba durante años, se habrá apagado.
Óyeme, querido, te lo suplico… es mi primer y último ruego…;hazme el favor de colocar rosas blancas en la jarra el día de tu cumpleaños.
Hazlo, querido, como otros mandan a decir una misa por sus difuntos.
Yo ya no creo en Dios y no quiero una misa; creo únicamente en ti, sólo te amo a ti, y sólo quiero continuar viviendo en ti…
¡Ah, sólo un día cada año y muy silenciosamente, como he vivido a tu lado!…
Te ruego que lo hagas, querido…; es mi premier y último ruego…, te lo agradezco…, te quiero…, te adoro…, ¡adiós!”
[Terminó la carta con manos temblorosas.
Después reflexionó largamente.
En su conciencia se clavó el recuerdo confuso de una niña de la vecindad, de una muchacha, de una mujer en un establecimiento nocturno; pero el recuerdo era indeciso y vago como una piedra que brilla y tiembla en el fondo del agua sin que pueda concretarse su forma.
Sombras que van y vienen, pero que no dibujan ninguna imagen.
Sentía reflejos de antiguos sentimientos, pero no recordaba.
Era como si hubiese soñado algunas figuras, soñado muchas veces y profundamente; pero sólo en realidad.
Su mirada cayó sobre la jarra azul puesta sobre el escritorio.
Estaba vacía, vacía por primera vez en su cumpleaños.
Se asustó.
Fue como si alguien invisible hubiese abierto de repente la puerta y una fría corriente de otro mundo atravesara la habitación.
Sintió cerca una muerte y un amor inmortal: algo se extendió por su alma, y se quedó pensando en la amante invisible, inmaterial y apasionada, como en una música lejana…]
-Stefan Zweig/Carta de una desconocida
Magnifica prosa nos regala Zweig en esta novela corta: una obsesión amorosa y su culminación en modo de carta, enmarcada por excelentes fragmentos descriptivos principalmente del ánimo y acciones de la protagonista como de su amado.
«Carta de una desconocida», es la historia de un amor obsesivo no correspondido.
Es dura, angustiante, obsesiva, triste.
Lo que empieza siendo un amor platónico teñido de obsesión se torna en un amor sincero y entregado.
Zweig desnuda el alma de la mujer que escribe la carta y esta poco a poco nos va mostrando la personalidad del destinatario de la misma.
Un libro breve, de escasas páginas, para leer en un suspiro, pero no se necesita más para mostrar cómo dos personas pueden desperdiciar sus vidas: una por querer demasiado y la otra por no saber querer.
Comienza como un susurro, como una petición casi de escucha y termina en un grito desgarrador que deja en paz a quien lo profiere y sin palabras ni ánimo a quien lo escucha.
Es un monólogo en forma epistolar, con ritmo ágil que atrapa y no da tregua.
Esta carta fué hecha película. En verdad en dos versiones.
En 1948 bajo la dirección de Max Ophuls, y con Joan Fontaine y Louis Jordan como protagonistas.
Acá la ficha de la crítica. y esta otra crítica.

Y el trailer:

La peli completa acá:
La otra versión es la China, del año 2004. Se llamó «Yi Ge Mo Sheng Nu Ren De Lai Xin».


La actriz fué Lin Yuan y el actor Jiang Wen
Dirigida por Xu Jinglei ganó la Concha de Plata a Mejor Director en el Festival de San Sebastián en el 2004.
Acá la crítica.
Aqui el trailer:
La peli completa aca:
Gracias por compartir este contenido. Me atrapó, veré las películas.
Me gustaMe gusta
Por nada!
Yo vi la China hace muchos años en el cable, y hace poco descubrí el libro que es fascinante.
Duro, muy duro, más Stefan Zweig escribe de manera excelsa!
Me apunte para ver la peli del 48. Pienso que me va a gustar porque me encantan las pelis de época.
Abrazo y te invito a suscribirte al blog.
Me gustaMe gusta
Saludos y gracias por tu tiempo, cuenta con un nuevo suscriptor.
Me gustaMe gusta
Qué alegria! Muchas gracias!
Me gustaMe gusta
Gracias a ti por compartir tan excelente contenido. Por cierto he visto la película versión 1948 y es ¡Estupenda!
Me gustaMe gusta
Que lindo!
Te recomiendo estas dos peliculas… son lindas para ver con tus hijos o familia.
Abrazo de luz
Aca esta la pelicula «El escritor de cartas»
https://mariposadel67.com/2021/02/01/el-escritor-de-cartas/
Aca esta la pelicula «Ten un poco de fe»
https://mariposadel67.com/2014/05/05/ten-un-poco-de-fe/
Ambas son una JOYA!
Que las disfruten!
Me gustaMe gusta
Muchas gracias por la recomendación, así lo hare.
Me gustaMe gusta
Por nada! Que tengas una buena semana!
Me gustaMe gusta